Mauricio Villamil

MAURICIO VILLAMIL EN “OTROS SALONES”

 

Entrevista publicada en la edición #40 del periódico Arteria. Octubre, 2013.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia, alguna clase, algún profesor que haya sido fundamental para usted, tanto dentro como fuera de la academia?

Mauricio Villamil: Han sido muchas las personas que me han ayudado a ser quién soy hoy día. Primero, tengo que hablar de mi papá: Pablo Emilio Villamil. Él fue carpintero, y cuando era un hombre joven fue leñador, como lo fueron sus hermanos y su padre. Me contaron que mi abuelo vendía lotes de madera, árboles completos. Él decía: “Los árboles de este lado de la montaña son míos”, y sus hijos iban y los cortaban.

 

H.J: ¿Y esto dónde era?

M.V: Mi abuelo era de Tocaima, Cundinamarca. Era un pueblito rodeado de selva. Estoy hablando del año 1940, más o menos, cuando mi papá tenía 20 años. Ellos compraban provisiones, y se metían al monte un mes, dos meses, hasta que cortaban toda esa madera. Pero lo interesante, es que mi papá tenía vena artística. Cuando yo era niño, le encontré un montón de dibujos hechos en cartulinas, como copias de clásicos, y le pregunté: “¿Papá, quién hizo estos dibujos?” Me dijo: “Yo”, y me contó la historia: él compraba revistas en el pueblo, compraba lápices número 2 y un borrador, y se llevaba sus cartulinas y sus materiales al monte. Y por la noche, ya cuando habían acabado de trabajar, a la luz de las velas y del fogón, él se ponía a copiar las imágenes en esas revistas. Eso me impresionó: ver que mi papá podía dibujar. Y como era carpintero, pues, obviamente cortaba la madera y la tallaba, la pintaba y hacía muebles. De ahí me vino esta cosa de ser artista, de dibujar, de pintar, de trabajar con imágenes y de hacer cosas con las manos.

 

H.J: ¿Usted también trabaja la madera?

M.V: Claro, porque yo crecí en el taller de mi papá. Toda la vida yo le estuve ayudando y acompañando. Estar en su taller era como tener un Lego inmenso, porque yo cogía puntillas y pegante, y con los trozos de madera que sobraban hacía esculturas, que iban después a parar a la basura. Y era muy caso, porque yo veía en televisión esculturas modernas, y yo pensaba: “Pero, si yo hago montones de eso”.

 

H.J: ¿Su papá tenía algún artista favorito?       

M.V: Los clásicos. Él era un hombre muy sencillo. Sin tener mucha educación formal era un hombre culto. Él conocía a Miguel Ángel, DaVinci y a los clásicos griegos.

 

H.J: ¿Su papá calcaba?

M.V: No, porque calcar es un procedimiento técnico. Él hacía sus dibujos a ojo. Dibujando, borrando, corrigiendo. Él fue mi primera gran influencia. Y la segunda persona que me marcó mucho, fue Cristo Hoyos, un pintor costeño que todavía está activo y que fue mi profesor de dibujo en el Colegio Restrepo Millán, en el barrio Quiroga, en Bogotá. Algún año, escogí la vocacional de Dibujo Publicitario, y él era el duro en eso, era muy buen profesor. Pero más allá de sus clases, que eran muy buenas -por ejemplo mi primera teoría del color la aprendí con él- lo importante era su actitud, su interés en que nos abriéramos a la vida y al conocimiento. El Restrepo Millán es un colegio del sur de Bogotá, y una cosa que me marcó mucho, pasó como en cuarto de bachillerato, cuando nos dijo: “Este es su siguiente proyecto: váyanse al norte de Bogotá, vayan a la llamada Zona Rosa”. Nos dibujó un mapa, y agregó: “Esta es la carrera 15 y esta es la calle 100 y esta la séptima y aquí queda el Chicó, ahora vayan ustedes a este sitio y miren los almacenes, miren las galerías, miren las casas”. Hoyos nos dijo a nosotros, niños del sur: “Vayan y miren su ciudad, entiendan su ciudad, hay otros barrios, hay otras estéticas, hay otras cosas”. Y a mí, eso me marcó muchísimo, porque fue la primera vez que cogí un bus para ir al norte. Y fui y caminé, y anduve, y entré a los almacenes y a las galerías. Así entendí que el mundo se extendía mucho más allá de mi barrio. Después de graduarme como artista plástico, estuve enseñando arte en el Colegio Leonardo DaVinci, un colegio italiano de Bogotá, y un día les dije a mis estudiantes: “¿Saben qué? Ustedes necesitan salir y conocer su ciudad, entonces váyanse al centro. ¿Han estado en San Victorino? ¿Conocen La Candelaria?” Y no, ellos no habían ido más allá de la calle 72. Y me decían preocupados: “Pero no podemos hacer eso, no nos dejan. Mi mamá no nos deja ir allá”. Y yo les insistía: “Pues vayan con ellos, vayan con su mamá, con su papá, y díganle que su profesor de arte les mandó esa tarea, y la tienen que hacer”. Definitivamente, esa experiencia con Cristo Hoyos me marcó muchísimo, y me empujó a viajar -he vivido en Londres y ahora vivo en Montreal-, y a pensar: “Bueno, este es mi mundo, yo quiero ver más”. Sí, Cristo Hoyos fue un excelente maestro. Amplió nuestra conciencia, nuestra mente, nuestra curiosidad.

 

H.J: ¿Cómo se decidió a estudiar arte?

M.V: Por los dibujos de mi padre, se me metió en la cabeza que quería ser artista, desde niño. Y me acuerdo mucho que Carlos Pinzón, a veces llevaba pintores al Club de La Televisión, y una vez entrevistó a Santiago Cárdenas. Yo era chiquito, y el programa era en blanco y negro, y me acuerdo que esa vez los artistas estaban donando obras para la fundación del Museo de Arte Moderno, y la obra de Cárdenas era un ladrillo, la base de la construcción. Y en la pantalla mostraron otras de sus pinturas, como para referenciar quién era él. Y pensé: “Yo quiero estudiar con ese señor, yo quiero aprender a pintar lo que él está pintando”. Y ¡dicho y hecho! Santiago Cárdenas fue mi maestro de pintura más querido en la Universidad Nacional. Él me marcó, me enseñó el oficio del pintor. Igualmente que con Hoyos, las clases con Cárdenas son joyas que guardo en mi corazón. Yo siempre estaba allá, muy puntual, media hora antes, y hasta me colaba en otras clases que él dictaba. Era una cosa súper metafísica tomar clase con él. Era preguntarse, ¿qué pasa en la pintura? ¿Qué hay en ese espacio, en el plano? ¿Dónde se construye la pintura? ¿En el plano, en nuestro ojo, en nuestra mente? Esas clases no eran ni sobre la pintura, ni sobre la historia del arte; sino sobre metafísica. Eran clases para entender el otro lado de las cosas. Y los ejercicios que él hacía, de apreciación de la línea y de la superficie, eran cosas que se extendían a cuestiones como, ¿cuál es la esencia de la materia? ¿Cuál es la esencia de la luz? ¿Porqué percibimos lo que percibimos? Con él hicimos ejercicios de cámara oscura, hablamos de sicología Gestalt. Todo tenía que ver con la percepción, el ojo y la mente. ¿Qué es real? ¿Qué es fabricado por el ojo? ¿Qué es fabricado por la mente? Eran clases muy “encarretadoras”.

 

H.J: ¿Qué clases le dictó Cárdenas?

M.V: Tuve la fortuna de tener a Santiago Cárdenas, primero en unas clases de Dibujo, y después en los Talleres de pintura. Me acuerdo mucho, que teníamos una modelo que dibujábamos desnuda, y por ciertas circunstancias, a mí esta modelo me producía mucha angustia. Ella era como desesperada, muy intensa, y yo no podía dibujarla. Así que un día, totalmente frustrado le dije: “Maestro, esta modelo me produce angustia, no puedo dibujarla. ¿Me permite que haga los dibujos en otro salón, y yo se los voy trayendo?” Y él me dijo: “Tranquilo, lo importante es que usted se sienta bien trabajando. Haga sus dibujos, tráigalos y hablamos”. Ahí comencé a hacer una cantidad de dibujos abstractos, y de árboles totalmente personales, que discutíamos entre los dos. Fue muy bueno tener esa experiencia, ser acompañado por un artista súper profesional y desarrollado, ayudándome a centrar ideas y dándome referencias.

 

H.J: ¿En qué año entró a la Nacional?

M.V: Entré en 1986.

 

H.J: ¿Su familia lo apoyó en esa decisión?

M.V: No. Nosotros veníamos de una familia muy humilde donde poca gente tuvo acceso a la educación universitaria. Pero mis hermanos y yo sí tuvimos la oportunidad de venir a la ciudad y estudiar en la Universidad Nacional. Mi hermano mayor es Físico, y mi hermana estudió Nutrición, y se esperaba que yo, el menor, estudiara algo así. Que yo entrara a estudiar Artes, fue una gran decepción en mi familia. Paradójicamente, mi papá lo consideró un gran desperdicio. De hecho, cuando salí del bachillerato hice un semestre de Ingeniería Forestal en la Distrital, simplemente para demostrarle a mi papá que yo podía. Y pese a que terminé el semestre con estupendas calificaciones, me dije: “Esto no es para mí”. Luego, como la Nacional duró cerrada más de un año, hice dos semestres de Artes en la ASAB, pero cuando reabrieron la Nacional me presenté, pasé y esa es la historia.

 

H.J: ¿Recuerda algún ejercicio que Cárdenas le haya puesto y que haya sido fundamental?

M.V: ¡Me acuerdo casi de todos! Como ya dije, la mayoría tenían que ver con óptica y percepción. Él sabía mucho del oficio de los artistas flamencos, algunos de los cuales empleaban la cámara oscura. Así, uno que me impactó mucho, partía del principio de aquel artilugio: se construye una especie de cajón alto, cuyo interior va a estar pintado de blanco, y con un huequito en una de sus paredes, a través del cual, el espectador va a ver una escena interior –un cuarto o un mueble, por ejemplo- que va a dibujarse ahí, adentro, sobre las otras caras de la caja. El asunto es que, desde este huequito, el objeto o la escena, se debe ver en perfecta perspectiva, en perfecto balance y profundidad. Cárdenas nos puso este reto, pero no nos dijo cómo llevarlo a cabo. Claro, ya habíamos hecho varios ejercicios con la cámara oscura, así que estábamos familiarizados con sus principios. Todo tenía que ser dibujado, y repito, la composición se tenía que construir tanto en el piso del cajón, como en sus otras tres paredes. Y le preguntábamos: “Maestro, pero ¿cómo se hace?” Y él sólo nos decía: “Háganlo”. Nos demoramos como una semana trabajando todos los días en semejante problema. Uno, primero, tiene que tener la composición que va a estar en el interior de la caja, dibujada en perfecta perspectiva en un papel. Y luego, uno tiene que copiarla dentro del cajón, mirando por el huequito, metiendo la mano con el lápiz por la parte de arriba de esta especie de escenario. Si uno hace una mesa, uno tiene que señalar cada esquina, cada punto de la mesa –la mitad en el piso de la caja, y la mitad en la pared del fondo, por decir algo-, viendo, con un solo ojo, a través del hueco, de tal forma que al unir los puntos, el mueble quede en correcta perspectiva. El asunto es que, cuando uno deja de mirar por el hueco, y mira el dibujo desde arriba, dicho dibujo se ve deformado, estirado, casi como una cosa abstracta que no tiene sentido. Pero, cuando usted mira por el huequito otra vez, todo se compone, todo se “levanta en perspectiva”, pues, ahí está su mente, componiendo esa imagen que uno sabe no es una mesa; pero que desde ese punto de vista, sí que lo es. Imagínese las discusiones que provoca ese ejercicio.

 

H.J: ¿De qué tamaño es el hueco?

M.V: Como una moneda de diez centavos, como de dos centímetros de diámetro.

 

H.J: ¿Quién más estaba en esa clase, quiénes hacen parte de su generación?

M.V: Conmigo estaban Manuel Romero, Germán Martínez, Carlos Meri. Ellos eran mis amigotes de la universidad. Y también recuerdo a Fabiola Alarcón.

 

H.J: Recuerdo que ustedes estaban un semestre adelante mío, y hacían unas cosas impresionantes. ¿Porqué se les ocurrió coger esa Venus de Milo que está a la entrada del edificio de Arte, e intervenirla una y otra vez? ¿Cómo hicieron esa exposición de dibujos en el hall del segundo piso? Fueron eventos muy serios, procesos impecables, que ustedes hicieron por fuera de clase, de manera autogestionada.

M.V: Es que nosotros, desde un principio, nos creímos el cuento de que éramos artistas. De eso no teníamos ninguna duda, y decíamos: “El mundo es nuestro lienzo”. Por eso íbamos, por todos lados, dibujando, pintando, pegando imágenes, haciendo grafitis. Nos la pasábamos todo el tiempo complotando. No sé si recuerda esto: teníamos el taller en la Facultad de Artes, y una vez, estaban cambiando una de las luces, y esos salones son inmensos, son altísimos, y por eso habían dejado un andamio en medio del salón. Y entonces, se nos ocurrió fingir que uno de nosotros se había colgado. Pusimos una tabla atravesada en lo más alto, y como también habían dejado ahí un lazo bien grueso, lo utilizamos. Cogimos a Germán, le pusimos alrededor del cuello el lazo con un nudo de esos de ahorcado, y debajo de la chaqueta le hicimos un arnés, con ese mismo lazo. Luego de probar el mecanismo, Germán se puso la chaqueta, los pantalones, todo, ¡y lo colgamos! Y claro, se veía muy creíble, era horrible. Como otro de los estudiantes del Taller estaba ahí, le dijimos: “Oiga, salga y cuéntele a la gente que aquí hay un estudiante colgado”. Entonces, nos escondimos detrás de los caballetes. Y este muchacho se encontró con Diego Mazuera, quien en ese entonces era el director de Bellas Artes, y la hizo muy bien, porque no salió corriendo; sino que salió como pálido, como asustado, y le dijo a Mazuera, medio balbuceando, que un estudiante se había colgado en aquel salón. Cuando Mazuera entró y vio a Germán, se puso blanco. Yo no me imagino todo lo que pudo pensar, en un segundo. Nuestro director, caminaba de un lado al otro mirando al ahorcado, y nosotros detrás de los caballetes a punto de soltar la carcajada. Y de pronto, Germán suelta la risa y ¡a Mazuera casi le da un ataque! ¡Pegó un brinco tremendo! Y después de mentarnos la madre, también se toteó de la risa.

 

H.J: Sé que usted hizo parte del equipo que trajo a La Pestilencia a tocar en la Facultad de Artes, cosa que también recuerdo mucho. ¿Cómo fue eso?

M.V: Junto a otro estudiante de Artes, Carlos Mojica, conseguimos que La Pestilencia tocara frente al edificio de Arquitectura, en la Universidad. Yo conocí a Carlos en el colegio, y recuerdo que ambos cargábamos discos. Comprábamos un vinilo y lo llevábamos al Restrepo Millán y se lo mostrábamos a todos: “Mire esta carátula y píllese esta foto”. Y lo caso es que se lo prestábamos al vicerrector, y él lo ponía a sonar por los parlantes a la hora del recreo. Así sonaron los Beatles, The Rolling Stones, Pink Floyd… imagínese, ¡recreos con Deep Purple! Con Carlos, por pura casualidad, terminamos estudiando Artes en la Nacional, y allá seguimos con el rock, con ese amor por la expresión juvenil, con esa pasión por “la música de la rebeldía”. Y un día, se nos ocurrió que sería buenísimo llevar a unas bandas a tocar en la universidad; porque es que en ese momento, allá no pasaba nada. Y nos pusimos a hacer la gestión, y logramos llevar a cabo tres conciertos. El de La Pestilencia fue el último que hicimos, porque nos fue terriblemente mal. Llevamos a cabo uno con Hora Local, cuando apenas estaban empezando, y Carlos hacía parte de la banda; y otro, con un grupo que a mí me encantaba, que se llamó ADN, creo que ellos nunca grabaron nada pero eran estupendos, eran de Los Andes. Esos fueron los primeros toques y salieron muy bien. Fueron conciertos chiquitos. Recuerdo que hacíamos afiches con marcadores “Concierto de rock en la Facultad de Artes”, que pegábamos por todos lados; pero la gente que resultaba ahí, iba porque de repente empezaba ese ruido tan tenaz, y seguro querían ver qué pasaba.

 

H.J: ¿Cómo contactaron a La Pestilencia?

M.V: Un día vi un afiche pegado en la Universidad que decía “Noche Underground”, y me llevé a todo mi parche, a Manuel Romero, a Germán Martínez, a Carlos Mojica para allá. Creo que incluso estaba con nosotros Mario Duarte. En ese entonces parchábamos mucho, porque yo hacía parte de su grupo La Rata Poética, que luego se convertiría en La Derecha. Era viernes, así que compramos una botella de brandy y nos fuimos a la casa de Germán, y nos empezamos a maquillar para “la noche underground”. Dos horas después, llegamos a un bar en La Candelaría, y lo que había era un toque del proyecto de Gilles Charalambos, que era puro ruido, y luego La Pestilencia.

 

H.J: ¿Qué bar era ese? ¿La Casona?

M.V: No, esto fue antes. Era como 1987, en un barcito muy chiquito llamado La Manzarda, creo, que quedaba como en la calle novena con cuarta. Y nosotros todos maquillados al lado de unos punks. Éramos como diez espectadores y La Pestilencia. Entonces, claro, se acabó el toque y hablamos y tomamos con ellos y nos hicimos amigos. Ahí nos conocimos con Héctor Buitrago. Ahí nos conectamos. Y cuando los invité tocar en la Nacional dijeron que sí. Así que gestionamos otro permiso ante Bienestar Universitario, y como de costumbre, nos dieron visto bueno. En ese concierto también tocaron Darkness, y los que abrieron, La Rata Poética.

 

H.J: Eran conciertos gratuitos.

M.V: Sí. Eran totalmente gratuitos.

 

H.J: ¿Cómo era el proceso de hacer un concierto en la Nacional?

M.V: Carlos Mojica y yo nos reuníamos y comentábamos sobre qué bandas podían tocar, a quién conocíamos o por dónde hacer el contacto. Luego invitábamos a las bandas, y esperábamos que nos confirmaran. Después, gestionábamos los permisos ante la Universidad, y si nos decían que sí, nos prestaban un camión para ir a recoger los instrumentos. Paralelamente, cuando nos daban el visto bueno, empezábamos a pensar en la publicidad y recuerdo que para el toque de La Pestilencia contamos con la ayuda de Marco Pinto y de Quiló, quienes hicieron unos grafitis estupendos por toda la Universidad. Darkness movía una cantidad de gente, así que tocó y eso fue un éxito; pese a que su sonido era agresivo, la gente lo disfrutó y no hubo problema. Pero cuando le tocó el turno a La Pestilencia, empezaron a hacerse adelante unos cuantos punks. Yo no me preocupé, porque a algunos los conocía, y pues todo bien. Luego, el grupo empezó a tocar, y cuando iban como en la tercera canción, los punks comenzaron a poguear durísimo, y eso causó una reacción entre la Avanzada Maoista-Leninista que estaba presente, primero por su baile, segundo por la pinta que llevaban, y tercero porque se metieron muy agresivamente con el público. Y en un segundo, se formó un tropel descomunal. Lo que percibí en ese momento, es que el público cargado de prejuicios, atacó a los punks, porque cuando la música empezó yo escuché a varios gritando: “¡Fuera, fuera! ¡Esta mierda no es de aquí, esta música no nos pertenece!”

 

H.J: Le cuento que yo iba para el concierto, pero no pude verlo porque ya se había armado el bonche, y me encontré en la Plaza Ché a un montón de gente discutiendo. Unos decían que esa música era imperialista, que era “la música del amo”, y que no tenía cabida en la Nacional. Otros decían que La Pestilencia era un grupo político, que cantaba canciones con letras cargadas de crítica que valía la pena escuchar. Sin haber estado en el concierto, ese debate fue una de las experiencias más importantes para mí, dentro de mi formación universitaria.

M.V: Lo que pasó ese día fue algo inolvidable. No sé si la Nacional era el espacio indicado para el punk, para La Pestilencia en ese momento. Lo que sí sé, es que se formó el tropel, y la gente empezó a tirarles piedras y botellas a los punks. Y como la tarima estaba sobre las escaleras del edificio de Arquitectura, tuvimos que arrastrar los equipos y los instrumentos adentro. Allí nos encerramos, mientras los mamertos rompían todos los vidrios de las puertas. Los de La Pestilencia tuvieron que escapar por la salida de atrás. A algunos punks les dieron duro. El público destrozó completamente la entrada principal de arquitectura, y esa noche tuvimos que dejar los equipos en el edificio. Al otro día fui a hablar con la persona que siempre nos daba el permiso para los conciertos, y terriblemente preocupado me dijo que no podíamos continuar. Ese fue el final de los conciertos de rock en la Facultad de Artes.

 

H.J: Volviendo al salón de clases, ¿cree usted que se pueda enseñar a ser artista?

M.V: No creo que se pueda enseñar a ser artista. Creo que se pueden dar pistas serias sobre cómo ser un artista; pero tiene que haber un interés primordial por el arte, subyacente en el estudiante. Sé que eso suena a psicoanálisis. He conocido gente ya mayor, y también gente muy joven, que no le ve sentido al arte, por ningún lado. Claro, ellos pueden ver algo y decir: “Esto me parece bonito, me gusta, o no me gusta”, pero no entienden, y nunca van a entender, cómo el arte puede ser materia de estudio, y cómo hay gente que le dedica tiempo. Yo soy de la vieja escuela, y pienso que el artista es un medium que hace visible lo invisible. Las ideas son difíciles de atrapar, y más difícil es darles forma, darles cuerpo. De ahí la importancia de enseñar una técnica, que ayude en ese proceso. Pero enseñar, o dar pistas, más allá de la técnica, es más complejo, por que se trata de “revelar la magia”, teniendo en cuenta que los estudiantes tienen que descubrir y realizar su “magia” ellos mismos, sabiendo, además, que unos la ven y otros no. Creo que el truco para ser buen profesor, es guiar a todos los estudiantes, sin prejuicio alguno, para que intenten ver y sentir, por sí mismos, la magia intrínseca en el arte.