Hernando González

HERNANDO GONZÁLEZ EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #63 el periódico Arteria. Mayo, 2018.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda una experiencia educativa en su infancia, que haya sido fundamental para usted, ya sea dentro o fuera del salón de clase?

Hernando González: De pequeño, la influencia de mi madre, Anita Arrazola De La Espriella, fue fundamental. Ella era nieta de unos vascos que llegaron a Cartagena de Indias como comerciantes, hicieron algún dinero y cercaron, es decir, se apropiaron de tierras en las sabanas de Sucre y Córdoba; eran tierras muy productivas. Por eso, yo nací y crecí en un pueblo ganadero, en medio de sus haciendas, llamado Sincelejo. Mi madre, como buena costeña rica, fue educada en la casa, allá llegaban sus maestros de piano, de idiomas, de pintura al óleo; así le enseñaron todo lo que debía aprender una mujer en un pueblo donde no había colegio para niñas. Recuerdo que ella pintaba cuadros pequeños, paisajes, con una técnica decimonona, popular y pintoresca, muy parecida a los que encontré más tarde en Villa Paulina, en la Universidad de Los Andes. Cuando yo tenía como nueve o diez años, me enfermé de neumonía y me acostaron unos meses para que me recuperara; entonces, mi madre me regaló su caja de óleos y pinceles y me dijo: “Pinta para que te entretengas”. Fue un regalo que me sirvió mucho, ya que pasaba la mayor parte del día sólo. Yo pintaba en todo lo que podía: las paredes del cuarto, los respaldos de los asientos de cuero, en tablillas que encontraba, en los lienzos de costal de harina de trigo que traían de los Estados Unidos, en fin, sobre lo que pudiera pintar. Pasé seis meses en cuidados y de nuevo me dio otra neumonía. Así que, en total, estuve un año pintando lo que se me ocurriera; porque nadie me decía nada. Tenía todo el tiempo para pensar y experimentar. Y mi madre, únicamente me animaba: “¡Pinta, pinta!” Está claro, que a ella le debo mi pasión por el arte, y en especial por la pintura.

 

H.J: ¿Había libros de arte en su casa?    

H.G: No. Las únicas reproducciones de obras de arte a mi alcance, estaban en unos almanaques de un laboratorio europeo. De esa manera, a los doce o trece años de edad, vi obras de Botticelli y de Renoir, por primera vez. Yo traté de copiar esas imágenes, y usé esmaltes domésticos; pues ya se me habían acabado los óleos que le habían traído a mi madre de Cartagena. Todavía guardo el primer cuadro que hice a partir de aquellos almanaques. Es el Retrato de una niña de Antonio Del Pollaiuolo, que es un fracaso, porque no pude copiarlo como yo quería.

 

H.J: Cuénteme de su padre.

H.G: Mi padre era Carlos González Espinosa, también nacido en Sincelejo. Él era ganadero, banquero y empresario. Yo casi no lo veía, porque él se iba dos veces al mes, por diez o doce días, para las fincas, a administrarlas y a conseguir suministros para la casa. Curiosamente, mi primer encargo lo hizo un socio de mi papá, que quería poner a la entrada de su finca una imagen en madera recortada de un cebú. Me dio la foto del animal, diciendo “píntelo igualito”, y me pagó diez pesos. Pero nunca estuvo contento con el resultado, y me tocó repetirlo como unas seis veces hasta que al fin dijo: “Sí, ya está bien”; yo creo que por cansancio.

 

H.J: ¿En qué colegio estudió?      

H.G: Estudié la primaria en el Liceo Bolívar de Sincelejo, una institución provinciana donde no había clase de arte, ni cosa parecida. Eso de ser pintor era tabú, era para maricas; así que allí no tuve ningún tipo de educación artística. Recuerdo que en los recreos, cuando era jugar fútbol o nada, yo prefería echarme a leer los libros que mi abuela materna tenia. Ella se llamaba Carmen De La Espriella, era una mujer muy de avanzada y tenía una gran biblioteca. Ella era hija de abogados y logró que no la declararan interdicto, para poder manejar sus bienes. En aquel entonces, las mujeres no podían manejar sus bienes… ni siquiera tenerlos; sólo los hombres tenían esos derechos. Con ella leí Las mil y una noches; La madre de Máximo Gorki; Anhelo de vivir, una biografía novelizada de van Gogh; Mi vida, de Eva Perón; La impaciencia del corazón de Stephan Zweig; Entre naranjos de Blasco Ibáñez; Motivos de Proteo de José Enrique Rodó y Leyendas sinuanas, de un tío abuelo mío. Incluso leí Cómo hacer amigos e influir sobre las personas de Dale Carnegie. Leí muchísimo en ese entonces. Al mismo tiempo, iba a cine todas las noches, y sin pagar la entrada ya que mi padre era dueño de tres teatros en Sincelejo. Así, me volví experto en el cine mexicano, conocía a todos los actores. Vi películas de La Tongolele, de Cantinflas, de Libertad Lamarque y de Eva Garza. Y a veces llegaban películas europeas. Recuerdo, a mis catorce años, haber visto dos películas de Bergman: El manantial de la doncella y Fresas salvajes.

 

H.J: ¿Pensó alguna vez ser cineasta?                      

H.G: En ese momento no lo pensé. Años más tarde, cuando vi la exposición de Stanley Kubrick en Nueva York, sí llegué a fantasear, llegué a pensar que también hubiera podido ser director de cine. Pero, es que en el tiempo y el lugar que yo crecí, era imposible siquiera pensar algo así.

 

H.J: ¿Hizo su primaria y su bachillerato en el mismo colegio?

H.G: No. Mi hermano Emiro y yo éramos muy unidos, y como la abuela nos consentía demasiado, nos habíamos vuelto insoportables. Éramos terribles. Hasta que un día mi padre ordenó: “Hay que sacarlos de la casa y ponerlos a estudiar en sitios diferentes”. Así, nos mandaron a Cartagena. A Emiro lo metieron al Seminario Mayor y a mí me pusieron en el Colegio Fernández Baena; los dos internos. No salíamos sino un rato por la tarde el sábado, y todo el día domingo nos íbamos a la playa. Vivíamos quemados por el sol. Justamente, en ese colegio conocí a un profesor de filosofía de apellido Fernández. Él había estudiado en Italia, y fue el primero que me dijo que uno podía ser artista, que no era vergonzoso ser pintor. Por supuesto, mi padre quería que yo fuese abogado y al terminar el colegio, con 18 años de edad, viajé a Bogotá a estudiar Derecho en la Universidad Santo Tomás. En Bogotá, visité por primera vez una galería y un museo de arte. Primero, vi una pequeña muestra colectiva en la Galería El Callejón, el espacio de exhibiciones de la Librería Central que manejaban los Ungar. Y luego me fui al Museo de Arte Moderno, que quedaba en un local pequeñísimo al fondo de un pasaje en la calle 24 con séptima. Allí, vi otra colectiva, con obras de Botero, de Obregón, de Beatriz González.

 

H.J: ¿Cómo fue el cambio de vivir en la costa y luego vivir en Bogotá?

H.G: La verdad, yo la pasaba divertido. Me volví un poquito hippie y rumbeaba todos los fines de semana. Iba a La Bomba, a La Marguerite, al Arlequín o a fiestas en casas particulares. Eso sí, estudiaba toda la semana. Era muy buen alumno. En 1971 me gradué, y como era muy aplicado, me nombraron profesor de Derecho. Tenía 24 o 25 años de edad. Esa fue una experiencia traumática, porque yo odiaba el Derecho y quería sólo pintar. Por eso un día fui donde el Decano y le dije: ¡Ya no trabajo más! Antes que me dieran el puesto de profesor fui juez promiscuo por seis meses en Pacho, Cundinamarca. Y fui asesor de la Cámara de Representantes en un proyecto de computarización de las leyes, esa fue mi tesis de Derecho. Total, era un abogado con mucho futuro, pero esa carrera no era mi verdadera pasión.

 

H.J: ¿Recuerda algún profesor o clase importante en Derecho?

H.G: En Derecho todos los profesores eran “casposos” y grises; muy conservadores y atenidos a la ley. Todos enseñaban de memoria los códigos, sin analizarlos. Lo único que me dio cierto placer en aquel momento, fue hacer parte de un grupo de música electrónica, de vanguardia, llamado Música Viva. Así conocí las obras de John Cage, de György Ligeti, de George Crumb. Dicho grupo lo inició Gustavo Sorzano, quien acababa de llegar de Cornell University, con ideas nuevas. Recuerdo que hicimos un concierto en la Javeriana, en el Salón Paulo VI, que fue un éxito. El público, incluso, salió hablando de “realidad virtual”; por supuesto, en un sentido muy diferente a cómo se entiende el término hoy.

 

H.J: ¿Qué aprendió siendo un profesor de Derecho tan joven?

H.G: Puede sonar obvio, pero aprendí que la experiencia la dan los años, y que es sumamente importante al educar, tener mucha, muchísima información.

 

H.J: ¿Qué hizo al terminar su carrera de Derecho?  

H.G: Como siempre he sido un apasionado por los viajes, pues me fui del país. En 1979 volé a Londres a perfeccionar el inglés y allá rebuscando encontré una beca, una ayuda del London Council; así, presenté mi portafolio para estudiar Graphic Art en la Saint Martin’s School y me aceptaron.

 

H.J: ¿Sus padres lo apoyaron cuando se retiró del Derecho? 

H.G: Cuando renuncié a todo, le pedí ayuda a mi papá, y él me contestó: “Trabaje de abogado y consígase la plata”. Menos mal yo tenia unos ahorros, y con eso me fui a Londres. Allá estuve tres años, pero no pude terminar la carrera, porque Margaret Thatcher quitó todas las ayudas a los extranjeros. En la Saint Martin’s recuerdo con cariño a Nicholas Phillips, él era un magnífico profesor. Después regresé a Bogotá y fui contratado por la Jorge Tadeo Lozano como profesor de gráfica. Allí trabajé hasta 1985. Luego, se me presentó la oportunidad de irme a Alemania a estudiar enseñanza del arte. Me gané la beca que daban el ICETEX y el DAAD y me fui, sin saber una palabra de alemán. Estudié el idioma en Heidelberg y luego me fui a Berlín y entré a la HDK donde tomé clases con Elizabeth Sinken, quien me acogió con gran cariño, incluso me dio las llaves de su estudio, para que yo trabajara ahí. Estudié con Dieter Appelt, un artista integral y un profesor estupendo. Recuerdo, incluso, a un artista de apellido Nowald que era como nazi, él me dijo alguna vez: “No sé para qué pierdo mi tiempo enseñándole a extranjeros que después se van sin retribuirle nada al Estado Alemán”. Allá, en la HDK comprobé que lo que había pensado de niño, recuperándome de mis neumonías era totalmente cierto: al artista, en lo posible, hay que dejarlo sólo, pues el arte se aprende por experiencia propia. Enseñarle a alguien a hacer las cosas, como se las enseñaron a uno, acaba con la creatividad. En la HDK los profesores nos preguntaban: ¿Porqué ser artista? y ¿cómo ser artista? Y luego, a partir de eso, decían: “Bueno, plantee un proyecto que responda a sus expectativas. Usted verá cómo lo hace. Nos vemos la próxima semana”. Y con el tiempo, por pura empatía, se iban metiendo en la piel de uno y nos ayudaban a encontrar nuestros propios caminos. En junio de 1987 regresé al país y fui nombrado profesor del Taller de Pintura en la Universidad de Los Andes, y al siguiente semestre me nombraron Director Académico. Es decir, fui el puente entre la decana, María Teresa Guerrero, y los estudiantes. Entonces, empezamos a elaborar el currículo para la aprobación de la Facultad de Arte y Textiles, lo cuál se logró años más tarde. En 1994 con ganas de ser independiente, me retiré de Los Andes para montar mi propia escuela: Atena, que hoy, con casi veinticinco años, ha transmitido los conceptos del arte a más de cinco mil artistas.

 

H.J: ¿Qué diferencia Atena de otras instituciones de enseñanza artística, y quién más se asoció con usted en esa aventura? 

H.G: Atena es diferente porque no es academicista. En Atena cada alumno hace arte a su manera. Es un lugar de encuentro para trabajar y discutir sobre el arte. Después de dar nociones básicas de dibujo y pintura, cada quien va buscando su camino, eso sí tratando de ser reflexivo, pensando qué es el arte y porqué se hace lo que se hace, más allá de que las cosas sean bonitas o feas. Lo importante es lo que cada estudiante trata de contar, trata de decir. Han sido muchos los profesores que han pasado por Atena, recuerdo a Jörg Bachhofer, a Freda Sargent que fue profesora como diez años, a Italo Manrique que dictó un curso de dibujo botánico, a Nicholas Sperakis, a Consuelo Gómez, a Ricardo Toledo quien fue el encargado de la clase de Historia del Arte por doce años, a Luis Luna, a Carlos Blanco, a Luis Roldán…

 

H.J: ¿Alguna vez pensó enseñar o poner una escuela de arte en Sincelejo o en Cartagena?

H.G: He dictado talleres de grabado en la Escuela de Bellas Artes de Cartagena, y lo que he notado, es que allá, son más artistas de la palabra que otra cosa. Son poetas o contadores de historias melancólicos, y el mar es su inspiración. Yo creo que eso se debe a que los atardeceres son tan bellos que la gente no necesita tener pinturas en sus casas.

 

H.J: Eso quiere decir que si usted se hubiese quedado en la costa no hubiese sido artista.

H.G: Si me hubiese quedado en la costa, yo creo que hubiese sido escritor, o un político ratero, pues tengo el carisma.

 

H.J: Usted ha viajado mucho y ha vivido en diferentes ciudades. Sin duda, ese nomadismo fue importante en su formación.

H.G: Por supuesto. Como ya dije, he vivido en los Estados Unidos, en el Reino Unido, en Alemania. Y también conozco España. Estuve en Madrid tres meses, viviendo el fin de la censura y “el destape”, después de la muerte de Franco. Allí conocí a los artistas Juan Uslé, Francisco Leiro, Vicky Civera, Soledad Sevilla y al galerista Manolo Montenegro. Conozco Italia, Francia, Austria, Holanda. Estuve en la antigua Yugoeslavia, en Grecia, en Turquía. En Europa vi exhibiciones estupendas. Recuerdo La Imagen de México en Frankfurt. Vi dos veces a Anselm Kiefer: una vez en Berlín, la otra en Londres. También en Londres vi la Great Japan Exhibition y retrospectivas de David Hockney y Howard Hodgkin. En París vi grandes retrospectivas de Monet y de Paul Klee. En Berlín, recuerdo haber visto una retrospectiva fantástica de Mark Rothko y una bellísima exhibición de los dibujos de la Divina Comedia de Sandro Botticelli.

 

H.J: ¿Qué edad tenía cuando hizo su primera exposición individual?

H.G: Mi primera individual fue en la Galería Belarca, en abril de 1976, cuando la manejaban Azeneth Velásquez y Alonso Garcés. Yo tenía 30 años y fue un fracaso total. No vendí ni un cuadro y salieron los críticos a hablar mal de mí. Poco después, como estaba en ese tiempo trabajando en el Ministerio de Hacienda, en el proyecto de sistematización de las leyes, unos ingenieros vieron mis cuadros y me dijeron: “¿Y porqué no utiliza el computador como un pincel?” Así, hicimos un programa muy primitivo, pero que en ese entonces nos pareció maravilloso, para seleccionar los colores y los blancos, grises y negros de una pintura y representarlos con letras de diversos tonos e intensidades. Las obras resultantes parecían como trabajos en punto de cruz; o al menos, eso dijo un artista envidioso. De tal manera, trabajé esa serie de “pinturas electrónicas” y vendí varias. Como a mí me gusta la plata, eso me motivó a seguir pintando y experimentando. Está claro, que es mejor ser un artista rico, que un artista pobre.

 

H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?    

H.G: No se puede enseñar a ser artista. Lo máximo que se puede hacer, es mostrarle al estudiante los posibles caminos que puede seguir, de acuerdo a su talento, a su interés. El arte es algo con lo que se nace, no es algo que se adquiere.