Danilo Dueñas

DANILO DUEÑAS EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #64 del periódico Arteria. Julio, 2018.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda una experiencia educativa fundamental para usted, dentro o fuera del salón de clase?

Danilo Dueñas: Cuando tenía unos ocho o nueve años de edad, y estudiaba en la Saint Agnes School en Washington D.C., nos llevaron a la National Gallery y vi un cuadro puntillista de Seurat que me pareció rarísimo. Yo decía: “Pero, ¿cómo es posible que a través de unos punticos de color, uno alcance a percibir el viento, las olas, el sol?” Experimenté toda esa parte fenomenológica, todas las variaciones perceptivas, al estar lejos y cerca del cuadro. Eso fue precioso. Estaba con mis compañeros, pero a la vez sentí que estaba totalmente solo, sentí una conexión privada con esa pintura. Esa sensación fue bastante placentera. Y luego, tuve otra experiencia en la clase de Miss Todd: ella nos puso a dibujar, y yo cogí unos colores e hice un arcoíris que me quedó lo más de chévere, y a raíz de eso, me di cuenta que podía pintar. Y es raro, porque recuerdo que mientras hacía ese arcoíris, mi mente me decía: “Quiero ser Papa”.

 

H.J: ¿Cree que su obra plástica está vinculada con cierta espiritualidad?

D.D: Sin duda. Pero, lo curioso, es que no tengo idea de porqué asocié todo eso en aquel momento.

 

H.J: ¿Usted nació en los Estados Unidos?

D.D: No. Lo que pasó es que mi mamá, Nancy Pulecio, de dieciocho años y con tres chinos, se mudó a los Estados Unidos. Yo nací cuando ella tenía catorce años. Ella se fue y nos dejó a cargo de la abuela, Josefina Vélez de Pulecio, y después, viajamos nosotros para encontrarnos con ella. Yo tenía seis años y eso me marcó. Todo era nuevo para mi, comenzando con el aeropuerto internacional de Washington que es una obra de Eero Saarinen, una cosa como del futuro.

 

H.J: ¿En qué año viajó a encontrarse con su madre?

D.D: En 1962. Lo que pasó es que mis padres se separaron. Mi padre, Danilo Dueñas Molano, era médico y se fue a Estados Unidos. Y luego, mi madre hizo lo mismo; no creo que a buscarlo, o al menos no conscientemente, por que se fue para otro lado. Antes de reunirse con nosotros, ella ya se había conseguido un trabajo como modelo en la agencia de Julius Garfinkel. Aquel cambio tan tremendo fue muy estimulante para mi. En ese momento, Estados Unidos era un país abierto y prometedor, un país centrado en la idea de hacer las cosas bien. A lo mejor, yo lo percibo así, porque también fui educado allá y me enseñaron sobre Abraham Lincoln, Benjamin Franklin, George Washington; esa historia, servía de fundamento a una cultura muy viva, efervescente, orgullosa. Allá todo se festejaba y para un niño eso es maravilloso. Para mí, Bogotá era como oscura y aburrida, así que fue un placer vivir en un lugar tan colorido. De cierta forma, en Estados Unidos todas las fiestas son para los niños.

 

H.J: ¿Fue difícil aprender un nuevo idioma?        

D.D: Fue dificilísimo. Pero a la vez, fue maravilloso sentirme completamente diferente. Mi abuela me llevaba al colegio, me dejaba allí y yo tenía que arreglármelas sólo. Y lo bello, es que gracias a los libros, fui entendiendo poco a poco el idioma y la cultura. Desde ese entonces, el libro tiene para mí una importancia inmensa. A través de ellos, fui adquiriendo un “estar dentro del mundo”. Al comienzo, yo aprendía viendo únicamente los dibujos de los libros. Por eso, me fascinaba cuando encontraba un libro bien impreso, bien editado, en colores y que tuviera muchísimos dibujos. Es ahí, cuando desarrollo como una complicidad con la imagen; complicidad que en mi obra es omnipresente. Si no hay imagen, o si no está clara; la invoco. Yo veo un guardaescobas y para mi, esa cosa es más que un guardaescobas, y yo lo que quiero es arrancarlo de la pared, y develar lo que está, tanto dentro de él y como dentro de la pared. En ese sentido, lo que quiero es develar toda la estructura, todas las conexiones nerviosas que puede tener la pared. Porque el espacio puede ser como una mente. Porque el mundo es mucho más de lo que uno supone. El problema es que la gente piensa que lo sabe todo, y que sabe qué es un guardaescoba, y que el mundo es así, que el mundo se lleva acabo de cierta forma. Y por eso es que vemos tanta desesperanza, tanto desencanto hoy en día; porque el mundo no promete mucho. Y es una lástima, porque el mundo sí está lleno de promesas. Yo creo que eso que promete el mundo, es lo que el artista tiene que mostrar. Pero, volviendo a mi historia, recuerdo otro par de experiencias fundamentales. La vez que hice para una clase de ciencias un diorama, la escenificación de una selva con río, con piedras alrededor del río, con una cierta luz y con una pantera negra y sus cachorros. Y recuerdo también, cuando dibujé un pigmeo africano a tamaño natural, el dibujo era casi tan alto como yo y me quedó hermoso.

 

H.J: ¿Termina el colegio en Estados Unidos?

D.D: No. Cuando tengo trece años regresamos a Colombia y tengo que adaptarme otra vez. Por ejemplo, me tocó aprender a jugar fútbol. Yo no tenía ni idea, pero como sabía jugar beisbol me pusieron de arquero porque atajaba muy bien. Me presenté al colegio donde estudiaba mi tía, al Anglo-Colombiano, y me hicieron tres pruebas. La de inglés la pasé, gracias a Dios. Pero la de matemáticas y la de castellano, no. Entonces me pusieron a estudiar con dos tutoras, dos profesoras maravillosas: la señora González, a quien le debo mi buena ortografía, y una profesora irlandesa, Miss Healey, quien me enseñó matemáticas. Bellas mujeres las dos. Y gracias a su tutoría, en poco tiempo me volví el mejor estudiante del colegio. Yo era muy obediente, muy juicioso y eso me encantaba; tanto que Miss Healey guardó mis cuadernos para mostrárselos a los demás estudiantes, como modelo a seguir. Eso de ser el mejor, me costaría a los diecisiete años, una úlcera; pero, bueno. Hoy reconozco que fue gracias a estas dos profesoras, que pude aprender tan rápido y con gusto, ellas hacían que fuera fácil aprender. Es así de sencillo, muchas personas odian estudiar debido al maltrato de un mal profesor; y muchas personas adoran el estudio, gracias a la guía amorosa y respetuosa de un buen profesor. Otra cosa interesante, es que cuando vuelvo a Colombia descubro el rock, gracias a que en el colegio los más grandes tenían grupos y hacían conciertos. Eso fue fundamental para mí. Si en Estados Unidos los libros fueron mi compañía; en Colombia lo fue la música. Junto a Jorge Barco, Bernardo Ossa y otros compañeros del colegio, hicimos un conjunto de rock, y como en mi casa había un piano, ensayábamos allí. Nos llamábamos Mister Merlin and Albatross, un nombre horrible, pero éramos felices haciendo música.

 

H.J: ¿Qué estudia cuando termina el colegio?

D.D: Al terminar el colegio, me gradué como el mejor bachiller, y mi papá me prometió que me iba a meter a una muy buena universidad en los Estados Unidos; pero no fue así. Sin embargo, gracias a mi padrastro, Jorge Mejía Palacio, entré a estudiar Derecho a Los Andes. Él había sido Ministro de Hacienda, era presidente de un banco; pero lo más importante, es que tenía una muy buena biblioteca, donde yo era dichoso. Además, él pintaba, pintaba horrible pero pintaba. Recuerdo que la casa se llenaba de olor a trementina y óleo. Estando en segundo semestre, me fui con el coro de Los Andes a un festival de orquestas juveniles en Aberdeen, Escocia, y de loco me quedé por allá. Le dije a mi papá, que ya que no me había ayudado con la universidad en Estados Unidos, me mandara dinero mientras buscaba qué hacer en Londres. Mi papá accedió, pero me mandó muy poco. Afortunadamente, me topé con otro joven colombiano, con Egberto Bermúdez. Compartimos un apartamento con un gringo, y así pude quedarme más tiempo. Egberto es un genio: estudiaba en la Guildhall School of Music and Drama, no ensayaba, ni nada, y era el mejor alumno. Era una persona superdotada para la música, e interpretaba el laúd maravillosamente. Así, él se iba todos los días a su escuela de música mientras yo me metía a clases de dibujo y a trabajar con un grupo de teatro experimental, pues en aquel momento, yo quería ser director de teatro. Por puro azar, conocí a un señor que se llamaba James Russ Evans, una eminencia que había escrito un libro sobre teatro experimental. Él fue supremamente paciente y generoso conmigo y me acogió en su grupo. Recibir ese tipo de generosidad, siendo un joven totalmente desconocido, me enseñó a ser generoso más adelante.

 

H.J: ¿Porqué se interesó en el teatro?

D.D: Porque en el colegio también hice teatro. Lo bueno del Anglo era su apertura a todas las formas de arte posibles. Allá montamos Jesucristo Superestrella y La persecución y asesinato de Jean Paul Marat. Yo dirigía y actuaba; eso era una locura. Pero, volviendo a Europa, otra experiencia inolvidable fue el viaje que hicimos con Egberto, desde el sur de Italia hasta Londres. Visitamos Delfos, Micenas, Pompeya, Bari, Milán… fue increíble, una belleza. Recuerdo mucho una isla cerca a Peloponeso, en el Mar Adriático, que se llama Kerkyra y que tiene un observatorio panorámico, el Observatorio del Kaiser. Estar allá fue una experiencia inolvidable. A los diecinueve o veinte años, este tipo de viajes son capaces de cambiarle a uno la mente. Desafortunadamente, después de seis meses, mi papá me dijo “no más” y tuve que regresar a Colombia. Mi novia me dejó por haber desaparecido, y yo volví a estudiar Derecho y llego hasta séptimo semestre. Mientras tanto, gracias a un amigo del coro de Los Andes, Juan Carillo, me contacto con Francisco Zumaqué y hago parte de su grupo. Así, montamos una obra llamada “Cantos de Mezcalito” basada en textos de Carlos Castaneda, y que mostramos en el León De Greiff, en la Universidad Nacional. Al poco tiempo, de 23 años, me caso con María Adelaida Uribe y nos vamos a vivir a Europa, gracias a que me consigo un puesto diplomático en Génova. Que hubiese conseguido ese puesto es algo inaudito, eso fue un milagro. Y más milagro aún, fue poder ir a visitar museos y poder dedicarme en mi tiempo libre a la pintura. Esa fue mi formación y yo la veía como algo totalmente natural, porque en Italia se respira pintura. Recuerdo que fuimos a la Bienal de Venecia en 1980 y vimos obras de Bruce Nauman, Susan Rosenberg, Giovanni Anselmo, Giuseppe Penone, Luciano Fabro, Georg Baselitz…

 

H.J: Entonces, usted se formó como artista autodidacta.

D.D: Pues sí, afortunadamente; porque yo sí valoro mi libertad, mi rebeldía. Nadie me puso límites, yo mismo fui encontrando mi camino, y eso lo aprecio muchísimo.

 

H.J: Pero usted también ha sido profesor. ¿Cómo hace un rebelde para ser buen profesor?

D.D: Primero, un buen profesor tiene que estudiar mucho, tiene que estar empapado de todo lo que pasa en Colombia, en América, en Europa, en Asia. Un buen profesor, tiene que saberlo todo, “todo”, entre comillas. Y después, para no coartar la libertad del estudiante, tiene que decirle que nada se sabe: “Si vamos a caminar, vamos a caminar juntos, pero no sabemos nada”. Porque un buen profesor, sabe que la definición de arte cambia día a día. Ahora, cuando el estudiante está mal motivado -y cada año es peor la motivación de los estudiantes; porque cada vez son más, los que creen que ser artista es ganar fama y fortuna- dicho estudiante está asignado al fracaso. Pero aquel, fiel a ser un gran investigador de la vida humana, ese sí que lo puede lograr. Pero no hay garantías, porque, repito, nada se sabe.

 

H.J: ¿El arte es la investigación de la vida humana?

D.D: La definición de arte que más me gusta es esta: “El arte es el ejercicio experimental de la realidad”. Es una frase de Mario Pedroza, y a mí me fascina porque “ejercicio” indica que no está del todo hecho, fijado, que está en movimiento; y “experimental” indica que no se sabe si va a funcionar, no se sabe si va a tener éxito. El arte tiene que ser así de libre. Y es cómico, porque por otro lado, hay muchas fórmulas para ser un artista comercialmente exitoso. Eso sí que está fijado de antemano; pero es un problema querer ser parte de eso, o al menos a mí no me interesan ni las modas, ni seguir los caprichos del mercado. A mí me gusta más, trabajar como Giorgio Morandi, quien estaba obsesionado con capturar en el lienzo la forma, el peso de unas botellas. Eso era todo lo que le preocupaba y eso era todo lo que tenía: unas botellas y la luz.

 

H.J: ¿Haber estudiado Derecho, le ha ayudado a ser artista?

D.D: Claro que sí. El derecho romano es fundamental para mí. Y es que, todo lo que pasa en la vida es formación. Es cómico, porque pensando en esta entrevista, encontré una definición que tengo por acá… dice San Pedro de Rávena, conocido también como San Pedro Crisólogo, Doctor de la Iglesia Católica: “Según me dicta mi corazón -y esto me lo encontré a la una y cuarto, que es raro-, si hay Paraíso en esta vida presente, está en el claustro o en las escuelas. Cualquier cosa, fuera de estas dos, está llena de ansiedad, inquietud, amargura, miedo, solicitud y dolor.” Yo tomo esta cita como una invitación a estudiar. El estudio es maravilloso. El estudio nos aparta de toda ansiedad, nos aparta del mundo tal cuál lo conocemos. Yo, de forma autodidacta, sigo estudiando. No puedo parar de estudiar. Por ejemplo, mi última exposición la desarrollé a partir de la apasionante historia de Franz Jägerstätter, un objetor de conciencia austriaco, que se negó de forma abierta y pública a hacer parte del ejército nazi, y por ello fue sentenciado a muerte y ejecutado. Más tarde, sería declarado mártir y beatificado por la Iglesia Católica. Su defensa de la libertad personal, en medio de las peores circunstancias, es ejemplar. En 1964 Gordon Zahn, un sociólogo norteamericano, publica un libro contando su historia, In solitary witness. Dicho libro se volvió un referente fundamental para los jóvenes que no querían participar en la Guerra de Vietnam. Un tipo sólo contra el mundo, negándose a aceptar los mandatos de la autoridad, y obedeciendo a su propia consciencia, obedeciendo a sus principios morales; eso me parece espectacular, eso para mí es artístico.

 

H.J: Como autodidacta, como apasionado del teatro y de la música ¿tiene claro el momento en que se da cuenta que usted es un artista plástico?

D.D: En Londres, en una de esas clases de dibujo, frente a un afortunado comentario del profesor, me sentí artista. Cuando dibujé de niño aquel arcoíris, ahí también me sentí artista. Igualmente cuando hice el dibujo a escala del pigmeo. En aquellos momentos, entré en comunión con eso que hice y me sentí artista, me sentí feliz.

 

H.J: ¿Se necesita de la aprobación de un tercero para ser artista?

D.D: Me gustaría decir que uno no necesita de nadie para ser artista. Pero obviamente, uno sí tiene que entender que eso que está haciendo es “arte”. Y para saber si algo es “arte” o no, uno necesita saber su definición. Para ser artista, uno necesita conocer y hacer parte de esa definición, estar dentro de ella,  así sea por un momento; porque como ya dije, la definición de arte cambia constantemente. No cualquier mamarracho que yo haga es arte; pues hay todo un andamiaje histórico que no se puede pasar por alto. Por ejemplo, Rafael Sanzio se inventó lo que él llamó un Programa de Dibujo y durante mucho tiempo el “arte” era eso. De tal manera, siempre tiene que haber un consenso que permita que lo que usted hace, sea entendido como “arte”. Y es en ese consenso donde obligatoriamente entra el otro, es ahí donde aparece lo que usted llama “la aprobación de un tercero”.

 

H.J: ¿Cómo comienza a dar clases de arte?

D.D: Creo que fue gracias a Carlos Rojas. Nosotros éramos muy buenos amigos, y él me consiguió una cita con María Teresa Guerrero. Así, comencé a dictar clase en Los Andes. Para mí el profesorado es demasiado importante. Aprendí un montón siendo profesor y tuve muy bellos alumnos tanto en Los Andes, como en la Universidad Nacional y en La Tadeo. Tuve el gusto de ser profesor desde 1990 hasta 2011.

 

H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?

D.D: Sin duda. Todo depende del amor con que uno enseñe. Si no hay amor por la enseñanza, amor por el tema, amor por los estudiantes, no se puede enseñar nada. Pero con amor, todo se puede enseñar.

 

H.J: Y ¿qué pasa si el estudiante no siente amor por el tema, qué pasa si no hay amor en el estudiante?

D.D: Sinceramente creo que el amor lo puede todo. Pero si el estudiante persigue otra cosa, ya sea dinero, fama, o conseguir una fórmula para algo que no tiene fórmula; pues ahí sí, no hay nada que hacer.

 

H.J: Disculpe que insista, pero ¿cómo se enseña algo que no tiene fórmula?

D.D: Pues justamente con amor, experimentando y sorprendiéndonos. Porque eso sí, sin sorpresa no hay arte.