Juan Mejía

JUAN MEJIA EN “OTROS SALONES”.

 

Entrevista publicada en la edición #51 del periódico Arteria. Octubre, 2015.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda un profesor, una clase, una experiencia que haya sido fundamental para usted, para el artista que es hoy día?

Juan Mejía: En la universidad, todos los semestres me quejaba, y creo que todavía me quejo, de no haber tenido buenos profesores. En Los Andes estuvo Danilo Dueñas, que fue muy importante para mucha gente; y Lorenzo Jaramillo, y unos argentinos que venían ocasionalmente a dar Talleres. Todos ellos, marcaron de una u otra forma a muchos de mis compañeros, y francamente, siempre que hago memoria, empiezo a sentirme un poquito frustrado, pues ninguno de ellos me tocó. Obviamente, puedo nombrar a algunos que fueron importantes para mi. En primer semestre, recuerdo a Nelly Rojas en Dibujo. Ella le ponía un tono de exigencia a la cosa, y asumía una apariencia recia ante la clase. Ella daba figura humana. Desde el comienzo, enfatizó que había que hacer un dibujo gestual, muy rápido, y yo me solté mucho. Quizás por eso, en mis clases, siempre hay un momento en el que exijo gestualidad, pido que a través de una línea muy suelta, capturen la esencia de la figura, y ese tipo de cosas. Lo que pienso ahora, es que aquel ejercicio, para recibir a los estudiantes, es brusco. Creo que el primer impulso en un estudiante frente a un modelo, es el de dibujar muy cuidadosamente, primero el ojo, luego la nariz; no es una cosa tan natural, empezar capturando toda la figura con soltura y velocidad. Paradójicamente, soltarse es difícil.

 

H.J: ¿En qué medio y qué formato empleaban?

J.M: Lápiz sobre pliego de papel edad media. Lo clásico. Pese a que también pido trabajos en marcadores o en bolígrafo, o sobre soportes inusuales, a mi no me molestan para nada esas cosas dadas. Yo sé que hay quien los cuestiona; pero yo me considero muy convencional en ese sentido, y me gusta asumir esas convenciones. También recuerdo que en quinto semestre, tuve a Nadín Ospina de profesor. Fue estimulante, fue un Taller muy libre, de empezar a trabajar proyectos muy individuales. Yo estaba en esa época, como tantos otros, recogiendo tablas y chatarra y haciendo ensamblajes. Buscaba una cierta frontalidad, una cosa “mondrianesca” en esos ensamblajes. Trabajar para él en ese espacio, en ese Taller, fue interesante. Y recuerdo que ponía música en sus clases, llevó a Ravi Shankar una vez, y él mismo se entusiasmaba al escucharlo.

 

H.J: Usted también pone música en sus clases.

J.M: Eso viene de una especie de melomanía permanente, que creo que compartimos.

 

H.J: ¿En todas las clases pone música? 

J.M: En todos los Talleres, porque trabajamos, y siento que la música es un estímulo muy grande a la hora de trabajar, y como que va muy bien con la creación de imágenes, y con el oficio artístico. He oído gente que dice que la música los distrae, y que no pueden laborar; pero, a mí me pasa lo contrario: yo no puedo trabajar sin música. Me parece una ocasión perfecta, porque uno puede pensar en lo que está haciendo, pero también puede escucharla y disfrutarla. Yo no encuentro la pelea. De todos modos, muchos estudiantes trabajan todo el tiempo, ahí, con sus audífonos. Y a mí me da como curiosidad, a veces, ¿qué estarán oyendo? Y en ocasiones, también me preocupo, porque pienso: “¿Porqué no quieren oír esta música, que estoy poniendo, y que es tan chévere?” Pero, creo que también es un hábito de cómo se oye la música hoy día. Los jóvenes han aprendido a escuchar música con audífonos; pero a mí, eso no me gusta tanto, no me gusta como estar en espacios compartidos, y a la vez, estar medio aislado con los audífonos puestos.

 

H.J: ¿Qué música es mejor para trabajar?

J.M: Pero, ¿vamos a hablar de música? Porque le he estado dando vueltas al asunto. Yo oigo música todo el tiempo, todo el día; pero, hace poco me di cuenta, que no todo el tiempo la estoy disfrutando plenamente. Con la música, lo que pasa, es que hay momentos de sintonía muy especiales, momentos de disfrute maravillosos. Pero son momentos muy ocasionales. Para que se den, pienso que la música debe estar ahí, andando todo el tiempo. Esa es la dificultad con la pregunta de “¿Cuál es su grupo favorito?” o “¿Cuál es su música favorita?” o “¿Cuál es su canción favorita?” Nunca un grupo, o un tipo de música, pueden ser favoritos por toda la vida. Los gustos van cambiando, y hay momentos en los que uno descubre, de verdad, un disco, pese a haberlo oído antes; porque llega el momento mágico del encuentro. Y yo creo que voy tras ellos, y para eso necesito que la música suene casi todo el tiempo. Y el Taller es un espacio especial: está cada uno trabajando en lo de cada quien, y sin embargo, la música nos acompaña a todos. Se necesita, eso sí, que tenga cierta universalidad. Y no puede ser una música demasiado impositiva, ni debe sonar duro. Se necesita cierta discreción, en esa música de acompañamiento. Yo pongo mucho indie, suavecito. Ahora, yo no soy muy democrático con el tema: no pongo a escoger, ni acepto que me digan qué poner. Yo llego y pongo, y ya está. Ahora mismo tengo dos grupos, un Taller Experimental, con gente grande por la mañana, y por la tarde tengo a los de primer semestre con el Taller Básico; y lo que he estado haciendo, es repetir el playlist, ponerlo tanto por la mañana, como por la tarde, a ver qué.

 

H.J: ¿Ha encontrado algún grupo que estalle la creatividad, o que le guste mucho a los estudiantes?

J.M: Durante un tiempo me gustó Nouvelle Vague, porque tiene esos covers suavecitos, de temas de todo tipo. Y como que había gente que conocía muchas de las canciones, pero no sabían del grupo, y preguntaban: “Pero ¿esto qué grupo es, si esto lo canta Joy Division?” Además, tiene esa discreción musical, esa universalidad que le dije, y es estimulante. Durante mucho tiempo, pensé que era un disco ideal, sobre todo para Taller Básico; hasta que me aburrió. Como todo.

 

H.J: Cuando habla de “música universal”, ¿a qué se refiere?

J.M: A que el grupo no puede ser completamente desconocido, o con un sonido demasiado raro. Pero bueno, volviendo a esa clase que le contaba… en aquel entonces, los talleres estaban divididos en dos módulos. El primero lo dio Nadín, que estaba muy contento conmigo, pensaba que yo era el mejor de su clase. Y luego, el segundo módulo, lo dio Malena Cepeda; y con ella casi me rajo, fui su peor estudiante. Ella era un acelere, muy exigente, y en cada entrega nos cuestionaba: “¿Cuál es el concepto?” Y yo, preocupadísimo, le preguntaba a todos “¿Y su concepto cuál es?”; porque, yo no tenía ni idea de cuál era el mío. Quizás, eso vino a repercutir en una serie de trabajos, mis piezas de “lecto-escritura” como las llama Jaime Cerón, que son puramente conceptuales.

 

H.J: Y también tiene usted esas pinturas acompañadas de objetos.

J.M: Sí, pero ahí no es que esté muy claro el concepto. En cambio, hay unas obras puramente conceptuales, donde sí hay una idea que rige su ejecución. Por ejemplo, copiar en la pared, a mano alzada todo un texto. Para llevar a cabo esta idea, escogí La obra maestra desconocida, de Balzac. Esta obra está enmarcada dentro de la literatura, pero también dentro de lo académico; pues la novela se refiere a la enseñanza, y al aprendizaje del arte. Esta pieza, no es tanto una intuición; es una idea, que es ejecutada mecánicamente.

 

H.J: En sus clases, ¿usted exige “el concepto”?

J.M: No en esos términos. Yo trato de entender el arte, en un sentido más amplio, más allá de las “normas Icontec”. Obviamente, indago en las motivaciones que hay detrás de cada cosa. No solo me importa el concepto, como tampoco me importa únicamente la forma; pues, en toda obra, debe haber una cosa que las relacione a las dos.

 

H.J: ¿Cuándo ingresó a la universidad?

J.M: Entré en el segundo semestre de 1987, y salí en el primer semestre de 1993. Pero, antes de estudiar arte, estudié Medicina en la Universidad del Valle, por la admiración que sentía por mi papá, Diego Mejía. Él fue internista y luego trabajó en medicina familiar e implantó el programa en la Universidad del Valle. Fue un profesor universitario muy connotado. Y me decidí por Medicina, además, porque no sabía qué más estudiar. En ese momento, el arte no era una opción, ni yo mismo me permitía considerar estudiar arte. Pero ya en tercer semestre, entré como en crisis y me di cuenta de lo que quería ser.

 

H.J: ¿En la carrera de Medicina, aprendió algo que aplique, hoy día, como artista?

J.M: En Arte, cuando contaba que venía de Medicina, me decían: “¡Ah, pero ya sabe toda la anatomía; eso le sirve muchísimo!” Pero yo no dibujo usando el conocimiento anatómico interno. Sin embargo, en mi trabajo existe la referencia a lo académico, y a las ilustraciones científicas. Me gustan las carteleras, los esquemas, los datos, el tener que memorizar cosas, como ese sabor racional, que en Medicina se respiraba en todo momento. Fue una experiencia impresionante, haber estudiado en la Universidad del Valle. Yo por nada del mundo diría que perdí el tiempo allí. De hecho, a nivel social, fue muy importante estar en la del Valle. Yo venía de un colegio de clase alta, el Colombo-Británico, en el que nunca fui feliz; odiaba como a la gente, y no era nada popular, y nada deportista. Insisto en el deporte, porque en Cali era importantísimo, tanto como ser macho, y las viejas, y la rumba. Yo fui como un nerd, pero además, no me iba bien en las materias; por eso, no cuadraba ni en el colegio, ni en el club. Por eso, entrar a la del Valle, fue una apertura gigantesca. Como es una universidad pública, encontré gente mucho más diversa, e hice muchos amigos. Fue un momento muy especial.

 

H.J: ¿En el Colombo-Británico había clase de arte?

J.M: Sí, pero era una clase como de costura, una clase menor. En el colegio dibujé mucho, y también pinté: teníamos acrílicos, temperas, acuarelas, pero siempre se me ensuciaba todo. Yo me sentía mejor dibujando, haciendo carteleras, o caricaturas.

 

H.J: ¿Porqué resultó estudiando en Bogotá?

J.M: Yo conocía a alguien que estudiaba aquí, en Bogotá, en Los Andes. Esa era la única referencia que tenía. En Cali, estaba Bellas Artes; pero, la verdad es que no sabía mucho de esa escuela. Aunque suene raro, tenía más información de Los Andes. Y tal vez mis papás estaban más contentos con que estudiara en Bogotá, y con el estatus de Los Andes; por eso, hicieron el esfuerzo y me mandaron para acá.

 

H.J: ¿Sus padres lo apoyaron cuando les dijo que se pasaba de Medicina a Arte?

J.M: Mi papá lo tomó mucho mejor, porque en el fondo a él siempre le gustó la cosa artística, sabía de historia del arte, desde muy chiquito me mostraba sus enciclopedias, y en los viajes que hicimos siempre me llevó a museos. A él le gustaba dibujar y era crítico con mis dibujos. Y por eso, me respaldó casi de inmediato. De hecho, él decía que estudiar Medicina no garantizaba el éxito en la vida. En cambio, a mi mamá le pareció horrible. Casi se muere. Ella sí quería a su hijo médico y creía que los artistas eran retorcidos y rarísimos… y ¡que no querían a la mamá! Así me lo dijo. Mi papá y yo nos reímos. Finalmente, me mandaron a Bogotá. Salir de la casa, vivir en otra ciudad, eso también fue muy importante para mí. Y aquí sí, me desquicié y me rebelé. Aquí, estudiando arte, tuve como mi adolescencia tardía. Y hasta salí del closet.

 

H.J: ¿Cómo se llama su mamá?

J.M: María Consuelo Díaz. Ella estudio Literatura, y era profesora de colegio.

 

H.J: ¿De ahí viene su aprecio por los libros?

J.M: A pesar de la presencia de los libros en mi casa; yo nunca fui un lector, ni en mi infancia, ni en mi adolescencia. Pese a la insistencia de mis padres, a mí sólo me gustaban los libros que tenían dibujitos. Por eso, gran parte de mi formación visual, viene, no tanto de los libros de arte; sino de las ilustraciones de enciclopedias para niños, como El libro gordo de Petete o La Enciclopedia Disney.

 

H.J: ¿Copiaba esas imágenes?

J.M: No, porque una vez mis padres me regañaron por estar calcando. Ellos promovían la originalidad, y el dibujo al ojo.

 

H.J: A mí me encanta calcar.

J.M: ¡A mi también! Pero cuando niño dibujé, sobre todo, de memoria, como a partir de las cosas que veía. Recuerdo que dibujé mucho a Topo Gigio, pero no calcado; sino una versión mía, muy rara, como alargado, y en medio de una cantidad de aventuras extrañas, que el personaje real nunca hubiera tenido, pues él estaba siempre en su cuartico. Otro antecedente artístico, lo tuve al tomar unos talleres con Fabio Daza, un grabador que trabaja en Cali. Yo iba allá, en vacaciones, o cada vez que se podía. Hice linóleos al comienzo, y luego grabados en metal. En ese momento, mi imagen del arte era muy técnica, muy seria. El arte tenía que ser académico, bien hecho, con coherencia estilística y formal. En ese momento me gustaba, por ejemplo, Manuel Hernández. Esa era mi imagen del arte.

 

H.J: ¿Recuerda alguna experiencia interesante en esas clases de grabado?

J.M: Yo nunca fui muy consciente de esto, pero Lucas Ospina dice que uno aprende a dibujar haciendo grabado; porque toca pensar cada línea, porque hay que tener en cuenta un derecho y un revés, porque hay que analizar todo un proceso de texturas, de mordientes, de tiempo. Así que, esos Talleres me tuvieron que servir mucho. Recuerdo que un día, me puse a desarrollar como un tipo de figuración propia, en respuesta a esa idea de que cada artista debe tener su propia forma de representar el mundo. Yo me puse a hacer como unos gordos, pero no como Botero; eran más esquemáticos, con unos cuerpos grandísimos y unas cabezas chiquiticas.

 

H.J: Pero ahora en su obra hay un gusto, justamente por lo contrario; como por pasar de un tipo de figuración a otra. Como la idea de Warhol, de ser una fotocopiadora.

J.M: Grosso, el caricaturista, fue profesor mío de dibujo, como en sexto semestre. Y recuerdo que me dijo: “Pero es que usted ya sabe dibujar así; haga otra cosa”. Y eso me quedó sonando, hasta hoy. Yo dije: “Pues sí, tiene toda la razón. Si quiero aprender más, debo ponerme trampas; intentar otros estilos, dibujar diferente”. Esa misma frase, se la digo a mis estudiantes, todo el tiempo. Es una de las tres, o cuatro frases memorables, de mi periodo formativo. Si algo proponía yo, en el conjunto de pinturas y dibujos que presenté para la tesis, era, precisamente, no conservar un estilo particular. Eran dibujos muy distintos, de diferentes formatos y medios. Unos podían ser unos garabaticos, otros podían ser académicos, otros ilustrativos. Me encanta eso, que el estilo no sea protagónico; sino saltar de una imagen a otra, respetando su propia aura y contexto. Claro, hay una cosa que tiene que ser propia, y que aflora en todos los trabajos que uno hace, que es lo que permite que se reconozcan como de uno; porque lo mío, tampoco se trata de la búsqueda de una destreza mimética absoluta. A propósito, quiero señalar un seminario que nos dio Luis Luna en Los Andes. Él dijo una cosa, que según recuerdo, le dio pudor; pero me quedó grabada: “Cuando uno pinta, así sea con un solo color, se debe adquirir una dirección en la pincelada”. No es una máxima fundamental, no es ni siquiera una regla; pero yo lo entendí: uno no puede pintar para todos lados. Esa fue una indicación que agradecí. Creo que, durante la carrera, recibí muy pocas indicaciones; y por eso, recuerdo muy bien las que me dieron. Y bueno, mi profesor memorable fue Jorg Bachoffer, un alemán con quien tomé un taller de escultura, que fue traumático para mí, y para muchos; porque no le gustaba nada. Ahí entendí, que los trabajos funcionan, o no. Hasta ese momento, todo lo que uno hiciera, así tuviera concepto o no, lo aceptaban. Pero Bachoffer sí se emproblemaba con cada trabajo, y como sabía muy poquito español, decía: “Esto… no… funciona. Esto… no es… lo que más… me fascina.” Yo quedé pasmado. Eso me hizo entender, que el arte no es fácil, y que tiene que “funsionahrrr”. Él era muy dado como a los opuestos: si hay una cosa así, hacia allá, debe haber la otra para el otro lado. A veces nos decía: “A esto le falta… algo… muy preciso… una palabra… o un azzuuul.” Al final, me empezaron a salir unas cosas, que él decía que sí estaban funcionando. Yo creo que resultaron muy ajenas; no las veía como mías. Pero, todo eso, me hizo cuestionarme un montón, y buscar otras cosas. Bachoffer nos paró el caminado y nos complicó la vida. Y yo creo que en mis clases, soy un poquito así. A veces les digo a mis estudiantes: “A esto le falta algo que le haga contrapeso, que lo vuelva más complejo e interesante”. Yo creo, que en últimas, uno hereda y replica las enseñanzas que lo marcan. Una vez, le presenté a Bachoffer una cajita, muy agradable. Tenía su vidriecito. Era como un cajoncito con objetos adentro, y él empleó una palabra que yo no conocía: “Mnemosine”, el nombre de la diosa griega de la memoria. Me dijo que estaría muy bien escribir esa palabra en el cajón. Y yo lo hice, tal cual. Luego exhibí ese contenedor en un Salón Seneca y me gané una mención. Creo que no me dieron el premio, porque todo el mundo sabía que Bachoffer me había dicho que le pusiera esa palabra; pero, desde ese momento, muchos de mis dibujos y pinturas involucran un nombre o una palabra.

 

H.J: ¿Quién más estudió con usted en Los Andes?

J.M: En esa época, en los semestres de arriba, estaban Juan Fernando Herrán y Quique Jaramillo, quienes respondían a los ejercicios de maneras muy inteligentes. Herrán hacía unos dibujos partiendo de los modelos, pero abstrayéndolos; como unos tejidos, muy descrestadores. Y conmigo, estaba Jaime Ávila. Él fue muy importante para mí, porque a cada trabajo le metía la ficha, completamente. La seriedad con que asumía y presentaba sus ejercicios, era notable, él era muy comprometido. Yo aprendí mucho de mis compañeros.

 

H.J: Los artistas que son profesores, parecen conservar a distancia lo que pasa en clase y lo que pasa en el taller; pero usted ha hecho publicaciones y obra a partir de lo que pasa en sus clases, de lo que hacen sus estudiantes.

J.M: Yo tengo claro lo que hago como obra mía, y lo que hago en clase; pero la circunstancia de ser profesor, sí ha alimentado muchos de mis trabajos. Algunos hacen referencia a todo este tema de lo educativo, y a los espacios formativos: al colegio, a la universidad, a la academia. Lo otro, es que en mi trabajo, hay siempre un componente autobiográfico; pero trato de que esas situaciones no se refieran solo a mí, y las amplío un poquito. Por eso, en mi obra hay referencias a lo que han hecho en clase mis estudiantes, como esa colección de dibujos experimentales que me entregaron en clase, compendiados en esos cuadernitos de dibujo, editados por La Silueta, y relatados con mi letra, a partir de mi memoria, de mi recuento.

 

H.J: ¿Y El Pato?

J.M: El Pato es especial en ese sentido. No creo que esa publicación sea una obra mía. Es un proyecto editorial, donde me veo como curador. Uno de los ejercicios que proponía en mi clase de Dibujo Experimental, era hacer caricaturas sobre la condición de ser estudiante, o sobre el arte; y rápidamente, pues, ante la evidencia de todo ese material maravilloso, me propuse conservarlo, coleccionarlo, y quizás publicarlo. Luego, apareció Editorial Laguna, y publicó el libro.

 

H.J: ¿Cómo se le ocurrió poner a los estudiantes a criticarse a sí mismos, a criticar las clases y a la academia a través de la caricatura?

J.M: Muchos de los ejercicios que proponía en ese momento, eran muy conceptuales, pues eran auto-referencias a la definición de “dibujo” y a sus componentes -al punto, a la línea, al plano-, y así funcionó la clase durante un tiempo, y se hicieron cosas muy buenas, fascinantes. Pero siempre llegaba el momento, en que tanta conceptualización necesitaba contrastarse. Entonces, pensé en ponerle humor a la clase. Como los estudiantes de arte sufren tanto, ¿no?; se me ocurrió este ejercicio como un desahogo, como una oportunidad para criticar, para decir las cosas que normalmente no se dicen. Ahora, inventarse un chiste no es fácil, y yo les dije: “Tienen que hacer cinco caricaturas, con humor; pero también deben ser críticas, punzantes, deben ser irónicas. Y deben pensar muy bien, qué tipo de dibujo emplear, y qué tipo de texto usar”. Me pareció interesante usar la caricatura; pues no es arte formal, ocupa un lugar ahí raro, como que en eso refleja al estudiante, que aun no es un artista, que está intentándolo y sufriendo, porque todavía no es lo que quiere ser.

 

H.J: Recuerdo las carteleras que hizo para su exposición en la Alianza Colombo-Francesa. De una manera colegial, pero a la vez sofisticada, y con humor, presentó un conjunto de recortes, dibujos y textos sobre pintores franceses. ¿Porqué le interesa tanto eso de la formación del individuo?

J.M: Mi papá era como muy bueno explicando. El siempre fue muy didáctico. No sé si eso tiene algo que ver. Y bueno, como ya dije, le tengo cariño a las ilustraciones. Las ilustraciones son distintas a las obras de arte; pues deben ser muy claras, deben ser precisas. Tal vez, reconozco una gratificación, en esa claridad de conceptos a la hora de usar imágenes. Mientras el arte contemporáneo, y bueno, el arte en general, se trata de lo que muestra; pero, también de lo que oculta, ¿no? Promovemos el misterio, y que no esté resuelta la obra. Y a mí, al contrario, me fascina la literalidad y la obviedad. Creo que en muchos casos, mi trabajo es preciso, claro, ilustrativo. He optado por eso; aunque, por supuesto, hay cierta ironía en esa decisión.

 

H.J: ¿Usted cree que se puede enseñar a ser artista?

J.M: No. No creo que baste con decir: “Mire, el arte se hace así”. Primero, se necesita de la motivación personal, del interés personal. Y claro, uno puede transmitir -como a mí me lo han transmitido-, la sensación de importancia que tienen ciertas cosas. Por eso, recuerdo tanto a Jaime Ávila. Y mi relación con Wilson (Díaz) también fue determinante, porque para él es vital, importantísimo hacer arte. Lo otro que se puede transmitir, es el ser crítico y auto-crítico.

 

H.J: ¿Y qué piensa de la técnica?

J.M: Yo soy muy mal técnico, por eso, no puedo ser un gran profesor técnico. De pronto, en dibujo sí hay cosas que uno puede señalar, cosas que se han demostrado, cosas que están codificadas y se pueden identificar; como el problema de la perspectiva, y eso. Pero a la hora de revisar un proyecto personal, ¿cuál es el error ahí? Es muy difícil de identificar. Otra cosa que les digo a mis estudiantes, es que cada proyecto, o cada idea, determina su propio rumbo, sus propias reglas. Entonces, se identifica que algo está mal, porque el proyecto mismo señaló una vía, y se nota su ausencia. Ante eso, digo: “Mire, usted empezó con una idea, y luego se traicionó, y ahora hay un conflicto de intereses; por eso esto no está funcionando. Pero cada vez más, mientras lo digo, pongo en duda mis palabras. ¿Será que de verdad uno debe ser tan absolutamente fiel a la idea inicial, como aseveraba Sol LeWitt? Uno como profesor debe decir algo, se espera eso de uno; pero, me pasa que después de decir la cosa, de inmediato pienso: “¿Será que sí? Esto no siempre pasa, y yo no soy así; pero, digamos que me salió convincente, entonces, ¡dejémoslo así!”

 

H.J: ¿Qué pasaría con un profesor que dude siempre en clase?

J.M: Pues sería muy honesto. El estudiante necesita la seguridad de la observación puntual; así que, si uno duda, al menos debe mostrar con mucha tranquilidad que duda. Generalmente, yo pienso en voz alta, sobre todo cuando estamos en entrega; y a veces, cambio de parecer en el camino. Sin embargo, eso poco me preocupa, porque también ellos, los estudiantes, saben que hoy día no hay verdades absolutas… y mucho menos en arte.