Kevin Mancera

KEVIN MANCERA EN “OTROS SALONES”

 

Entrevista publicada en la edición #48 (con error de montaje) y #49 (corregida) del periódico Arteria. Junio, 2015.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda una clase, un profesor, una experiencia dentro o fuera del salón de clase, que haya sido fundamental para usted?

Kevin Mancera: Yo estudié en un colegio que era súper malo, el Nuevo San Luis Gonzaga; sin embargo, tuve mucha suerte, porque estuve rodeado de amigos que eran igual de vagos a mi, pero les gustaba dibujar. Así, conocí a Juan Peláez, Diego Rojas y Daniel Poveda. Los tres estudiaron Arte: Daniel en la Nacional y Juan y Diego en la Tadeo. Diego murió antes de terminar la carrera. Yo creo que ellos tres fueron los que me clavaron la espinita del arte, siendo yo el peor dibujante de los cuatro.

 

H.J: ¿Tenían un club de dibujo, o algo así?

K.M: No, pero de vez en cuando alguno hacía un dibujo que me mostraba y me gustaba mucho. Y por eso quise aprender a dibujar. Ellos fueron mi primer acercamiento al dibujo; yo no había tenido ninguna clase de educación artística, y en el colegio, las clases de dibujo eran pésimas. En esa época empezamos a hacer parches de bandas, o a diseñar camisetas dibujadas con marcadores.

 

H.J: Entonces, con ellos también compartía un interés musical.

K.M: ¡Claro! No estudiábamos por andar borrachos, escuchando música y montando monopatín.

 

H.J: ¿Qué música escuchaba?         

K.M: Pues, yo era raro. Por el lado de mi papá, escuchaba metal; por el lado de mi mamá, salsa; y por el lado de mis amigos, punk de los noventas y ska ochentero. Luego, con otro parche, empezamos a escuchar punk más viejito, a volvernos ahí, como más estudiosos de la cosa y remitirnos a los clásicos.

 

H.J: ¿Será que la estética punk, o la estética del metal, la estética de los discos lo influyó?

K.M: Sí, ¡seguro!

 

H.J: ¿Recuerda algún logo que haya copiado?

K.M: El logo de Kiss lo dibujé mil veces. Y dibujaba a los manes y hacía como unos cómics rarísimos y horribles. Pero es que yo a Kiss, los empecé a escuchar como a los trece años: mi papá me los puso, y se convirtieron en mis héroes juveniles.

 

H.J: ¿Recuerda algún dibujo que hayan hecho sus amigos y que lo haya impresionado?

K.M: Juan sabía cómo copiar carátulas de discos, o copiar los logos de las bandas ¡y le quedaban exacticas! Una vez, hizo el de Suicide Machine ¡y le quedó del putas! Y Daniel dibujaba unos cómics cheverísimos. Pero Diego era increíble. Él nos llevaba como cuatro años de ventaja en el dibujo. Él podía dibujar cualquier cosa: una copia de Van Gogh, un retrato… él era una persona muy especial, muy encantador. De hecho, fue por Diego que después, me metí un año largo al taller de Héctor D’allemand. Y ahí sí aprendí cosas. Diego estudiaba con D’allemand, y como yo quería dibujar como él, pues terminé estudiando allí. Juan salió antes, porque yo me tiré décimo, y entró a estudiar artes en la Tadeo. Recuerdo que un día estaban reunidos y yo les comenté que, como ellos, yo también quería ser artista; y los tres me dijeron: “Uy, no sé, piénselo bien, ¿será que sí sirve para eso?” Y a mí, no hay sino que me digan que no haga algo, para que me decida a hacerlo con más ganas. Yo siempre he sido muy terco.

 

H.J: ¿Qué enseñaba D’allemand?

K.M: Él enseñaba dibujo y acuarela. Y ponía todos los ejercicios básicos de la enseñanza del dibujo: dibujar de afuera para adentro, dibujar de adentro hacia fuera, dibujar espacios negativos, hacer texturas, medir distancias y ángulos, hacer luces y sombras. Dibujábamos objetos, bodegones, o modelos tomados de fotografías, en caballete y sobre tablitas. Todo era como muy tranquilo. Eran sesiones de domingo, que podían durar toda la tarde. Yo le tengo mucho cariño a Héctor, porque fue él quien me guió, en mi primer acercamiento real al dibujo académico. Después, entré a la universidad, y de nuevo, fui muy afortunado, porque me tocaron unos profesores muy increíbles. El primero fue Justiniano Durán. Él era pasión pura, nos hablaba y nos mostraba la sabrosura de la línea. Él indudablemente me contagió su pasión por el dibujo.

 

H.J: ¿Sus padres lo apoyaron cuando entró a estudiar Arte?     

K.M: A mi papá, Jorge Mancera, lo traía sin cuidado lo que yo estudiara. A mi mamá, Besfania Vivas, le dije que iba a estudiar Diseño Gráfico. Y me fui y me presenté a la Nacional, y me dio tanto miedo el examen, que me dio diarrea. Me senté a hacer el examen, y me dieron tantos nervios que no me pude aguantar, me paré y me fui. Días después, fue cuando llegué donde los amigos y les dije que iba a estudiar Arte. Y así, entré a la Tadeo, con el apoyo de mi mamá quien me dijo: “Yo quiero que usted haga lo que quiera”.

 

H.J: ¿Alguno de sus padres hace algo relacionado con el arte?     

K.M: No. Mi mamá es administradora de empresas y mi papá es ingeniero de sistemas. Por parte de mi mamá, tengo un tío, Selnich Vivas, que es escritor, él coleccionaba el Magazín Dominical, y me los dejaba ver. Y yo los ojeaba, una y otra vez. Ahí salían dibujos y pinturas que me llamaban la atención, como dibujos de Roda… o entrevistas a artistas; recuerdo una a Bernardo Salcedo, por ejemplo. La verdad, toda mi adolescencia estuve muy alejado del arte. ¡Yo fui a un museo hasta los veintiún años, y creo que a ver La Colección Botero! Primero me inscribí a Artes, y después fui a un museo. Muy raro, ¿no?

 

H.J: Además de Justiniano, ¿recuerda a otro profesor de la Tadeo?

K.M: Como ya dije, tuve profesores excelentes: Fernando Escobar nos dio una clase de arte político y espacio público; Giovanni Vargas dictó una clase de performance; y con Juan Mejía, mi artista favorito, vi una clase de dibujo experimental. Creo que nunca se lo he dicho, pero ¡soy un “fan enamorado” de Juan Mejía! Juan me pone nervioso. Tan así, que cuando tomé clase con él, todos los ejercicios me salieron mal. ¡Todos! Él nos ponía a hacer cosas a partir de dinámicas muy sencillas, como coger un rollo de cinta de enmascarar y hacer un dibujo con él. Nos ponía ejercicios para entender el dibujo, más allá del lápiz y el papel. Juan Mejía, es un dibujante muy bueno, pero para él lo más importante es la idea. Una expo de Juan es bonita porque, además, sus ideas son sencillas y eficaces y cargadas de humor; uno no tiene que leerse a Foucault para entenderlas, para disfrutarlas. Y eso me ha servido a mí de ejemplo. Mi propósito, es que yo pueda contar la idea de mis obras, en una sola frase, como: voy a dibujar cien cosas que odio, con amor; o voy a ir a dibujar en lugares que se llamen La Felicidad. Un trabajo que recuerdo mucho de Juan Mejía, porque además, se lo ayudé a montar en el Salón Regional de Tunja, fue el de “Los Barbudos”: eran dibujos de pensadores con barba y al frente de cada uno puso una planta. Yo pensé “¡Esto es increíble!”. Una cosa tan sencilla, como reunir retratos de gente con barba, junto a plantas, lo pone a uno a pensar en las relaciones entre barba y raíz, entre crecimiento y conocimiento. Y esa vez, que él hizo ese casete, como un mix tape, con canciones grabadas para que uno se lo llevara. Eso me pareció increíble. Como barato, sencillo y conmovedor. Soy muy afortunado de estar tan cerca a una persona que admiro tanto.

 

H.J: ¿Lo admiraba cuando fue profesor suyo?

K.M: ¡Sí, claro! Por eso me puse todo nervioso. Quise hacer las cosas bien y me sobreactué, y todo salió mal.

 

H.J: ¿Juan Mejía también hacía ejercicios académicos?   

K.M: No, porque él dictaba el último dibujo, el más experimental. Incluso, tradujo la introducción del libro Vitamin D. Y su contenido, está a tono con su pensamiento. Como que caminar puede ser dibujar, o arañar, o silbar. Por eso, creo que Juan me ha influenciado tanto. No en la técnica o el estilo, porque somos muy diferentes; sino conceptualmente. Y bueno, respecto a otros profesores, mi relación con María Isabel Rueda también fue increíble. Ella tiene una cosa, y es que da unos consejos muy buenos. Es muy perceptiva. Y lo curioso, es que ella siempre ha estado presente cuando la he necesitado. Cuando no he sabido para qué lado coger, ella, casualmente, ha estado ahí y me ha dado muy buenos consejos. Ella fue mi profesora de Fotografía, y recuerdo que para el proyecto final, quise hacer una fotonovela, y se acabó el semestre, y terminé entregando todo como a la mitad del otro semestre. Y cada vez que me encontraba con ella, le decía: “María Isabel, seguro que yo te entrego eso”. Y ella fue muy fresca conmigo, porque sabía que yo estaba súper “envideado” con ese proyecto.

 

H.J: ¿En qué año terminó la carrera?      

K.M: Yo me gradué en el 2007 con una tesis que fue, además, mi primera publicación: 100 cosas que odio. A mi me tocó tomar la decisión, a la fuerza, de hacer una tesis sólo. Y decidí hacerla así, sin tutores, sin asesores. Esa fue la primera vez que me senté nueve meses a hacer un proyecto. 100 cosas que odio es como un libro de ejercicios. Yo lo veo ahora, y me parece súper torpe, porque estaba tratando de encontrar mi forma de dibujar, y eso no es tan sencillo. Una cosa es hacer ejercicios para la clase, y otra cosa es encontrarse a uno mismo; y en el arte eso es lo mas difícil: decidir qué se quiere decir y cómo se quiere decir.

 

H.J: ¿El motor en 100 cosas que odio fue la rabia?

K.M: Hay rabia; pero también hay humor. En un momento, me asusté con mis trabajos, porque me pareció que me señalaban como a una persona muy negativa. Después de 100 cosas que odio hice Lista negra, donde me leí todo el diccionario y saqué todas las palabras con connotación negativa; luego hice Mar de lágrimas, que eran como caricaturas de puro corazón partido, y después hice Sobre el fracaso, una serie de retratos de grandes perdedores. Pero, tiempo después entendí que estos proyectos, no necesariamente eran negativos; pues eran creativos, chistosos y todos los hice con mucho cuidado, con mucho cariño. Así, también pueden verse como un acto de amor, como un intento de reconciliación.

 

H.J: Usted tuvo la fortuna de presentar su tesis de grado, de socializarla, lanzando el libro y mostrando los cien dibujos originales, en una exposición montada en la Gilberto Alzate Avendaño.

K.M: Eso se lo debo a Jorge Jaramillo, la primera persona fuera de la Universidad que creyó en mí. Yo fui montajista de la Alzate y era pésimo en eso; sin embargo Jorge me tenía aprecio y me seguía llamando. Una vez, Jorge me mandó a comprar un metro, cuando estábamos en Tunja montando el Salón Regional. Él me dio una plata y al rato llegué con un metro de modistería. Y él me regañó: “Este gran huevón, ¿es que piensa que vamos a hacer vestidos o qué?” Yo era como muy inocente. No sé. Ahora, ser montajista fue una gran escuela para mí, pues pude ver la tras escena del arte. Aprendí a lidiar con los egos de los artistas, y vi cómo improvisan, cómo deciden cosas fundamentales a última hora. Incluso, vi cómo, muchas veces, son los mismos montajistas quienes les solucionan las obras a los artistas. Vi cómo, muchas veces, una exhibición está pegada con babas. Y creo que todo eso sigue siendo igual, porque siempre un montaje es una carrera contra reloj. Y muchas veces, la culpa es de los mismos artistas, porque llegan tarde con las obras, o llegan con obras medio crudas que no saben cómo montar. Claro, hay otros que son muy profesionales, y eso se nota. Pero esta historia va, a que una vez, Jorge me preguntó qué hacía yo, además de ser mal montajista. Yo le dije que estaba haciendo los dibujos de mi tesis, y él me dijo que quería verlos. Al día siguiente, yo le llevé los dibujos y Jorge quedó encantado, y me dijo: “Pues se cayó una exposición, acá, en el primer piso; ¿porqué no expone su tesis, que está buenísima?” Así me programó en ese espacio. Como yo no tenía plata, ni para enmarcar veinte dibujos; él me prestó unos marcos que había usado para una exhibición de Johanna Calle. Jorge tomó la decisión de poner en cada marco de a dos dibujos, y quedaron increíbles. Él fue maravilloso, me ayudó a pensar la museografía, me ayudó a montar, y al final, todo quedó súper bonito. Eso se lo debo a él. Por eso, le tengo un aprecio inmenso. Si no me hubiera invitado a exponer en la Alzate, posiblemente mi carrera hubiese sido otra; posiblemente ni me hubiera graduado. Yo ya llevaba dos proyectos de tesis rechazados, y 100 cosas que odio iba a ser el tercero. Pero yo me adelanté, y como conseguí la exposición, la directora de la carrera y quienes le daban el visto bueno a las tesis, no tuvieron más remedio que aceptarla.

 

H.J: ¿Cuáles fueron los proyectos rechazados?           

K.M: Primero, presentamos junto a Natalia Ávila, un proyecto de tesis colectiva con el trabajo que veníamos haciendo en El Bodegón, y nos lo rechazaron. Después, presentamos un proyecto de investigación sobre la relación entre arte y narcotráfico, en la década de los ochenta y noventas en Colombia. Ese proyecto, era sobretodo de Natalia; pero a mí me pareció chévere, y me subí a ese bus. Y de nuevo nos rechazaron, porque dizque era muy peligroso para nosotros. Y luego vino 100 cosas que odio.

 

H.J: Entre las cosas que odia, aparece la directora de la carrera en aquel entonces, Sylvia Escobar.

K.M: Sí. Pero, no es que yo la odiara, a ella, personalmente. Acompañando ese dibujo, escribí: “Odio las malas administraciones”. Y era verdad. Sylvia fue una pésima directora, y le estaba jodiendo la vida a mucha gente. Si usted se demora dos años haciendo una tesis sin poder graduarse; pues le coge asco al arte y se sale de la carrera. Menos mal, lo repito, soy terco, y apenas me empezaron a poner problemas con la tesis, yo más me empeciné en hacerla, como fuera. Eso me lo enseñó mi mamá: las cosas hay que hacerlas. Yo no vengo de una familia pudiente, y sin embargo, mi mamá logró graduarse después de estudiar diez años en la Tadeo. Perdía todos los semestres, porque llegaba tardísimo a clase, pues trabajaba y no la dejaban salir antes de tiempo. Duró años cursando esa carrera, casi no se gradúa, pero no porque fuera mala estudiante, o vaga; sino porque le tocó muy duro. ¡Complicado! Yo he visto que en mi familia, querer es poder. Tengo un tío que tiene 46 años, y acaba de comenzar Ingeniería de Sistemas.

 

H.J: Hace un rato mencionó El Bodegón. ¿Qué piensa de lo que ocurrió ahí?

K.M: El Bodegón era un parche increíble, conformado por jóvenes estudiantes de Arte de la Tadeo, otros a punto de graduarse, y unos profesores, que mirábamos con mucho respeto: Víctor Albarracín, María Isabel Rueda y usted. Y eso, hizo que uno, como estudiante, se sintiera en el mismo plano. Uno podía opinar y decidir, a la par, con ustedes. Ese grupo de estudiantes fue maravilloso. Entrábamos, cualquier semestre, y ya, a los dos días estábamos parchando con los profesores, porque teníamos unas ganas muy grandes de hacer cosas. Y eso no pasa con los chinos de ahora, eso es lo que me da mal genio. No hay pasión, no quieren hacer nada, no se les ocurre nada.

 

H.J: Los espacios independientes también han cambiado mucho.

K.M: Nosotros en El Bodegón no queríamos ser ejemplo, ni nada. Éramos unos borrachos que hacían una exposición cada semana.

 

H.J: Pero, usted era muy pilo, muy ético y cumplido montando.

K.M: Claro, junto con Juan Peláez, porque ya teníamos experiencia como montajistas. Y es que Juan ha estado presente toda mi vida: estudiamos juntos en el colegio, montamos monopatín, estudiamos Arte en la Tadeo, tuvimos El Bodegón juntos. Por supuesto, nos seguimos viendo, y ahora mismo, está haciendo un proyecto editorial con Jardín. Lo curioso, es que nunca hemos sido los súper compinches, pero él ha estado siempre, ahí.

 

H.J: Cuénteme de Jardín Publicaciones, esa empresa que usted y su esposa, Andrea Triana, manejan.  

K.M: Como le dije, mi tesis fue un libro. Ese libro, me lo ayudó a hacer Francisco Toquica, otro gran compañero de carrera, quien ahora tiene una editorial llamada Caín Press. Y bueno, a mí se me metió en ese momento la idea de que tenía que hacer un libro; quizás, porque en mi casa siempre hubo muchos libros, los de mi tío Selnich. Y aunque sentía que el libro era un objeto poderoso; aun no entendía ese poder del todo. Lo vine a entender cinco años después, cuando me topé con alguien que tenía uno de los libros de mi tesis y se puso a hablarme de él. Así me di cuenta que las imágenes en un libro sobreviven, y llegan a lugares impensados; entendí que mi tesis seguía viva y que andaba por ahí. Sin el libro, 100 cosas que odio sería ahora una vieja exposición ya olvidada. Mi tesis fue como un antecedente; pero la génesis de Jardín se remonta a hace unos cinco años, cuando hice una residencia artística en Sao Paulo en la Galería Vermelho, gracias a una beca del Programa Consonancias, de la Gilberto Alzate Avendaño. Cuando regresé, mi compromiso era hacer una socialización de mi experiencia en Brasil, me pedían como un resumen de mi viaje. Yo me fui con lo mínimo, y allá ni taller me dieron. Esa fue una residencia muy rara. Claro, conocí a los de Vermelho, quienes me han invitado a seguir haciendo cosas con ellos, quizás porque en ese primer viaje les caí bien y les gustó lo que hice. Yo nunca he sido una persona “ganosa”, un oportunista; pero en aquella residencia, más de uno no sabía qué hacer para llamar la atención de los galeristas brasileños. No voy a decir nombres, pero había unos artistas que necesitaban echarse agüita fría. Cuando volví, a mi novia en ese momento, Andrea Triana, que estaba agotada de trabajar en publicidad, se le ocurrió como socialización hacer un libro con los dibujos realizados en aquella residencia, y cacharreándole al computador lo diseñó y lo imprimió. Así surgió Jardín Publicaciones. Y ya llevamos como trece o catorce libros impresos.

 

H.J: ¿A quién le aprendió ese humor tan particular, absurdo e irónico presente en su obra? 

K.M: Eso viene de familia. Mi abuelo materno está demente. Fíjese nada más, los nombres que les puso a sus hijos, sólo porque le gustaba inventárselos. Una vez, colocó un letrero en la puerta del cuarto que decía: “Aquí vive Alfonso Vivas Van, un asceta eremita. No molestar.” ¡Y se encerró durante semanas! Sólo salía a comer, y se dejó crecer la barba. Otro día, le hizo la cuenta a cada hijo de cuanto había invertido en su educación, y les decía: “En usted me gasté sesenta millones de pesos; con eso me hubiera comprado una casa.” ¡Eso es tener un humor muy pesado! Yo creo que heredé algo de eso, y de su genio tan atravesado. Por eso, a veces, paso por maleducado, por prepotente o loco.

 

H.J: ¿Cuál era la profesión de su abuelo?       

K.M: Mi abuelo estudió hasta tercero de primaria; pero siempre fue muy inteligente, tanto así, que se consiguió un puesto en la aduana y por eso mi familia materna se la pasaba de puerto en puerto: en Buenaventura, en Barranquilla, en Santa Marta, hasta que llegaron a Bogotá. Entonces, mi abuelo se metió en un curso de panadería, después tuvo una carnicería, tuvo una miscelánea, se puso a hacer perfumes con las matas de la casa… Mi abuelo tenía la idea fija, de que él tenía que ser millonario, y siempre que voy a visitarlo me dice: “Usted tiene que hacer un Botero, tiene que hacer una obra maestra. ¿Ya hizo la obra maestra?” Y yo le contesto: “No abuelito, todavía no.”

 

H.J: El año pasado fue profesor en la Tadeo, y ahora da clases particulares. ¿Porqué dejó de dictar clases en la Universidad?

K.M: Primero, porque me es muy difícil lidiar con los horarios de las clases. Además, si necesito viajar, tengo que pedir permiso y conseguir un reemplazo o luego recuperar las clases; y yo me he vuelto muy caprichoso, hago lo que quiero con mi tiempo, y en mis propios horarios. Por eso, cuando dicté clase en la Universidad, me sentí un poco atrapado. Lo chévere es que pagan la salud y lo del fondo de pensiones. Y está bien, además, porque uno conoce mucha gente, y por supuesto, uno se siente avalado y, en cierta forma, protegido por una institución. Pero desafortunadamente, y esta es otra razón por la que me cansé de la Universidad, la mayoría de los estudiantes no son conscientes de dónde están, son como autómatas: van a clase porque tienen que ir a clase, trabajan porque uno les dice que trabajen, si el profesor les dice que tienen que dibujar pues dibujan y si el papá les dice que tienen que pasar la carrera, pues se esfuerzan y al final la pasan; pero no es porque les interese, o porque estén, verdaderamente apasionados por el arte. Un grupo, en particular, me sacó mucho el mal genio y casi lloré, les dije: “No entiendo esto”. Ese mismo día, fui a hablar con mis jefes del asunto, y de acuerdo a lo conversado, entendí que la institución no va a cambiar nada. Con palabras muy corteses, me dijeron algo como: “Sencillamente, así son las cosas, y si usted no se acomoda, no espere que nos vayamos a acomodar a usted”. Entonces lo decidí: mejor dejo de dictar clases en la Universidad, dejo de sufrir, y más bien, me pongo a dictar clases particulares. ¡Y ha funcionado!

 

H.J: ¿Tiene algún ejercicio favorito?

K.M: Ayer, justamente, mi estudiante y yo nos fuimos a un café y nos pusimos a dibujar a la gente, haciendo apuntes rápidos. Allí le dije, que todos los ejercicios que le proponía, eran las cosas que yo hice para aprender a dibujar a modo propio, sólo. Yo iba al Jardín Botánico, iba a cafés, o hacía desnudos dibujando imágenes tomadas de revistas porno, porque eso era lo que tenía a la mano.

 

H.J: ¿Cree que se puede enseñar a ser artista?

K.M: No sé si uno pueda enseñar a alguien a ser artista; pero uno sí puede transmitirle al otro la pasión, el interés, la técnica. Se le pueden dar pistas al otro, se pueden transmitir cosas, así como a uno le transmitieron cosas aquellos que uno encontró en el camino, ya sean profesores, compañeros o amigos. Al fin y al cabo, uno es una suma de enseñanzas, de experiencias.