Edgar Guzmanruiz

EDGAR GUZMANRUIZ EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #66 del periódico Arteria. Noviembre, 2018.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda una experiencia educativa que haya sido fundamental para usted, ya sea tanto dentro como fuera del salón de clase, tanto dentro como fuera de la academia?

Edgar Guzmanruiz: Bueno, yo siempre he estado cerca al arte. Mi mamá, Miriam Ruiz es pintora. Y mi papá es odontólogo y yo creo que él también esculpe. De hecho he trabajado vaciados con él, pruebas con alginatos, fundiciones pequeñas y demás. Quizás por eso, toda esta cosa de los moldes siempre me ha gustado. Crecí rodeado de trementina y moldes.

 

H.J: ¿Pintaba con su mamá cuando era niño?

E.G: No. Pero tomé muchas clases de dibujo privadas, con una profesora llamada Fanny Puentes de Cruz. Mientras mis amigos jugaban futbol, yo estaba dibujando bodegones o la sala de la casa. Ella me enseñó perspectiva, y a mí me gustaba la idea de que hubiera puntos de fuga. Fugarse en un punto me parecía genial. Gracias a estos cursos, siempre me ganaba concursos de dibujo en el colegio. Pero lo curioso, es que después no estudié Arte; sino Arquitectura. Y es que desde niño, tenía una obsesión por construir ciudades. Como mi mamá es barranquillera, todas las vacaciones nos íbamos a Barranquilla a visitar a mi abuela, Maruja Pereira. Ella tenía una modistería y en esa modistería tenía unas sillas, como unos cubos de madera huecos, con un arco abajo. Y con mis primos, los poníamos uno sobre otro y hacíamos casas y túneles. Yo debía tener unos ocho años, y aún recuerdo esos momentos. Estar en la costa, en aquella casa llena de abanicos, armando cosas, fue una experiencia decisiva. Años después, más grandecito, literalmente llenaba mi cuarto de edificios. Tenía Legos, Estralandias, Armotodos y con ellos copaba mi cuarto hasta que ya no se podía caminar, hasta que mi mamá me decía: “Bueno, tengo que aspirar, así que vas a tener que tumbar todas estas ciudades.” La obedecía y apenas se iba volvía y llenaba todo. Sentía una obsesión por construir.

 

H.J: ¿En qué colegio estudió?

E.G: Cursé tanto primaria como bachillerato en el Liceo de Cervantes, dirigido por los Padres Agustinos, aquí en Bogotá. Es un colegio muy tradicional, muy orientado hacia el ICFES, a aprenderse datos, muy orientado a la disciplina y no tanto a la auto disciplina; lo cuál me parece equivocado. Yo fui muy mal estudiante en el colegio, siempre pasaba raspando.

 

H.J: ¿Había clase de arte en el Liceo de Cervantes?

E.G: Había una clase de dibujo técnico, que me fascinaba y siempre sacaba muy buenas notas. Yo creo que era el único que la disfrutaba. Tenía que hacer planchas, en octavo de pliego, sobre papel milimetrado usando rapidógrafos. Otra cosa que recuerdo, es que me la pasaba haciendo flip books: tenía todos los diccionarios llenos con “dibujos animados” de Mazinger Z y todo lo que veía en televisión.

 

H.J: ¿En qué año entra a estudiar Arquitectura?

E.G: En 1986 entré a Arquitectura en Los Andes. Y allí recuerdo mucho la clase de Alberto Miani. Él nos puso a diseñar la casa de un artista. Y yo escogí la de Juan Gris, que construí a partir de una de sus pinturas cubistas. Era una casa medio chueca, que se veía diferente por cada cara. Después, descubrí que los checos en los veintes y treintas hicieron muchos edificios así, y que luego Frank Gehry los tomaría como referentes. Ese ejercicio de Miani fue muy interesante porque nos demostró las múltiples posibilidades de la arquitectura y además, en relación al arte. A mi me fue muy bien en Arquitectura, siempre ocupaba los primeros puestos; hasta que en el último semestre, me tiré el seminario de tesis: esa fue otra experiencia inolvidable. La arquitectura generalmente resuelve un problema, tiene un uso, es un arte aplicado. Así que, uno como arquitecto, siempre debe partir de ese problema, de esa necesidad: una empresa que necesita un edificio, un colegio que necesita una sede. Y yo decía: “Pero, a mí no me interesa partir de un problema”. Entonces, propuse hacer un museo en el que la obra a exhibir fuera su mismo espacio, y por supuesto, me tiré la materia.

 

H.J: Entonces, usted propuso una escultura penetrable, una instalación permanente.

E.G: Claro. ¡Buenísimo! Aún hoy en día me parece genial. ¡Imagínese un museo donde el espacio es la obra! Alberto Saldarriaga, quien dirigía ese seminario, me dijo: “Su proyecto no resuelve ningún problema, no tiene una utilidad específica, y ¿eso quién lo va a pagar?” Bueno, me descabezó. Me dijo que no. Así que, me puse a diseñar un colegio. Me fui a la EPE, la Escuela Pedagógica Experimental, que queda en La Calera y que pese a tener espacios muy precarios; cuenta con un componente pedagógico polémico pero interesante, pues propone una pedagogía libre, como las escuelas Summerhill. Los más grandes trabajan con proyectos; no con materias. Así, pueden proponer, por ejemplo, el problema de la deforestación y lo atacan desde diferentes disciplinas. Eso me pareció buenísimo, y por eso, hice mi tesis con ese colegio. Y tengo que mencionar otra experiencia que tuve, cuando estaba estudiando arquitectura: el decano en ese momento, Carlos Morales, organizó intercambios con Escocia, Irlanda y Dinamarca. Por eso, vinieron tres daneses de intercambio y me hice amigo de uno, de Bjarke Elling. Él me convenció de meterme a dicho programa y así, con 21 años, me fui un semestre a Copenhague y se me abrió el mundo. Curiosamente, allá estudié Arquitectura en la Escuela de Arte. Eso es muy común en Europa, y por eso, conocí a muchos artistas y arquitectos. Me gustó mucho vivir en ese universo germano. Obviamente, los daneses se creen vikingos; pero en términos de pensamiento y de lenguaje todos esos países nórdicos son muy parecidos a los alemanes, bueno, con excepción de Finlandia. Pero Noruega, Suecia, Dinamarca, son países muy sistemáticos, muy prácticos y sociales. Eso me gustó, y creo que por eso, cuando terminé mi pregrado, volví al norte de Europa a hacer una Maestría en Arte y Arquitectura en la Academia de Arte de Düsseldorf, bajo la tutoría de arquitectos como Josef Paul Kleihues, Elia Zenghelis y Laurids Ortner. Allá, como en Copenhague, la mitad de los profesores eran arquitectos, y la otra mitad, artistas plásticos. Hasta las calificaciones las ponían entre ambos. Y así, curiosamente, me la pasé más con artistas que con arquitectos. Yo creo que lo que me gustó fue ensuciarme. Es que el trabajo del arquitecto es limpio y hoy más que nunca: ya nadie hace un plano a regla; para eso está la pantalla y el auto CAD. Mientras los artistas, sí se ponían un overol y se ensuciaban: se ponían a trabajar en el taller de madera, en el taller de yesos, se ponían a taladrar paredes, se relacionaban directamente con los espacios y con el material, y eso, repito, me encantó. Ahí entendí, que el arquitecto es como el que contempla. El que tiene una maqueta es el que mira desde arriba, como si fuera Dios. Y el artista, es el que está en el laberinto, el que está metido de cabeza en el asunto y se pierde y no sabe qué hacer y experimenta y coge por aquí y por allá. Darme cuenta de ese contraste, me pareció genial. Pero lo mejor, fue relacionarme directamente con la materia. Así me dije: “Yo quiero pasarme a Artes, eso sí, sin perder la conexión con la Arquitectura”. Y eso hice.

 

H.J: Pero esa conexión estaba viva en el Renacimiento, por ejemplo. Brunelleschi, Alberti… ellos eran arquitectos y artistas a la vez.

E.G: Sí, es verdad. El mismo Miguel Ángel era escultor y arquitecto. Pero hoy en día, con la especialización de las carreras, de las profesiones, es muy distinto. Y como le dije, ahora hay mucha diferencia entre la arquitectura y las artes. Incluso, sus lugares sociales están establecidos con mucha precisión, tanto en Colombia como en Alemania.

 

H.J: ¿Y quién está arriba?

E.G: Generalmente el arquitecto. Es un ser racional. Su trabajo, se supone, cumple una función social, y claro, construye ciudades. Y el artista, siempre es visto como el despelotado, el marginal, el loco que no acaba de encajar por completo en la sociedad.

 

H.J: ¿Sabía hablar alemán antes de viajar a Düsseldorf?

E.G: No. Por eso me metí a un curso de tres meses en el Goethe; pero llegué y no entendí ni papa. Así que, allá me inscribí a un curso intensivo de seis meses. El alemán es un idioma muy exigente; pero tenía la ventaja de que me gustan los idiomas, y ya sabía hablar inglés y francés. Eso me ayudó. Estudiando alemán, comprendí que tenía que estudiar también gramática española, para comprender mejor los cambios de estructura entre idiomas y sus reglas. Entonces, curiosamente, gracias al alemán aprendí un montón de español.

 

H.J: Dejando la academia a un lado, ¿qué más aprendió viviendo en Alemania?

E.G: Aprendí a llegar a tiempo, a cumplir con los cronogramas establecidos; la “puntualidad colombiana” no funciona allá. Y aprendí cierto grado de orden, de sistematización. Los alemanes son muy sistemáticos. Ellos trabajan mucho menos que nosotros, laboran muchas menos horas, y ganan seis o siete veces más que nosotros. Es que a ellos les rinde el tiempo: llegan a tiempo, son ordenados, están sistematizados, cada cosa tiene su lugar. Su sistema es meter todo en cajitas, y así saben en dónde poner qué, y dónde buscar algo. Y además, un dato, una información se comunica a todos por igual. Si se llega a un acuerdo, se comunica de inmediato a los demás. Mientras acá, nos dicen una cosa en un lado y otra cosa en otro. Así mismo, para ellos es súper importante el tiempo libre. Así que, a las 4:30 de la tarde, ya todos están mirando a ver cuándo es qué se van. Y si pueden tomarse las vacaciones, se las toman. Y si les da una gripita, pues no van al trabajo. Pero claro, cuando trabajan, están realmente trabajando; nada de hacer visita, ni de tomarse un tintico. Por otro lado, creo que aprendí cierto rigor en la escritura. Me gusta mucho como escriben los alemanes. Generalmente van al punto, son concisos; mientras los idiomas romances como el francés, el italiano, y el español, son lo opuesto. Nosotros somos floreados, adornamos mucho, le damos vueltas a las cosas y al final, perdemos de vista lo esencial, lo que queríamos decir.

 

H.J: Usted también ha sido profesor. ¿Cuándo comienza a dictar clase?

E.G: Yo salí en el 93 de estudiar Arquitectura y estuve dos años totalmente desempleado. Claro, uno sale de la universidad con cara de niño y nadie le cree nada, es terrible. Hasta que, junto a un profesor de Arquitectura de la Javeriana, Andrés Gaviria, dicté una clase llamada Cine y Ciudad. En esa época, yo estaba obsesionado con el cine, me la pasaba en el MAMBO, en la Cinemateca y me veía una película tras otra, hacía maratones. Me veía todos los clásicos alemanes, todos los italianos, los franceses, los españoles, en fin.

 

H.J: ¿Tiene una película o un director favorito?

E.G: Desde que era niño me fascinó una serie de televisión británica llamada Zafiro y Acero; que era como de ciencia ficción; pero muy barata, un poco como Doctor Who. Lo que me gustaba, es que sus personajes decían que el tiempo es un túnel, y en ese túnel, a veces, las paredes se vuelven frágiles, y por ahí se cuelan entes y cosas de otras dimensiones. Entonces, lo que ellos hacían, era arreglar esas fisuras dentro del túnel del tiempo, y por eso quedaban atrapados en un cuadro, o entraban a un mismo cuarto, pero en dos épocas diferentes. Esa mirada delirante hacia el espacio, el tiempo, y la posibilidad de habitar otras dimensiones, por supuesto, me encantó. Quizás, de ahí también viene mi interés por hacer algo que vaya más allá de lo meramente arquitectónico. Y me parece que el arte, sí puede llevar al espectador a experimentar mucho más con la percepción del espacio, incluso, del espacio interior de cada quien. Ahora, volviendo a la gran pantalla, creo que esa pasión se la debo a Mauricio Durán, quien fue mi profesor de Cine en la Universidad de Los Andes. Su clase fue estupenda, y allí aprendí a ver y a analizar “el séptimo arte”. Recuerdo que él nos proyectó Alicia en Las Ciudades de Wim Wenders. Y como trabajo final de aquel seminario, no presenté ningún escrito, tal cual estaba previsto; sino que junto a un estudiante de Arte, Mateo Castillo, nos llevamos a Mauricio al Salto del Tequendama, en el bus Wolswagen de Mateo. Durante el viaje nos fuimos hablando de la película, de las ciudades, de las road movies y de Wenders, en un vehículo idéntico al de la película. Por supuesto, sacamos cinco. Y desde ese momento, me volví loco con el cine. Después, quise armar el seminario del que le hablé, en la Javeriana, porque a través del cine, entendí cómo influyen las ciudades a sus habitantes: cómo sienten, cómo se desarrollan o cómo se quedan estancados, influenciados por los mismos espacios que habitan.

La estrecha relación, entre el comportamiento humano y los espacios arquitectónicos, siempre me ha fascinado. Parte de mi investigación en Alemania y lo que sigo haciendo acá es eso: el nexo entre lo que pensamos, lo que hacemos y los espacios que habitamos. Quizás, por eso mismo, me gusta la docencia. En la dimensión educativa, es notable cómo el espacio y las personas se influencian mutuamente. Cuando estuve en Alemania, me di cuenta que nuestra educación es completamente policiva, de escuelita. Mientras los alemanes son autónomos y responsables; la nuestra, es una sociedad infantil e irresponsable. ¿Porqué llegó tan tarde? No, es que el bus, es que el trancón, es que la lluvia. Aquí nunca nada es culpa de uno. Nunca nos responsabilizamos de nada, y mire el caos en el que vivimos. En cambio, allá sí se echan la culpa; bueno, eso es parte del protestantismo, también. Pero le repito, me impresionó su autonomía. Aunque, a veces, me parece que se les va la mano hacia el otro lado, y lo dejan a uno botado. Allá, al profesor le importa un pepino si usted llegó a clase o no, y qué está haciendo. Por eso, he visto a muchos colombianos estrellarse cuando van a hacer maestrías o doctorados en Alemania. Claro, eso también fue duro para mí; pero, después de un tiempo, me di cuenta que si no hacía nada, pues no hacía nada, y si no leía, pues no leía, y al final, ¿quién pierde?

 

H.J: ¿La universidad en Düsseldorf era gratuita?

E.G: El semestre costaba 200 euros, es decir, era un regalo. Allá tomé clase con Daniel Buren, Magdalena Jetelová, Rosemarie Trockel, Gerhard Merz… incluso con Ortner, el arquitecto que ya mencioné. Todos ellos, empezaron a hacer arte en espacio público en los setentas, y tomar clase con ellos, me encantó. Recuerdo a Buren, contándonos cómo al comienzo, él pegaba esos carteles con franjas, de manera clandestina, y salía corriendo. Indudablemente, haber estado en contacto con algunos de los personajes que armaron toda esa revolución en los setenta, me marcó. Luego, volví a Colombia en 2003, por cuestiones familiares. Y pese a que no pensaba quedarme, resulté dictando, durante nueve años seguidos, la clase de Arte y Arquitectura para los estudiantes de Diseño de la Javeriana. Está claro, que esos nueve años me los gocé. Después, viajé a Berlín, gracias a que, años atrás me había ganado una beca del DAAD para hacer la Maestría en Düsseldorf. Por haberme ganado esa beca, puedo aplicar de por vida, cada tres años, a apoyos para estar en Alemania durante tres meses y llevar a cabo un proyecto específico, con la tutoría de un profesor, en una academia de ese país. Así lo he hecho, ya dos veces, y por eso regresé a Berlín en 2012. Me encanta esa ciudad. Me fascinan sus palimpsestos. Yo creo que no hay ciudad contemporánea con más sobreescrituras que Berlín; por supuesto, debido a su historia tan brutal. Allá me puse a investigar la arquitectura Nazi como dispositivo de poder. Eso fue muy interesante y muy duro. Fue muy pesado entrar en contacto con ese pasado alemán, que termina comiéndoselo a uno. Ahí confirmé esa idea, de que la arquitectura nos controla y nos influencia muy fuertemente. Fíjese en los ejemplos actuales: los muros vuelven a crecer, tanto dentro como fuera de nosotros… muros entre países, muros entre culturas, muros entre personas, muros en la tecnología, muros que son escritorios, muros en nuevas legislaciones.

 

H.J: ¿Qué está dictando ahora?

E.G: Estoy en la Facultad de Arte de Los Andes dictando el Taller Básico de Escultura para el pregrado y estoy en la Maestría en Artes Plásticas y del Tiempo trabajando con instalación y escultura urbana.

 

H.J: ¿Cree que se puede enseñar a ser artista?

E.G: Yo creo que primero debe existir una necesidad, un interés ardiente, una pasión por el arte en el estudiante. Quién no tiene esa pasión, no va a llegar a nada. Y luego, por supuesto, se puede enseñar el uso de ciertas herramientas, se puede enseñar la historia del arte y se pueden enseñar ciertas mecánicas sociales. ¿Se debe hacer contrato con una galería? ¿Cómo se le cobra a un amigo? Cosas así. Todo eso se puede enseñar. Estoy convencido, que una educación que no tiene contacto con la realidad, tiene un vacío de formación enorme. Por esto mismo, lo mejor que puede hacer un profesor, un maestro en arte, es contar su experiencia, lo que ha vivido; y luego, debe buscar situaciones, proponer ejercicios para que ese interés ardiente que tiene el estudiante despegue, se desarrolle, y se concrete en obra.