Juan Alberto Gaviria

JUAN ALBERTO GAVIRIA EN “OTROS SALONES”

 

Entrevista publicada en la edición #46 del periódico Arteria. Octubre, 2014.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna clase, alguna experiencia, alguna persona que haya sido fundamental en su formación, tanto en la educación básica, como en la educación superior?

Juan Alberto Gaviria: A ver… yo soy el mayor de seis hermanos. Por los sacrificios de mi padre, Alberto Gaviria, el farmaceuta de toda la vida, del barrio Buenos Aires, pudimos estudiar en muy buenos colegios. Yo entré al San Ignacio de Medellín, pero en tercero elemental, me dijeron que no era lo suficientemente inteligente para seguir ahí, y mis padres me pasaron al Colegio de San José, de los Hermanos Cristianos de La Salle. Eso, no le miento, fue traumático para mí. Pero es que yo en las clases, como que me la pasaba en otras cosas. En el San José, me acuerdo que en una reunión de padres, el profesor le dijo a mi mamá: “Mire, este muchacho es muy raro. Mientras todos hacen la tarea, él se queda mirando por la ventana el paisaje”. Creo que desde ese entonces, yo tenía esa vocación por lo bello, por lo sensible, por la naturaleza, por la vida más allá del salón. Sin embargo, tuve una educación excelente con los Hermanos Cristianos. Me acuerdo que a veces, el Hermano Daniel, que era un científico, tenía que reemplazar a otro profesor y nos comenzaba a hablar de descubrimientos increíbles, como el de los rollos que encontraron del Quram, en Israel. Y me acuerdo de las clases de caligrafía con el Hermano Andrés, quien tenía, por supuesto, un pulso fantástico, una letra bellísima, que a veces, comparo con la letra de un entrañable amigo, José Antonio Suárez. Estas clases de caligrafía se llevaban a cabo, en total silencio, eran unos momentos muy especiales. También me acuerdo mucho del Hermano Faber, quien nos hacía unos dibujos de biología y de anatomía en el tablero, maravillosos, ¡empleando las dos manos a la vez! Y en las clases de historia, el Hermano Emeterio nos hacía dictados en los que narraba cinematográficamente, detalle a detalle, la Batalla del Pantano de Vargas -por decir algo-, mientras escribíamos emocionados. Y para mí era traumatizante el Hermano Apolinar, quien nos ponía a sumar dos, tres cifras, y el resultado dividirlo por tanto, para luego restarle tanto y multiplicarlo por esto y yo, ¡perdido! Y es que en el colegio, fui siempre muy malo en matemáticas; cosa que cambió en mi último año, en un viaje que hice a Massachusetts. Esto tiene que ver con que mi mamá, Ninfa Vélez de Gaviria, decidió albergar en casa, a un grupo de estudiantes extranjeros venidos de Pensilvania, y que llegaron a la Universidad Bolivariana de intercambio. Todavía tengo contacto con algunos de ellos, como Steve Meyer, quien es ahora un coronel retirado del ejército norteamericano, y quien en épocas oscuras, me ayudó mucho, cuando, a finales del año 99, fui amenazado y tuve que irme del país. Viví lo que se siente ser un exiliado, eso me dio muy duro. En semejante circunstancia, Steve Meyer me hospedó en su casa, en Miami. Él fue un verdadero refugio para mí.

Pero, volviendo a los estudiantes de intercambio, muchos de aquellos jóvenes me parecieron muy hippies; sin embargo, eran buenos estudiantes, estaban terriblemente fascinados por los libros, eran estupendos lectores. Uno de estos extranjeros, llamado Chris Hill, viendo cómo en quinto de bachillerato me estaba yendo tan mal, debido a lo deficiente que era con las matemáticas, me invitó a quedarme en casa de sus padres y a hacer mi último año de colegio en una institución, que él pensaba, me iba a ayudar mucho. Y así lo hice, cursé mi último año en el Natick High School, ¡donde aprendí a dividir al revés! Como sabía que el bachillerato ese de por allá, no sirve aquí para nada, entonces decidí quedarme estudiando computadores, programación. Viví un año en la casa de los padres de Chris, y luego me independicé. Mis padres no me mandaban dinero, ni nada; así que me rebusqué la plata de mil maneras: trabajé en fábricas, trabajé dentro de la universidad, conseguía dinero recogiendo las hojas en invierno, y como hacía amigos con facilidad, siempre podía contar con que alguna familia conocida me empleara en algo. Me hice amigo de judíos, de italianos, irlandeses, en fin. Yo sabía que por ser el mayor, debía conseguir dinero y ayudar a mi familia. Me volví muy responsable. Y esa seriedad hacía que me quisieran mucho y me ayudaran.

 

H.J: ¿A qué edad hizo ese viaje?             

J.A.G: A los dieciocho años. Era el año 72 y me quedé en Estados Unidos hasta el 79. Allá me tocó toda el época del Watergate, me tocó la derrota del Vietnam -usted no se imagina la cara de tristeza de los estadounidenses- y me cogió todo el asunto de Chile. Como le dije, me dio por estudiar computadores en una escuela técnica, la Joseph Keefe Vocational School; pero a la vez, dibujaba y alimentaba esa pasión que siempre he tenido por el arte.

 

H.J: ¿De dónde cree que viene esa pasión?

J.A.G: Mi papá siempre quiso ser como artista. Incluso fue alumno de Eladio Vélez, y aun conservo unas acuarelas que hizo en aquel entonces. Y mi abuelo, Rafael Gaviria, era un reconocido ebanista de Medellín. Tengo, por ejemplo, un escaparate medio déco, hecho por él, con unas rosas talladas exquisitas. Sí, de estos dos hombres heredé esa pasión. Pero bueno, imagínese que en la Joseph Keefe Vocational School, me pusieron frente a una IBM 360, un computador enorme, un armario con lucecitas como el de Viaje a las estrellas, y allí, mientras aprendía, trabajé el tercer turno, de once de la noche a siete de la mañana. Para mí, esa fue una época que recuerdo oscura, con unos inviernos muy duros. Hasta que un 24 de diciembre, yo metido con mi computador, en un sótano sorteando unos cheques -ingresando en el sistema sus números antes de enviarlos-, caí en cuenta, que lo que quería era estudiar arte. Y como había hecho mis ahorritos, con esa plata me presenté a la Framingham State University.

 

H.J: ¿Qué le ayudó a tomar esa decisión tan radical?

J.A.G: Pues, una vez, para descansar de tanto computador, me fui al Isabella Stewart Gardner Museum, y en la entrada, había un baile de flamenco pintado por John Sargent. Yo me quedé conmovido por esa pintura. Me demoré mucho tiempo viéndola, disfrutándola, aun la recuerdo con todo detalle. Y quizás, eso ayudó en mi decisión de estudiar arte, de estudiar “la búsqueda de la belleza”. Para ingresar a esta Universidad, había que presentar un portafolio. Yo tenía mis boceticos, y unas cosas que había hecho en un pequeño curso nocturno de arte comercial, al que me había inscrito antes. Y además, tenía que presentar un autorretrato, cosa que nunca había hecho. Eso me tenía muy preocupado; hasta que un amigo, que estudiaba ingeniería, me dijo: “Hacerte un autorretrato es muy sencillo. Tómate una foto en diapositiva y la proyectas, y la calcas, y seguro te queda una cosa magnífica”. Y así lo hice. Pasé la entrevista. Me aceptaron.

Estudiar allá fue maravilloso. Vi pintura, cerámica, teoría del color… y mi clase favorita: Historia del Arte. Porque es importantísimo conocer la historia del gusto. Y tuve unas excelentes profesoras: una era Brucia Witthoft, Ph. D. Especializada en El Renacimiento. Con ella, hicimos un estudio de dibujos renacentistas para el que fuimos al Fogg Museum, cerca de Harvard, a ver unas piezas de su colección, a puerta cerrada. Ella pedía una cita, y así, podíamos estar frente a una sanguina del siglo XVI atribuida a Rosso, por ejemplo. Esa experiencia fue inolvidable; ahí adquirí toda esa fascinación, por la investigación y el pasado. Me fue tan bien en ese seminario, que me gané un premio por la mejor ponencia, que hice, sobre el Manierismo y la Escuela de Fountainebleau. También, recuerdo con mucho cariño, los cursos de la profesora Leah Lipton sobre arte moderno, y otro sobre arte asiático, donde aprendí sobre el arte de la China, sobre el arte hindú, sobre los japoneses… esa clase me encantó, me apasionó conocer las creencias, la espiritualidad de oriente y cómo fue plasmada estéticamente. Y bueno, después de cuatro años de estudio, me gradué a mucho honor, Magna Cum Laude.

 

H.J: ¿Qué es exactamente lo que dice su diploma?

J.A.G: Bachelor in Arts with Major in Art Studies and Minor in Art History. Todos me decían, “mire, estudie sicología de la educación que usted va a ser profesor” y yo decía: “No, yo quiero estudiar historia”. Esto, quizás por influencia de mi padre. Él llegaba de la farmacia, ya por la noche, y cuando todos estábamos durmiendo, se ponía a leer su Colección Salvat de Historia y Geografía. Él nunca viajó a ninguna parte, pero él podía contarme sobre los ríos de Yugoslavia, o sobre los Alpes Suizos, y eso me marcó.

Bueno, después de mi grado, ya con 25 años, y mi diploma en la mano, pensé venirme “mochileando” de Estados Unidos a Colombia; pero empezó la guerra en Centroamérica, y por tanto, me devolví derechito a casa. Unos meses después de mi llegada a Medellín, en noviembre del 79, desesperado, sin trabajo, pasé frente al Colombo Americano y se me ocurrió entrar a probar suerte, a ver si podía meterme a enseñar inglés. Adentro, vi a un norteamericano que bajaba por las escaleras, me presenté y me dijo que se llamaba Paul Bardwell. Le conté que acababa de llegar de Massachusetts, y me dijo: “Qué curioso, yo soy de Massachusetts”. Fue muy gentil conmigo, me indicó lo que tenía que hacer para solicitar un puesto de profesor. Yo seguí al pie de la letra sus instrucciones, me hicieron los exámenes, los pasé y bueno, nunca volví a salir del Colombo.

 

H.J: ¿En ese momento el Colombo tenía tanta actividad cultural, como la tiene hoy día?

J.A.G: En aquel entonces, la parte cultural en el Colombo había entrado en decadencia. En su sala de exposiciones se mostraban cosas medio decorativas, pinturas de bodegones y eso. Pese a que tenían el apoyo de la Embajada, creo que quienes estaban a cargo del espacio, no contaban con la preparación, con los estudios que yo tenía.

 

H.J: ¿Qué hizo, apenas regresó al país?

J.A.G: Apenas llegué, me contacté con algunos artistas y montamos un taller, por el lado de La Toma, un lugar muy peligroso. Allá arrendamos una casa, pero eso era un desorden, y uno siempre terminaba pagando el alquiler de los demás. En ese colectivo estuvieron Carlos Vélez, quien ahora vive en Paris, y Yolanda Mesa. Ahora, tengo que contarle que en el 81 me ocurrió algo terrible: mis padres se fueron de vacaciones, junto a mi tío, mi tía y mi sobrina, y el avión donde viajaban se cayó y fallecieron todos. Entonces, con 27 años, siendo el mayor, tuve que hacerme cargo de mi casa. Ese fue un golpe durísimo; pero, yo creo que toda esa madurez adquirida a lo largo de mi viaje, me ayudó a no perder los cabales, ni a dejar que mi familia se desintegrara. Así, aguanté la crisis, hasta que dos años después de entrar al Colombo, muy al tanto de mi hoja de vida, el director me llamó para que fuera asistente del área cultural. De tal manera, en asocio con el Colombo Americano de Bogotá -que tuvo una época muy importante con Santiago Samper-, organizamos una exhibición de Melitón Rodríguez, el fotógrafo. En esa misma época, con otro curador, Elkin Mesa, para la celebración de los 35 años del Colombo Americano, hicimos una retrospectiva de Humberto Chaves, el mejor alumno de Francisco Antonio Cano. En el 84 Medellín comenzó a dañarse, y muchos extranjeros se fueron horrorizados del país, el director del Colombo entre ellos. En su reemplazo, Paul Bardwell fue nombrado director. Él, inmediatamente me llamó y me propuso ser el director de la galería. Bardwell amaba incondicionalmente a Medellín, e hizo cosas maravillosas en el momento en que la ciudad más lo necesitaba. Por ejemplo, impulsó y dio forma a la cinemateca con la ayuda de Luis Alberto Álvarez y Víctor Gaviria, y luego apadrinó la revista Kinetoscopio. Bardwell fue otro de mis grandes maestros, y como homenaje póstumo, la galería del Colombo lleva su nombre.

 

H.J: Hábleme de sus primeras exposiciones como director de la galería del Colombo.

J.A.G: Mis primeras exposiciones como director, las hice con artistas bogotanos, ya que nadie de Medellín quería exponer en un espacio que había tocado fondo, en cuestión de calidad. La primera, la curé junto a Galaor Carbonell, con obras de María Morán y Carlos Salazar, entre otros. Luego, organizamos unas exhibiciones de artistas tejedoras, como María Teresa Guerrero y Claudia Hakim. Y después, para comenzar a mostrar arte local, hicimos dos exposiciones con la asesoría de Alberto Sierra: Escultura abstracta en Antioquia, con piezas de Ronny Vayda y Hugo Zapata; y la otra, con dibujos de artistas de Medellín, como Marta Elena Vélez, Óscar Jaramillo y Félix Ángel. Con todas estas cosas, la gente se convenció, y empezó a ver al Colombo Americano, como un referente cultural importante en Medellín. Lograr semejante cambio, fue maravilloso, y por ello estoy en deuda con Alberto Sierra, quien serio y dedicado, nos ayudó, incluso, a diseñar postales y catálogos. Su visión y consejo fue fundamental en aquel momento. Él me decía a cada rato: “La síntesis de lo moderno es la elegancia”. Y eso es lo que yo he intentado hacer: buscar esa “elegancia”, que en palabras de Schumacher, el premio nobel de economía, puede definirse así: “Lo sencillo es hermoso”. Por tanto, mi plan de vida, es encontrar lo bello en lo de todos los días, en lo que posiblemente no se toma en cuenta, en lo sencillo, en lo pequeño, como un poema zen.

 

H.J: Como usted es historiador, curador, artista, investigador, quiero preguntarle, ¿qué libros han sido fundamentales para usted?

J.A.G: Me encantan los ensayos de Heidegger, como Construir y habitar. Él ha sido un pensador muy importante en mi vida, y creo, que hasta ahora lo estoy entendiendo. Él escribió: “El hombre habita en cuanto poeta.” Yo estoy de acuerdo. No todo son datos, cuentas, cálculos, números. Yo creo, que la esencia del todo, está en lo poético. Y ahí sí, tenemos mucho que decir desde el arte. Y bueno, también me gusta mucho Gadamer, quien sostuvo que lo más importante en la vida es el diálogo, la conversación, el intercambio de ideas y formas de ver el mundo. Además, Gadamer, frente a su maestro, que fue Heidegger, tuvo que tomar otra ruta; y eso mismo hice yo, frente a Alberto Sierra. Y está claro, que lo que más nos diferencia, es mi interés por el “arte relacional”. Cuando se habla de este tipo de arte -algunos lo llaman “arte social”- muchos preguntan: “¿Qué queda, que se puede coleccionar de este tipo de arte?” Y yo les respondo, que lo que queda de un arte de transformación social, de trabajar con comunidades vulnerables, de hacer estos laboratorios -en  deseartepazblogspot.com  aparecen los 43 o 44 laboratorios que llevamos hasta la fecha-, de trabajar acciones afirmativas, lo que queda de todo esto no tiene precio, y es la manera en que se transforma el participante.

Por eso mismo, a veces, nos interesa más traer a un experto en cambio climático que a un artista; y así lo hacemos. Y ¿cómo escogemos los temas de esta Galería? Pues, muchas veces leyendo la prensa. ¿Qué está pasando con la población desplazada? ¿Qué está pasando con el problema de la deforestación? El año pasado, hicimos un laboratorio sobre la minería, y concluíamos que minería también es “educación”, “patrimonio”, “necesidad”, “autonomía”. A nosotros, lo que nos interesa, es ejercitar la crítica del juicio, Hicimos un laboratorio sobre víctimas de desaparición forzada, para tratar de sanar el dolor de todas estas personas que han perdido hasta tres de sus hijos, y volverlas constructoras de paz. Todo esto se hace, como le dije, a través de la metáfora, a través de la poética.

 

H.J: ¿Ha sido difícil convencer a los patrocinadores y directivos del Colombo, de la importancia de todo esto?

J.A.G: No fue nada fácil; pero la institución ya apoya los laboratorios. Es que los tiempos han cambiado, el arte ha cambiado. Los 90 en Colombia, atestiguaron la aparición de movimientos y acciones ecológicas y políticas, de artistas radicales interesados en trabajar fuera de las galerías, llevando a cabo acciones dentro del paisaje, como María Teresa Hincapié, quien es otra de mis grandes maestras. En uno de esos salones que hace el Banco de La República, tuve la fortuna de ser jurado junto a ella. Así nos conocimos. Nos pusimos a hablar, y resulta que ella estaba leyendo el mismo libro que yo: El reencantamiento del Arte de Suzi Gablik. Esa fue una señal. Nos volvimos muy buenos amigos, y estuvimos años trabajando con la comunidad, yendo a Cúcuta, a Bucaramanga, a Cali, a Barranquilla, a Medellín. Hasta me tomé un sabático, y me fui con ella a la Sierra Nevada de Santa Marta. Por allá, arriba de Quebrada Valencia, estuve un año trabajando, viviendo como Gauguin.

 

H.J: O como Heidegger, que escribió El Ser y El Tiempo en una cabaña sin luz eléctrica, ni calefacción, incomunicado, con lo mínimo, en la mitad de la Selva Negra. perdido? (47 min.) paraiso en tovivir aislado en un lejano lugar? Pero ahora me cuenta que se fue con MarLa instituciobre “en toSeguro que vivir así, en La Sierra, fue otra experiencia de vida.

J.A.G: Haber compartido un poco de mi vida con la maestra María Teresa, y en semejante lugar, fue una cosa maravillosa. Yo me llevé mis dieciocho bultos de libros, entre ellos a Heidegger; pero allá se volvieron nidos de polilla y alacranes. Ese fue un viaje de fortalecimiento. Hacíamos yoga desde las cuatro de la mañana, y luego, nos poníamos a trabajar la tierra. Así estuve, hasta que Paul Bardwell me fue a visitar, y me dijo que yo hacía falta en Medellín. Entonces, me regresé, aprovechando que tenía que ir a Bogotá, a dar una conferencia sobre las esculturas de Henry Moore, conferencia que preparé en La Sierra a punta de vela.

 

H.J: ¿Llevó diapositivas a La Sierra?

J.A.G: Sí. Allá sobreviví gracias a mi querida historia del arte. Y por eso mismo, di unos seminarios en el Banco de La República, en Santa Marta. Es decir, estaba por allá arriba, y seguía levemente conectado. Pero era muy difícil bajar y volver a La Sierra. Con la platica de esas charlas me aprovisionaba, y regresaba cargado, arreando bestias. Después de hablar de hermenéutica –tal lo aprendido en la Especialización en Hermenéutica y Semiótica del Arte, que cursé en la Universidad Nacional en 1995- tenía que halar a las mulas durante horas, con otro tipo de lenguaje.

 

H.J: ¿Qué aprendió en La Sierra? 

J.A.G: Aprendí a tener voluntad y a ser responsable. Yo llegué allá como un intruso, y después de un tiempo, la gente de la región me premió llamándome “Don”. Allá me gané a pulso el “Don Juan”.

 

H.J: ¿Aprendió algo de los indígenas de La Sierra?

J.A.G: En ese momento no. Ellos vivían mucho más arriba, y quisimos guardar distancia, fuimos muy respetuosos con ellos. Pero fíjese que luego, con el Colombo, trajimos a Fern Shaffer, a Dominique Mazeaud, a Lynne Hull, artistas contemporáneas, activistas preocupadas por la tierra, por la sabiduría de culturas aborígenes, por crear vínculos y hacer proyectos interdisciplinarios, y las conectamos con algunos líderes arhuacos y koguis. Para nosotros ellos son muy importantes. Es ejemplar su resistencia y su conocimiento.

 

H.J: ¿Ha sido profesor?

J.A.G: Sí. En la Universidad Nacional de Medellín dicté una clase llamada Asuntos Contemporáneos, y también dirigí trabajos de grado, durante algunos años. Pero, luego me di cuenta, que en realidad la galería del Colombo es mi verdadero foro, mi espacio, mi salón. Como le dije, en el Colombo cuento con el apoyo de la institución; así que puedo dar rienda suelta a “mi pedagogía”, sin tener que preocuparme por normas y protocolos universitarios.

 

H.J: Cuando dictó clase, ¿puso en práctica cosas que le enseñaron sus maestros?

J.A.G: Sí, claro. Insistí en la importancia del arte como generador de procesos, en la importancia de aquello que se hace por fuera del museo, por fuera del arte; subrayando las transformaciones, que se llevan a cabo, entre nosotros y dentro de nosotros.

 

H.J: Para usted, ¿qué no es arte?            

J.A.G: Bourriaud dice, que cuando habla de “arte relacional”, se refiere a una clase de arte que no se puede hacer en los centros comerciales. Claro, yo creo que hay un espacio para todo; pero, lo que más me mueve, es la capacidad del diálogo y la metáfora, la poética, para transformar individuos y sociedades. Por supuesto, me encanta ir al Museo de Arte Moderno a contemplar una escultura minimalista; pero disfruto más, viendo los ojos de jóvenes que han sido tocados por la capacidad del arte de generar sentido de vida. En esta época donde abunda el desespero, dar sentido de vida es fundamental.

 

H.J: ¿Se puede enseñar a ser artista?

J.A.G: Yo creo que se nace artista. Pero se pueden formar seres constructores de paz, a través del arte. Suena muy idealista, pero aquí, en las actividades del Colombo, tenemos la evidencia. Y aclaro: la idea del “arte relacional” no es volver a todo el mundo artista; sino sensibilizar a la gente, dotar a las personas con la capacidad de juzgar lo que es bueno, lo que es “bello”. Porfirio Barba Jacob escribió: “Los americanos son los poetas del pragmatismo”. Así no parezca, yo soy pragmático. Mi ideal es coger la belleza y ponerla al alcance de todos.