Manuel Santana

MANUEL SANTANA EN “OTROS SALONES“

Entrevista publicada en la edición # 59 del periódico Arteria. Julio, 2017.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa fundamental, ya sea dentro del colegio, en la universidad, dentro o fuera del salón de clase?

Manuel Santana: Cuando era niño, lo común, es que uno entrara a la escuela a los siete años. No existía eso del jardín o del pre-escolar. Pero mi mamá, María Mercedes Cediel, decidió enseñarnos a mis hermanos y a mí a leer y a escribir. Ella fue mi primera maestra y tengo muy presente el cariño, pero también la dureza con que ella nos enseñó. El hacer eso era, por un lado, una manera de asegurar nuestro buen desempeño futuro en la escuela, pero también era una estupenda manera de invertir el tiempo de estar en la casa, de evitar estar por ahí, haciendo nada. En ese tiempo, nosotros no teníamos televisión ni nada de eso. Recuerdo que mi mamá escuchaba la radio. Esa era la diversión que uno tenía: escuchar Kaliman o escuchar Arandú y todas esas radionovelas de aquel entonces. Así, ella repartía su tiempo entre atender la casa y formarnos. Ahora, ella escasamente había aprendido a leer y a escribir. Mis viejos apenas llegaron a tercero de primaria, pero eso les bastó para luego instruirnos a nosotros. Mi mamá empleaba la Cartilla Charry para enseñarnos las vocales. Ella nos llevaba la mano para poder hacer bien los círculos y luego poder hacer la “a“ y la “o“. Y hacíamos los zig-zags y esas primeras grafías para poder trazar las letras, que creo, provenían del método inglés Palmer; ella lo conocía por alguna razón y nos lo enseñaba. Cuando ella me ponía a hacer las planas, yo, además, copiaba la imagen que aparecía acompañando la vocal. Entonces, dibujaba la iglesia, o el ojo y ella aplaudía esos dibujos, los encontraba bellos y los conservaba. Ese es el gran recuerdo que tengo de mi infancia. Otra anécdota que recuerdo ya fue en el colegio. Yo estudié en el Restrepo Millán, en el barrio Quiroga. Y estando en quinto de bachillerato, tuve la fortuna de recibir clase de literatura y filosofía con un cura español, el Padre Ignacio Urbieta, quien, además, tenía una Fundación que trabajaba con personas de escasos recursos. Él abrió un espacio para el arte en sus clases, y eso no existía en ese colegio. Por supuesto existía la geografía, la matemática, la historia… pero de arte nada. Así, mi primer acercamiento al arte fue con este cura, que nos habló de los valores culturales y del concepto de belleza, y nos llevó fascículos de la Historia del Arte Colombiano, mostrándonos al Botero de los años sesenta que era magnífico, o a Obregón, a Grau, a Negret, a Ramírez Villamizar. De esta manera, él despertó mi interés por el arte, señalando, a la vez, que era importante prestarle atención a nuestra propia cultura. Urbieta decía que la lucha y la resistencia tenía que darse desde el propio contexto. Él era, obviamente, medio de izquierda y para uno como adolescente, encontrarse con un sujeto tan crítico y activo, era algo muy apasionante. Y creo que desde entonces, pienso el arte desde una dimensión social, pienso que sirve para algo más que adornar paredes. Luego, en el último año de colegio, introdujeron una clase de dibujo que nos dictó Cristo Hoyos. Él era un apasionado, que descubrió nuestra inclinación por las artes en algunos de nosotros y la potenció. De Cristo recuerdo el cariño y el amor con que nos enseñaba, su convicción, su visión del arte como algo tremendamente fundamental. Para él, el dibujo era la herramienta primera y obligada dentro del arte, sin importar que uno estuviera interesado en la pintura o la escultura, pues el dibujo es lo que da la estructura a cualquier expresión artística, es el sostén de los demás medios. Él dibujaba de memoria, cosa que a mi me impresionaba. Y era un maestro en el uso del lápiz de color, que era lo que uno usaba porque en el colegio no teníamos más recursos. Cristo nos enseñó cómo sacar provecho de una herramienta como esa, yuxtaponiendo colores, haciendo tramas, achurando y prestando mucha atención al detalle. Por todo eso, me presenté a arte en la Universidad Nacional; aunque en algún momento contemplé la idea de estudiar arquitectura. Mis padres me dijeron: “Pues sí, estudie lo que quiera, pero usted sabe que nosotros no tenemos plata para pagarle la universidad“. En ese momento la gran lucha de los padres era que uno hiciera el bachillerato y de ahí en adelante, la universidad era una especie de lujo. Mi única posibilidad era entrar a la Nacional, porque se pagaba muy poco. Así, en 1979 me presenté y no pasé. Entonces, me inscribí en un taller de arte en Comfenalco, gracias a que mi hermana estaba afiliada, los martes y los jueves de seis a nueve de la noche. Dicho taller lo dictó Doris Salcedo, quien en ese momento estaba terminando artes en la Tadeo. Ella impartía este taller a un grupo de quince personas, entre señoras ya mayores que iban porque querían aprender a pintar paisajes o bodegones y jóvenes que estábamos interesados en el arte. Ella sabía cómo orientarnos y qué tipo de ejercicios proponernos, según nuestros intereses. De ella recuerdo su generosidad. El taller se daba en el tercer o cuarto piso del edificio de Comfenalco de la calle 19 con cuarta, y a veces íbamos con ella a cine en el auditorio de esa misma sede. Y más de una vez nos pagó la boleta a quienes no teníamos plata. Recuerdo que así vi La danza de los vampiros, de Roman Polanski. Ella dijo: “Esa película hay que verla“ y acto seguido, nos entró al auditorio. En ese momento Doris hacía parte del grupo de guías del Museo de Arte Moderno de Bogotá y por eso se conseguía libros y revistas de arte que después nos compartía en clase. Siempre nos recalcaba la importancia de la disciplina, del rigor, del trabajo… incluso la importancia de hablar bien. Eso me llamó la atención. Uno de pronto utilizaba expresiones como “hermano“ y ella nos decía: “Usted es un artista, es un sujeto respetable e importante y tiene que usar un lenguaje adecuado a su posición, así que por favor no hable de esa manera“. Meses después, me presenté e ingresé a estudiar arte en la Tadeo siguiendo sus indicaciones. Recuerdo que me dijo: “Si va a estudiar arte, estudie en la Tadeo. La Nacional es demasiado tradicionalista, demasiado académica; mientras la Tadeo tiene un enfoque más contemporáneo, mucho más interesante“. Por supuesto, estudié becado porque como ya dije, no tenía plata para pagar la universidad.

 

H.J: ¿A quién recuerda en la Tadeo?

M.S: Recuerdo a Freda Sargent, la esposa de Obregón, porque era una persona muy amorosa con nosotros. Yo tomé pintura con ella. Era una amante del color, de la gestualidad, de las posibilidades expresivas de la pincelada y nos invitaba a explorar sus potencialidades. Y frente a nuestros ejercicios, ella sabía reconocer esos pequeños logros que uno iba teniendo. Ciertos detalles que uno pasaba por alto, ella los señalaba como grandes logros y eso era emocionante. Recuerdo, además, que mientras pintábamos nos ponía música o nos leía poemas. Conseguía crear un ambiente místico al rededor de la pintura y eso me gustaba mucho. Y después de terminar la carrera, recuerdo con afecto a Francisco López, quien como decano confía en mí y me invita a dictar clases en la Universidad. Así, empecé a dictar pintura experimental en el año 1987, muy seguramente porque en ese entonces, yo pintaba directamente sobre los muros, con materiales encontrados, con tierras minerales. Eran pinturas efímeras.

 

H.J: ¿Cursó algún postgrado?

M.S: No. Cuando terminé mi carrera hacer un postgrado era muy difícil y en ese momento, no había en Colombia postgrados que tuvieran que ver con el arte. Yo quería ir a México por su arte prehispánico y por el muralismo mexicano por el que siempre he sentido un afecto profundo; pero pronto, ese interés desaparece y decido que quiero ser artista y que quiero ser artista en Bogotá. Eso implicaba concentrarme en el contexto, trabajar aquí y eso fue lo que hice.

 

H.J: Como profesor, ¿qué es lo que le interesa que el estudiante de arte entienda?

M.S: Me interesa que el estudiante logre reconocerse tanto en la tradición del arte, como en el arte actual… y que logre confiar en ese reconocimiento y esa pertenencia. Para eso, tiene que apropiarse de la historia y de lo técnico y hacer todo esto suyo. Y me interesa que sea él, que logre confiar en que tiene una intensidad de vida, una experiencia de vida y que el arte surge, justamente, de dicha intensidad y de sus experiencias.

 

H.J: Hábleme de echando lápiz, proyecto de largo aliento que usted ha llevado a cabo con su esposa, Graciela Duarte, y que vincula conocimiento y dibujo vernáculo, con lo barrial, lo comunal.

M.S: Sí, echando lápiz arrancó en Bogotá, en el año 2000, por una necesidad muy sentida tanto de Graciela como mía, que era la de entrar en relación con los habitantes de nuestro barrio. Vivíamos en un sector un poco complejo, en Las Cruces, y queríamos saber quienes eran nuestros vecinos. En esos momentos estábamos revisando unos documentos de la Expedición Botánica y de la Comisión Corográfica y teníamos una convicción muy fuerte, que aún nos acompaña: que dentro de todas y cada una de las personas, subyace una  potencialidad creativa y sensible, una facultad única y particular de percibir y de transformar imaginativamente la realidad. Gracias a esa convicción, nos interesó el dibujo botánico, como una forma de conocer el mundo desde los sentidos, y nos interesó reconocer la singularidad en la forma en que cada persona es capaz de dibujar. De tal manera, nos pusimos a dibujar las plantas del entorno con nuestros vecinos, para compartir nuestro tiempo libre y nuestros conocimientos, para contemplar y apreciar nuestro contexto y por supuesto, para dibujar. Con este proyecto, he reafirmado la importancia y el valor de reconocer al otro en toda su dimensión, como persona… y el valor que poseen esas otras formas de vida, que están ahí y que muchas veces pasamos por alto, pisamos e ignoramos. Así, he conocido todo un conjunto de saberes tradicionales en torno al uso medicinal y alimenticio de las plantas y de la manera más maravillosa, hablando, dibujando, compartiendo un rato, intercambiando datos e historias, en cuerpo presente.

 

H.J: Usted además tiene un trabajo administrativo en la Tadeo. ¿Qué ha aprendido de ese trabajo?

M.S: El trabajo administrativo es un poco denso, es duro y cada vez se vuelve más burocrático, más operativo e impersonal; así que, paradójicamente, casi no queda tiempo de pensar la pedagogía, de pensar los programas o los contenidos, de plantear los diálogos que uno puede establecer con los profesores y con los estudiantes. Desafortunadamente, la institución ha ido cerrando estos lugares y momentos de encuentro. Pero creo que por fortuna, directores o decanos del Programa de Artes Visuales como Natalia Gutiérrez, Víctor Laignelet, Carmela Jaramillo, y en este momento Javier Gil, logran preservar un espacio para la discusión y la interacción con el equipo de trabajo, más allá de lo meramente operativo. Así las cosas, yo diría que he aprendido mucho de las personas con las que he compartido semejante empresa. En el caso de Natalia, fue ella quien me brindó la posibilidad de acompañarla en un cargo administrativo, cosa que yo no había hecho nunca y que fui aprendiendo con el día a día, con el hacer. Aquí, tengo que apuntar que a ninguno de los directores que he nombrado les interesa netamente el trabajo administrativo. Por eso, cada uno de ellos lo ha asumido como una acción creativa. En ese caso, es interesante la exigencia que generan en uno, pues me han invitado a imaginar con ellos, a plantear maneras distintas de, por ejemplo, sostener la comunicación con los estudiantes, o con los profesores, en un momento en el cual todo se reduce a un asunto de correos o de llenar las casillas de un formato digital. El seguir manteniendo el contacto directo es uno de los grandes retos que he tenido dentro de la Tadeo. Y no niego que ejercicios como echando lápiz, me han permitido aguantar ante tanto ahogo, tanto cansancio que produce la sistematización y el exceso de tecnocracia al interior, no sólo de la Tadeo, sino de todas las universidades actuales.

 

H.J: ¿Oficialmente cuál es su cargo?

M.S: Actualmente, soy el coordinador académico de la Escuela de Artes Plásticas de la Tadeo. Pero cuando entré a colaborar con Natalia Gutiérrez, mi cargo era el de coordinador administrativo. Yo nunca entendí eso qué era. Lo importante es que asumí, y sigo asumiendo mi puesto desde lo creativo. Yo estudié arte, me interesa el arte, entonces, toda mi labor tiene que estar permeada por el arte. Por eso mismo con Natalia nos fue tan bien, porque tanto a ella como a mí nos interesaba esa relación entre el arte y la vida; entonces, cuando algún estudiante se quejaba por alguna cosa y no tenía argumentos, siempre le devolvíamos la pregunta con una imagen, o con una frase que escribíamos en la pared, tratando de que su escritura correspondiera a una acción plástica… en fin, uno no dejaba de ser artista. Yo tuve profesores, de esos que llegaban a clase y nos decían a los estudiantes: “Siento que estoy perdiendo mi tiempo aquí, con un grupo que no aprende, mientras ahora mismo podría estar en mi taller pintando“. Seguro para este tipo de profesor, una cosa es ser artista y otra cosa es dictar clase. Yo creo que antes, era muy común separar así las cosas; pero hoy en día uno no hace ese tipo de divisiones. Quizás, por eso logro soportar el peso de mi cargo. Siento que mi labor administrativa está ciertamente permeada por mi pensamiento artístico, así mis decisiones y mis actos no se disocian de lo creativo.

 

H.J: ¿Cree que se puede enseñar a ser artista?

M.S: Yo creo que sí. De pensar que no, estaría diciendo que el ser artista tiene que ver con un acto de iluminación divina o alguna especie de privilegio de algunos pocos; y yo no creo que eso sea así. El arte tiene que ver con la vida, tiene que ver con el empleo de las capacidades humanas en términos creativos, en términos de esas otras maneras a través de las cuales conocemos el mundo: lo perceptivo, lo imaginativo, lo intuitivo, lo sensible. Y yo creo que todo eso se puede desarrollar y fortalecer con acciones pedagógicas, con ejercicios plásticos, que deben llevar a cabo con rigor y gusto quienes decidan ser artistas. Lo curioso es que hasta ahora en las Facultades de Arte nos estamos preguntando por la relación entre pedagogía y arte; tratando de identificar los componentes que permitan orientar una enseñanza más completa, más humana desde lo creativo y lo sensible. Hasta ahora estamos tomando conciencia de todo esto.