Natalia Gutiérrez

NATALIA GUTIÉRREZ EN “OTROS SALONES”

Entrevista publicada en la edición #58 del periódico Arteria. Mayo, 2017.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda a alguien, alguna clase o alguna experiencia educativa que haya sido fundamental para usted?

Natalia Gutiérrez: En el colegio me iba mal, en todo. No sabía sumar, ni restar, ni sabía de geografía, ni nada. Pero, recuerdo que una profesora de español, me puso un día a describir una cosa de forma objetiva y yo describí un árbol. No recuerdo el nombre de esta profesora, pero ella leyó lo que escribí y me dijo que le había gustado mucho. Eso me marcó. Y fíjese, yo acabo describiendo obras de arte.

 

H.J: ¿En qué colegio estudió?

N.G: Yo estudié como en cinco colegios y no le voy a decir cuales porque eran espantosos. Eso era muy horrible. El colegio para mi fue una tragedia. En otra ocasión, como estaba lloviendo y nadie podía salir al recreo, me pusieron a leer un cuento en voz alta para entretener a los niños. Y resultó que yo leía muy bien. Desde aquel momento siempre me ponían a leerle a los demás. Eso también fue importante y creo que aun lo hago. Cuando dicto clase es como si contara un cuento. Me gusta lo anecdótico… el mundo como anécdota. Los teóricos del arte desprecian eso; pero a mi me encanta.

 

H.J: ¿Recuerda un cuento o novela que haya sido importante para usted en ese entonces?

N.G: Tuve un libro con los cuentos de Hans Christian Andersen. De tanto leerlo lo desbaraté. Recuerdo una historia muy bonita llamada “El Viejo Conciliasueños” sobre un personaje que se le sentaba al pie de la cama a un niño que no se podía dormir y le contaba cuentos. Y uno no sabía, al final, si ese viejito era un sueño del niño. Aún tengo presente la ilustración: el personaje sentado al lado de la cama tenía botas y gorro de gnomo. Claramente, lo visual también fue importante para mi, desde muy niña. Es que yo tuve una familia que me entrenó, que me enseño a ver.

 

H.J: ¿Cómo se llamaban sus padres y en qué trabajaban?

N.G: Mi mamá se llamaba Ester Echeverry. Ella era un ama de casa aguerrida y muy inteligente. Ella leía mucho y era muy simpática y conversadora. Ella era muy especial. Mi papá y mi mamá eran de Salamina, toda mi familia es de allá. Tengo cuatro hermanas y cuatro hermanos, y yo fui la única que nació en Bogotá. Como en los años cuarenta se vinieron todos para Bogotá. Mi papá, Pablo Elías Gutiérrez era médico y se vino a ser profesor de la Universidad Nacional.

 

H.J: ¿Pensó alguna vez en estudiar Medicina?

N.G: Yo siempre quise estudiar Antropología, porque uno de mis tíos, Daniel Echeverry, me contaba historias de los “indios” y de las guacas y eso me parecía fantástico. Él me contaba un montón de cuentos y me mostraba tiestos que habían encontrado escavando. Así, entré a Los Andes en el año 1972 y encontré un espacio muy especial. Habían muchos movimientos políticos dinamizando todo. Estaba el Bloque Socialista, estaba el MOIR, estaban las reivindicaciones indígenas. Yo era muy tímida y creo que no abrí la boca en toda la carrera. Pasaban demasiadas cosas a la vez, en una Universidad muy politizada. Y allí sucedió algo que me sirvió mucho: tome clases de otras carreras. Por casualidad, entré a una clase que se llamaba Hombre Moderno donde me enseñaron quien era Brecht, quien era Joyce. Y entré a una clase sobre El Quijote, que dictó la esposa de Roda, María Fornaguera. Esa clase era a las dos de la tarde y yo entraba arrastrando los pies; pero empezamos a leer a Cervantes y a hablar sobre el Barroco…y me encantó, ¡fue toda una experiencia! Además, me iba sola a pasear por el centro, y así empecé a ver exposiciones. Había una galería que se llamaba Belarca y allí, una vez, vi una imagen de un tipo acurrucado con bluyín y botas de cuero y yo quedé absolutamente anonadada con esa obra… era de un tal Miguel Ángel Rojas y se titulaba “Boca”. Me pareció la cosa más sensacional. Yo no había visto algo así ¡y con ese nombre! Yo que era una niña idiota, recién salida del colegio, pues no podía tener idea de dónde tenía ese señor la boca. Yo quedé un poco enferma con eso. También vi una exposición maravillosa de cabecitas Tumaco en el Colombo Americano. Y vi los tableros de Santiago Cárdenas, en el Museo de Arte Moderno, cuando quedaba en El Planetario. En ese momento aquel Museo era una cosa increíble… allí vi también una exposición de los surrealistas y una de Francis Bacon, ¡sensacional!

 

H.J: Además de las electivas que vio de otras carreras, ¿recuerda alguna clase importante en Antropología?

N.G: Las clases de Carlos Morales eran buenísimas. Él tenía una forma de exponer muy clara y con mucha pasión. Y no soslayaba ninguna pelea. Se metía en discusiones y argumentaba sus puntos de vista de manera muy precisa.

 

H.J: ¿Qué tipo de discusiones eran esas?

N.G: Por ejemplo, si los niños indígenas deben estudiar Español en el colegio. Mejor dicho: ¿qué herramientas deben conservar y qué herramientas deben incorporar los indígenas para participar en la sociedad occidental? Eran discusiones muy complejas. Ante semejantes problemas, yo guardaba silencio; sencillamente, escuchaba y trataba de entender. Además, Carlos en sus clases trataba de equilibrar teoría y práctica. Él tenía mucha experiencia en el trabajo con indígenas y campesinos y nos compartía sus observaciones y sus experiencias. Recuerdo también, un seminario de ecología, hermoso, que nos dictaron unos franceses. Ellos nos advirtieron del calentamiento global, ¡hace treinta años! A mi me gustó mucho estudiar antropología.

 

H.J: ¿Cuál fue el tema de su tesis?

Hice la tesis sobre los mineros del carbón de Lenguazaque, cerca de Ubaté, en Cundinamarca. Hice un montón de entrevistas, conocí sus condiciones de vida… fue un trabajo muy duro, pero muy interesante. Me demoré un montón redactando esa tesis a punta de máquina de escribir, casi no la acabo. Apenas terminé materias, entré a trabajar con un demógrafo en Planeación Distrital, haciendo entrevistas a lo que llamaban “estrato uno”. Y un tiempo después, me casé con Francisco López, un artista egresado de la Tadeo. Mi relación con él, por supuesto, también me acercó al arte. Yo lo conocí desde que estudiaba Antropología y él me contaba de sus clases de arte. Él tuvo una serie de profesores interesantísimos: Miguel Ángel Rojas, Luis Caballero, Carlos Rojas, Eduardo Serrano. Luego de casarnos viajamos a París. Nos fuimos sin plata, resulté cuidando niños y la pasé muy rico. Allá conocí a David Bowie, por ejemplo. Él se la pasaba en mi edificio, una construcción en ruinas a punto de caerse. Era amigo de un tipo que tenía un bar abajo, como un pub, y por eso se la pasaba para arriba y para abajo, con el pelo rojo, con el pelo morado, en fin. El edificio era genial. Nunca recogían la basura, así que para entrar o salir uno tenía que pasar por encima del mugrero. Era un edificio como de prostitutas, encantadoras, de las que subían un cliente a cada rato… y también de travestis. Bueno, ¡había de todo! Y mientras yo salía a cuidar niños, mi esposo se quedaba pintando.

 

H.J: Imagino que fue a muchas exposiciones en París.

N.G: ¡Claro! Todos los domingos iba al Louvre, porque ese día la entrada era gratis y no había colas. Y me tocó la inauguración del Centro Pompidou en 1979. Allá vi, por ejemplo, un piano forrado en fieltro con una cruz roja. Y yo decía: “Dios mío… ¿esto qué es? ¡No tengo ni idea!” Esa imagen, fue tan fuerte, tan extraña, que siempre la recuerdo, siempre me ha acompañado. Allá vi las cosas más raras. Vi una exposición de arte cinético, asistí a conciertos de música concreta. En el Pompidou había de todo. Recuerdo mucho una exposición de Edward Kienholz que me encantó, donde mostró una casa como estallada, como puesta patas arriba, con la licuadora desbaratada por allá arriba, la nevera metida en una pared y el sofá en el techo, era como una explosión de la vida cotidiana. ¡Kienholz era terrible! Después de dos años, a Francisco le dio porque teníamos que regresar y de vuelta en Bogotá entré a trabajar en el Instituto Geográfico Agustín Codazzi. ¡Ay, Dios mío! Y me metí a tomar unas clases de Historia del arte, en los cursos nocturnos de educación continuada de la Universidad Nacional, con Ivonne Pini y Germán Rubiano. Hasta que un día Pini me dijo que porqué no escribía una reseña para la revista Arte en Colombia; y así empecé a escribir sobre arte. Eso sí, le soy franca, escribí unas cosas que hoy las leo y son incomprensibles.

 

H.J: ¿De qué trató su primera reseña?

N.G: Escribí sobre una exposición que hizo Miguel Ángel Rojas en el Museo de Arte de la Universidad Nacional, con unos grabados que parecían bolsillos, y creo que hizo una reedición de las fotos del Faenza. No recuerdo muy bien esa exhibición; pero sí recuerdo que me encantó, sobre todo por el uso de la fotografía. A mi no me gustaba Luis Caballero; pero sí me gustaba Miguel Ángel. Nunca pude entender a Caballero. Me parecía un churro y dibujaba muy bien. Pero sus dibujos siempre estaban rodeados de blanco, eran como cuerpos sin contexto, listos para ser colgados en el museo. En cambio lo de Miguel Ángel sí era el mundo real. Sus hombres vestían bluyín, o iban a cine. Miguel Ángel era otra cosa, él quiere aterrizarlo a uno. Él está entre el mundo del arte y el mundo real. ¿Se acuerda de esas botas? ¿Sus dibujos de botas? ¡Es la cosa más sensacional! Pero, volviendo a esa clase de Historia del arte, como cierre de curso Ivonne y Germán se inventaron hacer un libro de entrevistas y yo, que estando embarazada, había empezado a estudiar fotografía, participé con una entrevista imaginaria a Alfred Stieglitz, un visionario que en 1902, fundó una muy controvertida galería de fotografía en Nueva York. Ese fue un trabajo verdaderamente heroico. Me tuve que averiguar toda la vida de ese señor, y luego, tuve que articular mis preguntas con sus respuestas. La cosa es que ese curso fue maravilloso. Yo aprendí un montón en esas clases. Ivonne y Germán nos pusieron a leer cosas interesantísimas. Y por supuesto, fue fundamental para mí el ejercicio de la escritura, que Ivonne promovía tanto. Tiempo después se abrió la Maestría de Historia y Teoría del Arte y La Arquitectura en la Universidad Nacional. Al comienzo era sólo para arquitectos pero luego entró Ivonne y yo también entré. Esa era una Maestría para discutir sobre la teoría de la arquitectura. Los profesores debatían frente a los estudiantes y no había consenso. Era una cosa, ¡pero sensacional! Y poco a poco, empezaron a involucrar al arte, hasta el punto que hoy, es más de arte que de arquitectura. Cuando llegó el momento de mi tesis yo había empezado a ver juiciosamente las obras de José Alejandro Restrepo, así resolví hacerle una entrevista. Esa iba a ser mi tesis. Pero a los arquitectos eso les pareció “de quinta”. ¿Cómo una entrevista iba a ser una tesis de Maestría? Afortunadamente, apareció Rocío Londoño, una de las personas que yo más admiro. Ella es socióloga, y me dijo: “Yo le dirijo esa tesis. Eso no tiene ningún problema. Haga su entrevista. ¡Preste a ver!” Yo le agradezco mucho a Rocío, porque me puso en mi lugar. Le pareció que yo escribía pésimo, que no sabía para dónde iba, y me preguntó: “¿Para qué hacer una entrevista?” Y mientras yo pensaba eso, me nombraron decana de Artes en la Tadeo. Por tanto, me tocó suspender la tesis. Yo acepté ese trabajo, porque en ese momento me separé y me hice cargo de mi hija, Catalina, y por tanto era muy ventajoso aceptar. Pero realmente, no tengo ni idea porqué me pusieron ahí. Llegué a un trabajo que no conocía. Yo había trabajado en la Tadeo como profesora, y también había asistido a unas reuniones de renovación curricular… tal vez por eso pensaron en mi. Así, me metí de lleno en ese trabajo que fue durísimo, durísimo, durísimo.

 

H.J: ¿Qué año era ese?

N.G: Fue en 1997. Me encontré dirigiendo una Facultad que era como un patio con una caseta. Pero tenía muy buenos profesores. Claro, había otros que a mi no me gustaban y por eso no les renové el contrato. Así, metí gente joven que a mi me parecía interesantísima, como Jaime Cerón. Yo dije, “este señor debería ser profesor de escultura”, porque yo le cogí hartera al arte engolosinado con la propia forma, al arte que se hace para hacer arte; a mi me gustaba el arte más inclusivo, abierto a otras cosas, abierto a la historia, o abierto al amor, como esa cama que hizo Fernando Escobar en el pregrado, con un corazón de peluche. Me gustaba el arte más relacionado con la cultura popular, con la vida diaria. Y Jaime sí dictó unas clases de escultura que ¡eran una cosa sensacional! Me acuerdo que una vez me dijo: “¿Sabe lo que voy a hacer? Voy a pedirles a los estudiantes que se inventen la fórmula matemática del readymade.” ¡Era una cosa! Entonces, empecé a llamar gente que pudiera hacerme coro. Llamé a Rafael Ortiz, a Jaime Iregui, a Fernando Uhía y a Jaime Ávila como profesores. Jaime Iregui tenía un proyecto llamado Tándem, que era como una internet pero análoga. Y Ávila hizo una revista ¡sensacional! Jaime Ávila era serísimo. Era el más serio de todos los profesores. Y llamé a Manuel Santana como Administrador Docente. Él fue un compañero de trabajo magnífico. A mi me gustó mucho lo que pasó en la Tadeo en ese momento. Me gustó lo que sucedió en el salón de clase. Yo creo que los estudiantes aprendieron un montón. Pero a las directivas eso les parecía como raro. Luego entró un tipo a dirigir una nueva acreditación y él nunca estuvo de acuerdo conmigo; él pensaba que había que volver al Surrealismo. Yo me desesperé y me salí antes de que me botaran. Así retomé mi tesis de la Maestría y entré como profesora de tiempo completo a Los Andes. Pero fue una linda experiencia. En aquel cargo aprendí que un director de carrera debe estar abierto, debe estar dispuesto a conversar tanto con profesores, como con estudiantes. Yo rescato, siempre, el espacio de la conversación, de allí surgen muchas ideas.

 

H.J: ¿Qué clase dictó en Los Andes?

N.G: ¡Todas! Dicté muchos contextos, esas clases de primer semestre que son para mucha gente, para diferentes carreras. A mi me parecen importantísimas esas clases de contexto. Como le dije, yo tomé clases de contexto cuando fui estudiante del pregrado. Imagínese cómo le puede abrir la mente a un ingeniero, por ejemplo, una clase sobre los egipcios, ¡eso es genial! También dicté unas Teorías del arte. Dicté unos Seminarios de escritura y de curaduría. Y dirigí tesis. En Los Andes dicté de todo.

 

H.J: ¿Terminó la tesis de Maestría?

N.G: Terminé la tesis. Fue, verdaderamente, un parto. Luego la mandé al primer concurso de ensayo teórico que se inventó Cerón en La Secretaría de Cultura y Turismo; me dieron mención y por eso me la publicaron. Eso me pareció lo máximo. Se titula “Cruces”, es una mirada a la crítica de arte contemporáneo y a la obra de José Alejandro Restrepo. Esa tesis está muy mal escrita, tiene muchos errores de sintaxis, de ortografía; pero la entrevista a José Alejandro es estupenda. Y tiene ideas interesantes. Por ejemplo, frente al “todo vale” de la postmodernidad yo propuse tres cosas para valorar una obra de arte. Primero, que sea capaz de ampliar la percepción del espectador. Segundo, el empleo de una técnica reinventada por razones existenciales _eso lo veía también en las obras de Cardozo, o en las de Herrán, quienes no utilizaban una técnica instituida o aprendida de un manual; sino que la inventaban en el propio hacer. Y tercero, el concepto de solidaridad, tomado prestado de un libro de Richard Rorty, llamado “Contingencia, ironía y solidaridad”. En su libro, Rorty dice que el artista es el único que se mete, con curiosidad, a mirar el mundo y por lo tanto descubre cosas que los demás no pueden ver. Entonces, cuando voy a ver una obra de arte, pienso: “¿Será que amplía mi mundo, será que me gustan sus invenciones técnicas y será que es solidaria, será que demuestra curiosidad por la vida de los otros?”

 

H.J: ¿Qué ha aprendido siendo profesora?

N.G: Al principio, yo le dictaba clase a Dios, a Pablo Picasso, a una autoridad, digamos. Y con el tiempo, me fui dando cuenta, que uno le dicta clase es a la gente que está ahí. Entonces, yo no dicto clase para que se aprendan la teoría; sino para que apliquen esa teoría en el mundo real. Por ejemplo, hay un curso que me inventé que se llama Pensamiento Fotográfico, donde leemos el libro “Álbum de Familia” de Armando Silva, o “La Cámara Lúcida” de Roland Barthes. Pero lo más importante es que los estudiantes hacen tres álbumes fotográficos. Revisan su álbum familiar, hacen un álbum de noticias y hacen un álbum de recorridos cotidianos. Yo llevo más de diez años dictando esa clase, pero lo que hacen los estudiantes es cada vez diferente, lleno de detalles, muy interesante. Siempre me sorprendo. ¡Llegan con unas cosas tan hermosas! Y de ahí, de esa clase, de ver todos esos álbumes salió “Cuidad Espejo”; libro que publicó la Universidad Nacional.

 

H.J: ¿Cree que se puede enseñar a ser artista?

N.G: Sí, totalmente. Un poco, la idea de “Cruces”, es que el artista es como un gran editor del mundo. Un editor muy inteligente y muy necesario, que hace cruces entre diferentes ideas, quehaceres, disciplinas, entre diferentes puntos de vista. Y al estudiante se le puede enseñar a ser artista, entendiendo esto como la capacidad que tiene de cruzar información, para hablar de lo no dicho. Yo creo que el “ser artista” es una condición que todos los hombres tienen. Lo que pasa es que el colegio, la familia, la mayor parte de la estructura social colombiana, está diseñada para olvidar, para perder esta condición, para no ejercerla. A cada rato nos dicen: “No, no, no, esto no se relaciona con esto, esto debe ir aparte, esto no se puede mezclar con esto otro”. Pero en la carrera de Arte, sí que se puede alentar esa capacidad de vincular diferentes mundos, para mostrar la realidad de otra manera. Por eso, no creo en la palabra “talento”, ni me gusta la palabra “creación”. Esas palabras lo dejan a uno inmóvil, porque se refieren al acto divino de hacer partiendo de la nada; y eso es imposible. En cambio, la idea de cruzar informaciones precedentes sí me gusta. Es trabajar con lo que ya está ahí, con todo tipo de información que uno tenga: emocional, plástica, histórica, doméstica. De ahí, la importancia del artista capaz de ampliar y transformar el mundo haciendo nuevos vínculos.