Jaime Iregui

JAIME IREGUI EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #70 del periódico Arteria. Septiembre, 2019.

 

Humberto Junca: ¿Qué experiencia educativa recuerda, tanto fuera como dentro de las aulas, que haya sido fundamental para usted?

Jaime Iregui: Puede sonar extraño, pero para mí fue fundamental hacer una serie de recorridos por catedrales góticas. Yo debía tener unos 22 años, vivía en España y estudiaba en la Academia de Artes y Oficios de Barcelona, conocida como LLOTJA, por sus siglas en catalán. En aquel edificio, que también albergaba la Escuela Massana, enseñaban las ciencias y artes del libro, y por eso, uno aprendía técnicas de grabado como punta seca o serigrafía. Era una especie de nave gótica increíble, cerca de Las Ramblas. Ahí estuve dos años y medio, y luego me fui a visitar catedrales, guiado por mi interés por ese tipo de arquitectura, y por el tipo de trabajo colectivo que le dio cuerpo; pues, la arquitectura gótica fue el producto de la cooperación entre la gente que hacía talla en piedra, la gente que trabajaba la madera, los de los vitrales, los albañiles, los escultores, en una época, antes del Renacimiento, en que no existía el interés por la autoría. Y el resultado es sorprendente. Estudié y trabajé todo el año, y en el verano decidí irme haciendo auto stop. Así, conocí la catedral de Cluny, en el sur de Francia, que fue dónde según dicen, se originó el gótico. Visité la catedral de Chartes, la de Notre Dame, la de Colonia, la de Estrasburgo. Esas visitas fueron una experiencia única, inolvidable. Al fin y al cabo, era entrar en espacios, en estructuras de elevación vertical, pensadas para afectarlo a uno. Además, ¿qué sentiría la gente en esa época, dentro de una catedral de estas, cuando vivían en casas pequeñitas con techo de paja? Debío ser una cosa muy fuerte.

 

H.J: ¿Ese interés por lo gótico tuvo algún antecedente?

J.I: Recuerdo que yo tenía como 12 años, cuando encontré en mi casa un libro de grabados, de estampas con imágenes de catedrales góticas. Creo que pertenecía a mi madre, Fanny Restrepo. Ella es sicóloga, y el arte y su historia siempre le han gustado. En el libro explicaban cómo las construyeron, y eso me impresionó. Se demoraban haciéndolas como doscientos años y por eso toda la ciudad, durante generaciones, tenía que ver con esa construcción. Por supuesto, una vez terminada, cada catedral se convertía en el corazón del lugar. Además, estructuralmente son una vaina impresionante.

 

H.J: ¿Era para usted importante la dimesión espiritual?    

J.I: Sí, para mí era muy importante lo espiritual. En aquel momento, vinculaba lo gótico con la obra de Mondrian, por ejemplo. Ese tipo de geometría pictórica racionalista, me interesaba mucho. Y luego de Mondrian, eso brincó a la arquitectura gracias a De Stijl. Entonces, para mí había una relación directa entre el gótico y el racionalismo geométrico moderno, y también entre vanguardias, como el construcitivismo ruso, o el holandés, o entre movimientos de diseño y arquitectura como la Bauhaus. Pienso que dichos movimientos del siglo XX tienen mucho que ver con lo gótico, por su interés en el trabajo colectivo, por la busqueda de una sublimación espiritual, por la busqueda del bien de la sociedad gracias a la construcción de una ciudad para todos, incluyente, para un “hombre nuevo”, a través de un diseño y de una arquitectura que la hiciera posible.

 

H.J: ¿En qué colegio estudió?

J.I: Yo estudié en el Liceo de Cervantes, y luego en el Gimnasio de Los Cerros; pero en esas dos instituciones no vi nada de arte. El arte aparece en mi infancia y en mi adolescencia, gracias a mi familia. Algunos de mis tíos hacían música. Y mi papá, Jaime Iregui, era el de las imágenes. Él estudió arquitectura, pero se volvió publicista. Entre los años 50 y los 60 fue agente creativo en Atlas Publicidad, junto a Juan David Botero, hermano de Fernando Botero, y por eso lo conocí. Recuerdo que siempre que Botero iba a la casa llegaba en un Citröen negro, un carro que en Bogotá era rarísimo. Y a veces, mi padre iba a visitarlo a su taller. La primera vez que lo acompañé, yo tenía unos cinco o seis años de edad, y recuerdo especialmente el olor a óleo. Así que desde niño tuve el arte y la arquitectura cerca. Muchas veces salimos con mi padre a recorrer la ciudad, a visitar algunos edficios nuevos que a él le gustaban, como el de Bavaria o el de Avianca. Como que viendo esas construcciones uno alcanzaba a pensar que Bogotá sí podía llegar a ser moderna, una ciudad homogénea y organizada; cosa que nunca pasó. Por supuesto, las ciudades modernas también tienen sus problemas. Cuando viví en Nueva York, de 1981 a 1984, para ganarme la vida -porque en ese momento no habían becas, ni esas cosas-, me conseguí un trabajo en el consulado colombiano, y como yo era el artista, el consul en ese momento -Bobby Jaramillo, si no estoy mal-, me encargó la dirección de una galería. En aquel momento, el consulado fue totalmente remodelado, y entre las cosas nuevas, había un espacio para exposiciones en el primer piso. Así, me puse a visitar talleres para ver quienes podían exponer allá, y me di cuenta de la gran cantidad de artistas que se iban a vivir a aquella ciudad, siguiendo el modelo de Botero, de triunfar en Nueva York; y que terminaban trabajando en restaurantes o de mensajeros, dejando el arte como una cosa de fin de semana. Porque muy pocos logran sobrevivir en Nueva York. Vivir en Europa es más agradecido, las ciudades y las personas son más amables; pero Nueva York es una ciudad completamente aplastante y nadie tiene tiempo para nada, por fuera de sus propios intereses.

 

H.J: Volviendo a la época del colegio, ¿nunca lo metieron a clases privadas de pintura?

J.I: No, en el Ginmasio de Los Cerros yo pintaba porque me gustaba; pero fui completamente autodidacta. Recuerdo que un día llegó mi mamá, con un amigo poeta de Medellín, Mario Rivero. Él era como el crítico de arte del momento, antes de Germán Rubiano. Él vio unas de mis pinturas que tenía en la casa, y me invitó a hacer una exposición individual en una galería que se llamaba La Rebeca, que quedaba en el sótano de la carrera 13 con 26. Yo debía tener 16 años, y pintaba un montón de cosas como geométricas, como De Chirico, medio surrealistas. Mario me dijo, llamémos a esta exposición “Homenaje a Kafka”. Yo no había leido a Kafka, pero bueno, empecé a leerlo, y al fin dije: “Sí, tiene mucho que ver”. Vendí varias pinturas, la exposición salió en El Tiempo, y en mi casa estaban orgullosísimos. Todo esto pasó justo antes de terminar el colegio. Quizás, por eso decidí estudiar arte en la Nacional. Me presenté y pasé. Era 1975 y la Nacional se la pasaba en protestas, y por eso la cerraron durante meses. Yo estaba desesperado y una tarde, cruzando la carrera 30, decidí que tenía que irme del país. Viajar en ese momento era una locura. Mi familia no me podía mantener en el extranjero, e iba a tener que dejar a mi novia; pero igual me dije: “Yo me voy de acá”. Por supuesto, en los años 70 si uno quería ser artista, era muy importante viajar a Europa. Como ya señalé, la idea de salir del país, y tener acceso directo a las cosas que a uno le interesaban, era fundamental. Como decía alguien en esa época: “Hay que salir del país, para regresar triunfado”. Y aunque hoy en día no es obligatorio hacerlo, yo sí le digo a mis estudiantes que es importantísimo salir, vivir otras culturas y verse desde fuera. Así, apliqué a la Escuela de San Fernando, viajé a Madrid a presentar la admisión, y no me aceptaron; porque realmente no soy bueno en figura humana. Escogí esa ciudad porque allí tenía familia mi madre. La idea era aterrizar allá y luego viajar por el Viejo Continente. Y eso hice durante cinco años. Primero estuve en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, pero después de un semestre me aburrí. Madrid en ese momento era una ciudad terrible. Franco estaba vivo y la gente era muy gris, todo el mundo pensaba muy igual. Así, me fui a visitar a un amigo en Suiza, y a aprender francés. Luego, viajé a Barcelona y ahí me quedé cuatro años. Y después, viajé a Nueva York. Allá, nada más caminar o entrar a exposiciones en SoHo o en el Lower East Side, era toda una experiencia. En aquel momento se vivía el boom del graffitti, así uno podía encontrarse con intervenciones de Stash, G-Man, Daze, Keith Haring o Jean Michel Basquiat. Recuerdo mucho un espacio que se llamaba The Kitchen. Durante un tiempo me aficioné a la música minimalista, y en aquel espacio vi a artistas y músicos como Laurie Anderson, Meredith Monk, Steve Reich o Phillip Glass. De igual manera, me impactó el arte minimalista. Donald Judd me parecia tremendo. Creo que el minimalismo también tiene puntos en común con la arquitectura gótica: muy poco interés en lo ornamental, y mucho interés en la función de la estructura y las relaciones y fuerzas entre sus partes.

 

H.J: ¿En Nueva York estudió en alguna academia?      

J.I: Sí, estudié fotografía en la Art Student’s League. Era una escuela similar a la que pertenecí en España. Allá uno entraba y estudiaba lo que uno quería. Si hubiese entrado a Parsons, por ejemplo, hubiese tenido que empezar desde cero; en cambio allí podía continuar lo que ya venía haciendo.

 

H.J: ¿Cuándo regresa a Bogotá?

J.I: Me enamoré de una colombiana en Nueva York y decidimos regresar. Yo dije, ya llevo viviendo diez años por fuera, así que es hora de volver. Al comienzo no sabía muy bien qué hacer, pero después de seis meses de ver cómo funcionaba el contexto, decidimos abrír un espacio independiente, que se llamó Magma, junto a Rafael Ortiz, María Victoria Durán, Paige Abadi y Marta Combariza. Allá teníamos nuestros talleres y también haciamos exposiciones. Quedaba en la carrera 5 con calle 67 y funcionó de 1985 hasta 1987. Recuerdo que la primera exposición que montamos, fue una muestra de Rafael Ortiz y otra mía, y concidencialmente, el día que inauguramos fue la toma del Palacio de Justicia y por supuesto, no fue nadie. Después del cierre de Magma empecé a participar en los Salones Nacionales y Carolina Ponce de León y José Hernán Aguilar escribieron sobre un tipo de arte que se hizo presente allí, al que denominaron “nueva abstracción” o algo así. Hablaron de Danilo Dueñas, de Carlos Salas y de mí. Curiosamente, un día me llamó Danilo a decirme que quería que montáramos un espacio, en un sitio que había encontrado en La Macarena. La cosa cuajó, y así se abrió Gaula, que funcionó entre 1991 y 1992. Le pusimos ese nombre pensando en la novela de caballería. En aquel tiempo Danilo, Carlos y yo nos veíamos como artistas jóvenes pero viejos, llenos de ideales y un poquito fuera de tiempo, como Amadís de Gaula. La verdad, es que éramos un poquito insoportables. Después de que ese espacio cerró, trabajé con un filósofo, Alfonso Flórez, y con un matemático, Isaac Dynner, e hicimos Tándem; un proyecto más de circular por galerías y espacios ya establecidos, y armar reuniones y conversaciones interdisciplinarias. Hablamos mucho de redes, de flujos, de la postmodernidad y sobretodo, de la obra de arte como espacio de información. Después de un tiempo, se armó un libro con Arte Dos Gráfico, que yo ilustré, y unos meses más adelante, se hizo una exposición en la Galería Sextante, que daba cuenta de lo acontecido en nuestras conversaciones. La cosa con Tándem, era un poco como recuperar nuestra voz y nuestro espacio de encuentro, sin la mediación de galeristas, críticos y curadores. El formato era muy libre y a veces insospechado. Por ejemplo, un día la charla la dio Eduardo Pradilla, y en vez de ponerse a hablar, llevó unos mariachis. Tándem funcionó de 1993 a 1997. A continuación, abrí Espacio Vacío, que funcionó de 1997 a 2002. Este proyecto, lo llevé a cabo junto a Carlos Salas y a José Hernández, periodista y editor de El Tiempo, quien le abrió el espacio de crítica de arte a Carolina Ponce de León y a José Hernán Aguilar. Él era coleccionista de nuestra obra. El dinero que le sobraba, lo ahorraba para comprar arte, y por eso tenía obra de Danilo, de Carlos y mía. Ese lugar fue increíble. Tuvimos una discusión muy larga con José y con Carlos, sobre la inauguración, sobre si queríamos mostrar nueva abstracción, o arte joven, o arte conceptual; y finalmente, al no llegar a un acuerdo, decidimos inaugurarlo vacío. Aquel sitio lo abrimos respondiendo a las discusiones que se venían dando en Bogotá en ese momento, sobre la falta de espacios expositivos. La idea era que la gente llegara y propusiera. De tal manera, si alguien pasaba un proyecto y nos gustaba, le arrendábamos el lugar. El artista debía pagar una cuota fija por el manejo del sitio, y así, le dábamos las llaves por un par de semanas para que montara y exhibíera su proyecto. Allá mostramos a Juan Fernando Herrán, quien quedó encantado con el edificio y decidió hacer una obra in situ. María Inés Rodríguez hizo una curaduría con obras pequeñitas que llevaba en su maleta, y yo también curé algunas muestras. No era una galería que tuviera programación permanente. A veces hacíamos cuatro, cinco muestras al año. Creo que en total hicimos unas veinte exposiciones. Recuerdo que María Fernanda Cardoso tenía un video que acababa de hacer de su circo de pulgas, y lo lanzó allá, un domingo. Ella quería el espacio únicamente durante cinco días para montaje y adecuación, y el día de la inauguración lo pidió sólo por cinco horas. Tuvo la suerte de que hizo sol y salío en la prensa, en todos lados y fue mucha gente a ese envento.

 

H.J: ¿Después de Espacio Vacío siguió Esfera Pública?

J.I: Sí, al comienzo la idea era la misma de Tándem: pongamos a varias personas, ojalá de diferentes disciplinas, a conversar; pero esta vez todo se hacía en la red. Yo comencé enviando preguntas por correo y nadie las contestaba. Al principio, Esfera Pública era la lista de correos que armé en Espacio Vacío, con unas cien personas. Así, enviaba preguntas sobre el medio: ¿Cómo le va siendo artista? ¿Qué piensa de los Salones? Y nadie decía nada. Hasta que un día me tocó ir a preguntarle a cinco o siete personas, cara a cara, a Jaime Cerón, a Carmen María Jaramillo, a Alejandro Mancera, qué opinaban. Publiqué las respuestas y ahí sí la gente comenzó a participar y se generó la primera discusión. Dicho espacio comenzó en el 2000, y al principio se llamó Momento Crítico. Recuerdo una discusión impulsada por una carta abierta de Fernando Uhía a Arborizarte, y ese mismo año el debate que cerró, fue sobre el Salón Nacional en Cartagena. En el año 2005 cambié de lista de correos a un pequeño portal de internet, como un blog, y así todo se volvío más público. Ahora ya casi no hay actividad ni discusiones en el portal; pues todo se publica por las redes sociales, sobre todo por Instagram, porque el uso de la imagen me parece muy poderoso.

 

H.J: ¿Ha conectado a Esfera Pública con plataformas silmilares?

J.I: En el año 2006 me llegó un correo que decía: “Soy tal persona, y le escribo de parte del curador de Documenta XII, vamos a hacer una muestra de espacios de artistas en la red y en editoriales, y nos interesa hablar con usted”. Yo pensé que eso era una pega y no le paré muchas bolas, y luego me llamaron a la Universidad de Los Andes, y así me di cuenta que la cosa era en serio. Así, nos fuimos para allá, y nos pusieron en contacto con un montón de gente. A ellos les interesó mucho ese proyecto; primero, porque el concepto de “esfera pública” acuñado por Jurgen Habermas, es por supuesto, muy alemán. Y segundo, porque en ese momento era una raresa, sólo habían dos espacios así en todo el mundo. El otro era Empire en Australia, que también funcionaba como lista de correos.

 

H.J: ¿Pero usted escogió ese nombre a sabiendas?

J.I: No, nada que ver. La verdad, lo escogí porque como me gusta tanto la geometría, la esfera era una figura que me interesaba mucho. Pero luego me enteré del concepto acuñado por el filósofo alemán, porque algunos me decían: “¿Esfera Pública, la de Habermas?” y me puse a leer, y claro, es una idea muy alemana, muy blanca y masculina, que después fue muy debatida por Nancy Frazer y otros pensadores del género, quienes señalaron que “la esfera pública” debe ser plural, y por tanto poder albergar y amplificar la voz de las minorías.

 

H.J: Usted, obviamente, escoge el material que sube a la red, ¿bajo qué criterio hace esa especie de curaduría?

J.I: En Esfera Pública hay unas reglas de participación que se han construido colectivamente: deben ser textos que generen reflexión sobre el campo del arte, no pueden ser textos promocionales, deben estar bien escritos y ser coherentes, y evito publicar acusaciones llanas y sin fundamento, que pueden lesionar la reputación de alguien.

 

H.J: Los colombianos no hemos sido educados para debatir, para discutir constructivamente. Generalmente discutimos como a las patadas, y de ese modo es fácil que todo se vuelva personal.

J.I: Para todo el mundo la crítica es una cosa muy incómoda. Recuerdo que cuando se dio el primer debate en Esfera Pública, el de las Barbies en el Museo de Arte Moderno; a mi en el MAMBo no me querían ni ver. De igual manera, cada vez que voy a una exposición, sobre todo en espacios institucionales, siempre hay dos o tres personas que me miran como diciendo: “¡Uy, no, qué mamera!” Por eso, yo ya no espero nada del campo artístico, ni invitación, ni participación a eventos; no espero nada. De alguna manera, artistas, críticos y curadores, me ven como el culpable; pero raya un poco en la ignorancia, pensar que yo, como editor, publico algo en la red únicamente porque estoy de acuerdo, y tomo partido por la persona que escribió la crítica. Y es imposible evitar que surgan cosas personales, en un campo donde la gente acumula “capital reputacional”, como lo señaló Pierre Bourdieu. El campo del arte es un campo de lucha, un campo de lucha entre discursos. Y a veces, esos mismos discursos hacen que se enfrenten personas. Además, Esfera Pública no es un espacio de discusión académica. Por eso suceden muchas cosas expontáneas, en medio de una discusión. Como lo que pasaba, guardadas proporciones, en el Cabaret Voltaire, donde al final de un debate, se insultaban y se iban a los puños. La emotividad y la expontaneidad es también muy de los artistas. Sin embargo, ya no hay discusiones acaloradas en Esfera Pública. La última fue hace unos ocho o nueve años, con lo de Tania Bruguera. Pero como a la mayoría, lo que le interesa es el escándalo; pues asocian al espacio con eso. Es lo que buscan y es lo que recuerdan.

 

H.J: Ahora va a publicar un libro de Esfera Pública.

J.I: Sí, el libro sale dentro de pocos días, si todo marcha. Se hizo un trabajo de revisión de archivo, porque había como trescientas polémicas. Al final, se escogieron temas reiterados en el tiempo, más que polémicas reactivas. En Esfera Pública ha sido central la discusión sobre el arte político, sobre la crítica, la discusión sobre los museos, sobre el Salón Nacional, y la discusión sobre los espacios independientes. Cada uno de estos debates de fondo, está representado por unos diez textos.

 

H.J: ¿Cómo resultó dictando clase?

J.I: Yo comencé a dictar clase en la Tadeo, en el año 1994, cuando el departamento estaba conformado por Eduardo Pradilla, Juan Feranado Herrán y Lina Espinoza. Allí dirigí un taller de pintura. Luego, me pasé a Los Andes para trabajar en el Área de Proyectos Culturales, y la primera clase que dicté se llamó, precisamente, Proyectos Culturales. Luego dicté Artista y Ciudad, Pensar el Museo y Vivir del Arte.

 

H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?        

J.I: No, para nada. Uno al estudiante le puede dar, a lo sumo, herramientas técnicas y conceptuales. Hoy en día se piensa que las escuelas de arte, más que enseñar arte, enseñan a sobrevivir en un sistema de discursos. Pero ser artista, es una decisión personal muy profunda. Por eso, mucha gente que se gradúa como artista, y que puede tener un nivel discursivo muy alto, no aguanta dos o tres años. En mis clases, también me interesa que el estudiante reconozca y conserve su voz propia. A los que están en primer semestre les digo: “Ustedes ya tienen una voz propia; pero dentro de tres o cuatro semestres van a estar inundados de referencias, de lugares, de nombres y maneras de otros artistas. Por eso es importante que reconozcan ya mismo su propia voz, para que sea el núcleo a partir del cual se organice todo lo demás; o si no, van a acabar sepultados en un mar discursivo”.