Eduard Moreno

EDUARD MORENO EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #71 del periódico Arteria. Noviembre, 2019.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa, tanto dentro como fuera del salón de clase, que haya sido fundamental para usted?

Eduard Moreno: La experiencia que más me marcó en mi infancia, tuvo que ver con mi casa, con la influencia de mis padres, Misael Moreno y Berta Sánchez. Mi papá viene del campo, de Boyacá. Llegó muy joven a Bogotá, huyendo de la violencia y la pobreza. Aquí, conocío y se enamoró de mi mamá, que venía del Huila buscando, también, un mejor futuro. Por eso, mi niñez fue marcada por la precariedad. Recuerdo mucho cómo armaron poco a poco mi barrio, Palermo Sur; lugar que potenció de una manera tremenda mis sentidos. Al comienzo no tenía alcantarillado, y por todo lado había barro, lodo y arcilla. Con esos materiales, los adultos construyeron el barrio, y con esos mismos materiales, jugabamos los niños. Recuerdo que en octubre, salían cucarroncitos por todos lados y las charcas se llenaban de renacuajos, y todos los niños nos poníamos a atraparlos, a pescarlos. Así mismo, llegaban los camiones del recebo, que arrojaban por las calles los bloques partidos de las ladrilleras aledañas, obedeciendo órdenes de los presidentes de las juntas de acción comunal, que trataban de pavimentar con ellos las calles enfangadas. Era muy chévere tener ese material a mano. Tuve una niñez linda; pero también peligrosa. Muchos de mis amigos de escuela, La Concentración Barrio Palermo Sur, murieron o desaparecieron a causa de la violencia y la pobreza. Por eso, fue muy importante para mí, ver a mi papá luchando para salir adelante. Él siempre quizo tener una industria, y su sueño de progreso y modernidad me marcó un montón. Mi papá, a estas alturas, debe tener unas cuarenta máquinas de coser sin funcionar; pero mientras yo iba creciendo, vi cómo consolidó su fábrica, vi cómo él y mi mamá, invertían todos sus días trabajando por ese sueño. Todo ese mundo de las telas, las máquinas y los empleados también me marcó muchísimo. Lo primero que hizo mi papá al llegar a Bogotá, fue volverse vendedor en San Victorino. Ese lugar fue el centro de sus negocios. Incluso cuando estudiaba en la universidad, yo todavía cargaba paquetes, para después vender en San Victorino. Al comienzo, no hablaba con mis compañeros de carrera de ese lugar, de esa otra actividad mía. Era como un complejo que tenía. Pero ahora, lo veo como un espacio muy especial, y siento que es un privilegio haber crecido en él. Allí entendí la importancia del tiempo, del trabajo y de la emancipación, de la idea de que uno puede trabajar por sí mismo, sin ser un subordinado en una fábrica o una empresa. Al fin y al cabo, vivimos en un país con una economía tremendamente informal, donde las personas que trabajan en fábricas y empresas estables, son pocas.

 

H.J: ¿Le daban clase de dibujo en La Concentración?

E.M: No. Sin embargo, yo era de los pocos niños que dibujaban. Recuerdo que hubo un concurso en Corferias, con el tema de ser minusválido. Me explicaron qué era eso, y empecé a hacer un montón de dibujos con muletas y sillas de ruedas, hasta que el director de La Concentración dijo: “Que cambien de niño, porque este no tiene ni cinco de imaginación”. Y yo me quedé con esa idea: imaginación no tengo. A los once años, más o menos, por fin salí del barrio, para estudiar en el Restrepo Millán, un colegio masculino en el Quiroga.

 

H.J: ¿Usted es hijo único?

E.M: No. Tengo dos hermanos. Uno es físico, el mayor, Alexander. El menor, José, es químico. Yo soy el de la mitad, la bala perdida. Mi papá sufrió mucho tratando de entender qué es eso del arte, porque él siempre creyó en la funcionalidad, en lo utilitario. Sin embargo, él sí veía lo funcional en pintar y vender bodegones. Por eso, salí del colegio con una versión equivocada del arte. Para mí, como para mi papá, el arte era pintar, hacer las cosas parecidas a la realidad, ser un virtuoso en el dibujo o en la pintura. Y a mí me iba bien en ese lugar, yo sabía copiar muy bien. Hacía las tareas de dibujo de la mayoría de mis amigos, y me lucía haciendo carteleras. Pero también tenía una vocación curiosa con lo verbal. Hablaba mucho, contaba historias y me iba bien en las exposiciones. Eso lo heredé de mi mamá. Ella, en algún momento, tuvo una miscelanea donde vendía chance por las tardes. Mi mamá echaba mucha carreta. Le encantaba contar sucesos, y hablaba y hablaba, y tenía una manera muy teatral de hablar. El caso es que, la gente iba más a la miscelanea por escucharla, por ir a enterarse del chisme del día, que por el mismo chance. Ella le daba vueltas y vueltas a una historia, dilatando el tiempo, rompiendo con el agenciamiento capitalista. Eso es muy latinoamericano.

 

H.J: Estirar el tiempo y ponerlo a servicio de uno, y no al revés.

E.M: Total, total. Y por eso, siempre trato de elongar la converación, de abarrocarla, de darle otro lugar a la idea de funcionalidad. En el fondo, siento que los discursos sirven para tres cosas si no están cruzados por el afecto. Es el afecto lo que marca un discurso, y mi mamá es impresionante en eso.

 

H.J: Recuerda alguna clase, o a un profesor que haya sido importante para usted en el Restrepo Millán?

E.M: Hay una experiencia inolvidable que le debo a Eduardo Calderón. Creo que así se llamaba. Era profesor de español. Él se dio cuenta un día, que yo falsificaba los exámenes. Repetía todo y colocaba una nota diferente, cambiando respuestas, falsificando la letra y la firma del profesor. Es que, en el Restrepo Millán, tenían una forma muy curiosa de calificar. Primero, entregaban los exámenes calificados, y cuando se tenían todos, los volvían a pedir para copiar las notas; en ese momento, era que yo los falsificaba. ¿No le digo que yo era estupendo copiando cosas? Me sentía muy feliz falsificando. Hasta que este señor se dio cuenta, me buscó y me dijo: “Yo sé que usted falsifica exámenes y calificaciones, por eso le propongo, que se aprenda de verdad los temas que estamos tratando, o lo hago expulsar. Quiero que aprenda, qué significa la letra, la palabra que usted está falsificando. Quiero que piense, qué significa que creamos en algo, o no creamos; que respetemos una norma, o no la respetemos. Usted, puede seguir falsificando y engañando a los demas, porque a usted le queda fácil. Pero, engañarse uno mismo; eso sí que es peligroso, y trae sus consecuencias.” Recuerdo mucho ese regaño, quizás porque el arte está muy vinculado a todo eso: la copia, la reproducción, el uso de un signo que reemplaza lo real, el engaño. Además, desde aquel dia, ese profesor me empezó a enseñar muchas cosas de caligrafía y de grafología. Él sabía un montón, sobre el estudio de la personalidad a través de la firma, por eso empezamos a estudiar firmas de artistas, de políticos y pensadores. Seguramente, él quería compartir ese otro conocimiento que tenía, y que no hacía parte del pensum, y yo aparecí como caido del cielo. Gracias a él, entendí que así como podía imitar un pajaro, a través del dibujo, también podía imitar el temperamento de un artista. Por eso, tiempo después, en la universidad, terminé haciendo copias de dibujos de Luis Caballero y de Santiago Cárdenas. De hecho, una persona me pagó por hacerle dos Santiagos Cárdenas. Eso fue buenísimo. Copiar es chévere. En aquel momento, para mí, el arte consistía en copiar lo más parecido al modelo. Y siempre pensé que haciendo eso, iba a vender bien mis pinturas, iba a llevar dinero a casa, lo más rápido posible. Mientras estudiaba en la Nacional, me iba para el barrio Galerías, a ver los bodegones y los paisajes, en todas esas vitrinas, y pensaba: “Aquí es donde está mi futuro”. Siguiendo esa misma lógica, del buen copista, en la universidad no me quise lucir mucho; porque pensaba que el profesor podía copiar lo que yo hiciera y capitalizarlo mejor. Fue una gran tontería pensar así; pero poco a poco, esos modelos capitalistas y funcionalistas calcados de mi padre, empezaron a quebrarse, al ir estudiando y comprender otro tipo de relaciones y de maneras de entender el arte, mucho más vivas, más complejas. Eso, por supuesto, me generó una crisis tremenda. Yo estudié en la Nacional de 1994 a 2001. Mis padres, aunque no estaban completamente convencidos, me apoyaron porque ellos tampoco sabían muy bien qué era eso del arte. Por supuesto, mi papá soñaba con tener hijos empresarios, con que nosotros tomáramos las riendas de su fábrica, o hicieramos empresa.

 

H.J: ¿A quién recuerda en la Universidad Nacional?

E.M: Recuerdo a la maestra Stella Muñoz. Ella me dio Dibujo y Pintura, y tenía una visión muy particular de la enseñanza, pues nos dijo, que era imposible compartir conocimiento, sin reconocer el mundo de los afectos, sin reconocer nuestos miedos y nuestros deseos, sin reconocer lo que pasa con nuestra pareja, o los problemas que tenemos en la casa. Siento que ella me acogió de una manera muy bella, como amigo. Así, empecé a elaborar un lugar de pensamiento, vinculando la creatividad, la enseñanza y los afectos. También tuve Pintura con Santiago Cárdenas, por supuesto estudiar con él fue fundamental. Y también tuve clase con Gustavo Zalamea. A él lo recuerdo mucho, porque sacrificó parte de su trabajo artístico por la pedagogía. De hecho, él hacía énfasis en que el artista es un pedagogo. Esa idea impregnó gran parte de su obra, y por eso sus clases me parecieron tan interesantes. Él me dio un curso que reemplazó Pintura 4, y que llamó “Taller Ciudad”. Allí, nos habló de sus postales, de sus proyectos con Bogotá, y nos puso a buscar imágenes urbanas, a hacer collages, para luego, hacer intervenciones en lugares públicos. Al enfrentarme con estas nuevas ideas y formas de pensar el arte, tuve claro que tenía mucho miedo de salir de la universidad, y jugármela como un verdadero artista. El lugar más cómodo para mí, era ser un pintor comercial. Luego, rompí tanto ese esquema, que ya no volví a vender un carajo. Se me fue la mano, creo.

 

H.J: Usted también ha sido docente. Cuénteme sobre eso.

E.M: Cuando llegué a décimo semestre, el maestro Rolf Abderhalden tenía organizado un convenio con la Secretaría de Educación, donde algunos de los estudiantes de Arte, a punto de graduarnos, podíamos hacer una práctica extracurricular, enseñando en colegios públicos. Así, resulté dictando clase en dos colegios en Usme. Esa fue una experiencia maravillosa. Enseñé dibujo, y enseñé a gritar también, pues, teníamos un trato con un profesor de teatro, de manera que dictábamos las dos cosas al tiempo y así poníamos a los niños a correr, a saltar, a gritar, a bailar, a gastar energía; para después ponerlos a dibujar, a partir del cuerpo cansado. Tiempo después, ingresé al Colegio Agustín Nieto Caballero, en la localidad de Mártires, para dirigir un taller de papel hecho a mano, cosa que aprendí con la maestra Nirma Zárate y con “El Tigre” en la Universidad Nacional. Y luego, me vinculé con cuatro colegios más en esa misma zona. Fue una labor súper interesante, porque esa localidad es la que más papel de desecho recibe en Bogotá. Por cuestiones burocráticas, en algún momento nos sacaron del colegio y terminamos haciendo el taller, al lado, en la iglesia de Nuestra Señora de Los Huérfanos. Esa iglesia fue muy importante en el Bogotazo, pues allí albergaron a muchos de los niños del sector, para protegerlos de la violencia que se tomó las calles, y de ahí su nombre. Años después, se robaron el cuadro que entronizaba esa iglesia, el de “La Virgen de Los Huérfanos”. La cosa es que, mientras yo estoy ahí enseñando a hacer papel, matan en la “L”, dentro del “Bronx”, a la mamá de cinco de los niños del taller. Ella era expendedora de drogas. Fue una cosa compleja. Y la manera como tratamos de elaborar el duelo, fue pintar entre todos, un cuadro de aquella mamá como Virgen, acompañada de sus cinco hijos, vestidos con el uniforme del colegio, tal como venían al taller. Y lo bonito de esta historia, es que ahora esa pintura está ahí, en la iglesia, entronizándola, reemplazando a la que se robaron. Por otro lado, como en el taller reciclábamos todo el papel blanco que venía de oficinas, lo que siempre me sobraba era el papel carbón, y empecé a acumularlo. Y de ahí, salío un grueso de mí trabajo, que tiene que ver con la idea del archivo. Claro, todo el papel carbón de los Ministerios y las oficinas públicas y privadas del centro, terminaba allá, en Mártires. Así, me encontré con cientos de archivos bien curiosos. Eran casi unos WikiLeaks precarios, bien locos. Aparentemente, el papel carbón usado no es un documento real; o al menos, los que lo botaban no veían en él ninguna información, porque es negro. Pero si usted se toma el tiempo de revisarlo, ahí está todo. Además, en esa misma iglesia, que colinda con la Plaza España, las estatuas de los santos son guardados en la sacristía después de los servicios, para evitar que se los roben. Y como en la sacristía era donde hacíamos el papel y pintábamos con los niños, siempre estaban esos santos ahí, acompañándonos y dándonos la espalda. Dichas imágenes, junto al papel carbón usado, fueron mis referentes para un proyecto al que titulé Mal de archivo, y que estaba conformado por una serie de santos de espalda, dibujados en tiras largas de aquel papel. Luego de terminar mis talleres en aquella iglesia, que duraron de 2002 al 2005, me encuentro con Fernándo Escobar, ahí cerca. Yo estudié con él en la Nacional. Él estaba comprando unas maderas y me invitó a vincularme a la Tadeo; pues en ese momento, era profesor de aquella universidad. Yo le hice caso, presenté mi hoja de vida y fui aceptado. Duré más o menos unos siete años como profesor de cátedra, dando Dibujo y Pintura. Y también, estuve vinculado como docente en la Academia de Artes Guerrero.

 

H.J: ¿Se aprende siendo profesor?

E.M: Se aprende harto; pero en tanto uno como profesor, no espere dar, sino recibir. Y eso también se aplica a la mediación. Lo fundamental, es cómo provocar en el otro una experiencia de reflexión para que luego responda de una manera propia e inesperada. Uno, inevitablemente, termina aprendiendo un montón en ese tipo de procesos. Pero, si yo impongo mi modelo de pensamiento, mi forma de solucionar las cosas a los estudiantes, eso no sirve para nada. Así la docencia se cierra. Luis Camnitzer dice: “El maestro es bueno cuando ya no es indispensable”.

 

H.J: ¿Cree que se puede enseñar a ser artista?

E.M: Yo creo que sí. El mismo Camnitzer, empieza un discurso elaborando la epistemología de otros conocimientos: habla, por ejemplo, de la ciencia y afirma que es conductual, que es informativa, que es un proceso de construcción; y luego, dice que el arte es un poquito más que la ciencia, porque es eso mismo, más todo lo otro. Y al final concluye que todas las disciplinas deberían ser “eso más todo lo otro”. Es decir, el arte no debe pertenecer exclusivamente a los artistas. Y eso me parece fabuloso. Así, para Camnitzer cualquiera puede ser artista. ¿Pero cómo provocar una pedagogía del arte para los otros, para los científicos, para los sociólogos, para los contadores? ¿Cómo hacerlo, cuando los artistas pensamos que sólo nosotros podemos hablar de arte, hacer arte, enseñar arte, aprender arte? Por supuesto, todo artista es un pedagogo. Lo que pasa es que no hemos querido asumir ese lugar abiertamente, nos da flojera. Preferimos quedarnos en nuestro pedestalito de artista, y ojalá, capitalista.

 

H.J: ¿Porqué para Camnitzer es tan importante lo otro, lo que no es ciencia?          

E.M: Porque siempre es muy peligrosa una sola versión de las cosas. Pues, todo tiene más de una versión. Y lo lindo del arte, es que siempre está señalando que hay múltiples versiones, múltiples sentidos, múltiples maneras de entender y de vivir la vida. Pero los aparatos de vigilancia, control y castigo, como la escuela y la universidad, siempre van a presentarnos una única versión de la vida, una sola verdad; pues necesitan ordenarnos, organizarnos, enseñarnos a obedecer. Yo creo que deberíamos tener unas cuatro o cinco versiones -como mínimo-, para todo, para entender la vida, y para entendernos. El que estemos abiertos a los otros, a sus otras versiones, a sus historias de vida, a sus recuerdos, a sus valores, es lo que posibilita empezar a comprendernos. Por supuesto, existe el metarrelato, el esquema cultural totalizador, la versión oficial de la vida; pero, así mismo, repito, existen otros relatos, y debemos aprender a aceptarlos. El problema, es que aquí queremos siempre acabar con el relato del otro, acabar con el que piensa distinto. Ese exterminio de los relatos, es lo que es triste. Incluso, debemos aceptar que en Colombia -pese al sin fin de culturas y microrelatos que existen-, aún necesitamos un metarrelato propio, un gran relato de Nación. Usted ya se dio cuenta que yo me peleo mucho con lo patriarcal, con lo patriótico -la idea de padre y de patria van juntas-; pero, eso no quiere decir que yo quiera eliminar completamente el metarrelato. Yo lo que quiero, es ponerlo en crisis, dándo voz a otros.