Lucas Ospina

LUCAS OSPINA EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #62 del periódico Arteria. Marzo, 2018.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda una experiencia fundamental, que le haya ayudado a ser quien es, tanto dentro como fuera del salón de clase?

Lucas Ospina: Yo siempre digo que a mi me obligaron a estudiar arte. Mi mamá, Vicky Ospina, es fotógrafa; mi papá, Sebastián Ospina, es actor; mi tío, Luis Ospina, es cineasta… hasta mi abuela, Georgina Ospina, tenía intereses culturales y siempre nos contaba una experiencia que había tenido muy joven cuando la mandaron de Cali a Europa, antes de la Segunda Guerra, y había vivido “La Bohemia”. Ella nos contaba de un amorío que había tenido con un artista, y que después, la guerra los había separado. De vuelta en Cali, ella se volvió una impulsadora de la cultura; por ejemplo, ayudó a Fanny Mickey a poner una escuela de ballet. Mi papá y mi tío, que eran sus hijos menores, tuvieron mucha más libertad; sobretodo mi tío, que pudo estudiar cine sin problema. Mi papá, sí se reveló un poquito, cogió la plata de la matrícula y no la usó para estudiar ingeniería, como le dijo a todos, sino que se fue a vagabundear por Europa. Pero, a lo que voy es que desde muy niño, tuve acceso a la tras escena de una obra de teatro, o pude ver a mi mamá, todo el día, tomando fotos. Recuerdo que ella cargaba dos cámaras: una para el trabajo en una revista o un periódico y la otra para sus propias fotos. Eso fue un aprendizaje, no sólo en términos estéticos; sino también sobre cómo llevar una vida artística. Y mi papá hacía lo mismo, salía en una telenovela de Jorge Barón y a la vez hacía teatro, interpretando a Shakespeare. Quizás por esto, cuando entré a la universidad no quise estudiar arte y me metí a arquitectura. Mis papás me dijeron: “¿Pero, porqué va a estudiar arquitectura? ¡Estudie arte!”  Y yo con cierta arrogancia, propia de la adolescencia, y que espero seguir conservando, pensaba: “¡Qué hartera que a uno le hablen de arte, y qué hartera tener que explicar lo que uno hace!”

 

H.J: ¿Nunca le llamó la atención el teatro o la fotografía?     

L.O: Cuando uno dicta una clase o cuando uno da una entrevista, eso es como una actuación, ¿no? Hace como diez años hice una exposición en los tres pisos de Valenzuela y Klenner; en cada piso había un artista diferente y uno de ellos era Paulo Cassin, cuyo nombre se escribe, casualmente, con las mismas letras que hay en el mío; él exhibió unas fotos que sacó en Colombia como en los años setenta, unas fotos que tomé en un concierto de metal en el barrio El Tunal y otras que tomé en el Palacio de la Lucha Libre, en la Caracas con 20 Sur. Además, yo veía a la arquitectura cercana al arte, como hacer esculturas grandes. Siempre viví en La Macarena, así que llevaba a los perros a pasear por Las Torres del Parque diariamente, y sólo cruzar por ahí y coger los diferentes caminos que trazó Salmona, o caminar por el centro antes de ver una película en el TPB, en la Alianza Francesa, o en el Camerín del Carmen, era para mí toda una experiencia arquitectónica, sensible de la ciudad. En el último colegio que estudié, en el Campo Alegre, realmente yo era el único que vivía en el centro y no me disgustaba; aunque, me quedé sin amigos cuando me echaron del Juan Ramón Jiménez.

 

H.J: ¿Lo echaron del colegio?

L.O: Sí, por ser un “líder negativo”. Cuando me iban a echar yo protesté: “¡Pero si yo no me meto con nadie!” Y me dijeron: “Por eso.” Y también me echaron por dibujar en clase. Mejor dicho, me echaron por varias razones. Una profesora que habían tratado de llevar al colegio hacia tiempo, llamada Helena Iriarte, empezó a dictar una clase universitaria -ella era profesora universitaria- en décimo grado y nos puso a leer El libro del Buen Amor, Amadís de Gaula y El Quijote. Hasta que un día nos dijo: “Me parece que la clase no está funcionando, así que díganme qué es lo que pasa.” Y yo alcé la mano y respondí: “Esta clase es aburridísima”. Y ella se paró y se fue a la rectoría. Me dijeron que si quería seguir en el colegio, tenía que comprometerme a ir donde un siquiatra, porque tenía un problema por ser zurdo, y tenía que volverme diestro, y para eso me tenían que medicar. Mi mamá, obviamente, pensó que era una estupidez y nos hicimos los bobos. Pero el otro requisito para seguir en el colegio, era que no dibujara en clase; porque me la pasaba dibujando, y con rapidógrafo, además. Tal vez por eso, estudié arquitectura: porque me gustaba la tinta de rapidógrafo. Me pintaba como tatuajes y también se los hacía a la gente del curso. Hasta que una tarde, se hizo un silencio en el salón, y cuando miré, tenía a la directora del colegio encima, viendo cómo seguía dibujando en clase, ¡y ya, me echaron! Hay que tener en cuenta que el Juan Ramón se había ganado el mejor ICFES de Colombia dos años antes, y gracias a eso había entrado más gente al colegio, y estaban cuidando mucho a los grupos para poder mantener la buena racha; y yo era como un elemento incómodo. Por supuesto, en mi curso había otros estudiantes muy parecidos a mi, así que mi expulsión era una manera de decir: “Mucho cuidado, porque sí podemos echar a alguien”.

 

H.J: ¿En qué año lo echaron?

L.O: Era 1986. Y también, lo que había pasado, es que ese colegio siempre tuvo una figura tutelar, un catalán llamado Manuel Vinyes, quien con ayuda de la familia Gamba, lo estructuró con esas vocacionales de largo aliento. La cosa es que este señor murió, y por tanto, el colegio cambió. Eso sí, el Juan Ramón era muy diferente al Refous, colegio donde estudié antes y que era supremamente rígido, pero donde había tanta gente que uno aprendía a manejar el sistema, a hacer sus cosas y pasar desapercibido; allá me la pasaba jugando fútbol y era el hijo del actor, es decir, alguien un poquito especial. Pero en el Juan Ramón Jiménez, la cosa era distinta, era un colegio para jóvenes que tenían mi mismo perfil. Conmigo estudiaron Adriana Molano, Alejandra Jaramillo o Nicolás Morales, que estaba en el curso de arriba.

 

H.J: ¿Dónde estudió arquitectura?

L.O: En Los Andes. Yo quería estudiar allí a pesar de que en ese momento la gente me decía: “No estudié en Los Andes, es mala, no tiene buenos profesores; si quiere estudiar arte vaya a la Nacional, que es una universidad de verdad.” Sin embargo, yo estaba aburrido de coger bus. Toda la vida los colegios me quedaron a hora y media de la casa: el Refous, el Juan Ramón Jiménez, el Campo Alegre… y yo quería una universidad para ir a pie. Por otro lado, mi papá en ese momento todavía recibía una renta de la fábrica de piscinas familiar; entonces, lo económico no era un problema.

 

H.J: ¿Porqué decide pasarse a arte?             

L.O: Yo estudié sólo un semestre de arquitectura y al tercer día de haber empezado ya tenía claro que me había equivocado de carrera. Sin embargo, me iba bien. Yo iba a la universidad y cruzaba palabra con muy poquitas personas; porque ya tenía una vida en el centro. Así que se acababa la clase y ahí mismo me iba a mi casa o a cine o a la biblioteca. Porque si bien Los Andes  no destacaba por los profesores, o por el ambiente; sí destacaba por la biblioteca. En un momento en que no había internet, tener acceso a revistas como Art Forum o Parkett era un lujo. Yo aprendí arte no en las clases de historia, que era donde peor me iba; sino viendo esas revistas. Volviendo a arquitectura, como a mitad de semestre los profesores de Taller me decían: “¿Usted porqué no estudia arte? ¡Mire que este cierre de esta ventana no puede hacerlo así!” Y el profesor de matemáticas me decía: “¿Usted realmente para qué viene a la Universidad?, le está haciendo botar a sus papás la plata”. Así que me pasé a arte, a regañadientes. Eso sí, cada vez que podía metía créditos de literatura, de filosofía, de materias de otras Facultades. En una de esas clases estaba Ana María Peláez, quien se me acerca un día y como para romper el hielo me dice que ellos tienen una revista que se llama “El Exterminador”, y que si yo escribo, porque le han dicho que en la clase de literatura como que escribo cosas. Ella pensaba que yo era de otro país, porque me la pasaba callado; entonces, se da cuenta que no y nos volvemos novios. En parte, yo entro a la Universidad de Los Andes también por eso: para buscar novia. Así como dice Beatriz González que en los sesenta metían a las niñas a Los Andes para que “se casaran bien”; yo, frívolamente, entro porque alguien me dijo que ahí las niñas son más bonitas que en la Nacional o que en La Tadeo. Así, empecé otra carrera, y me dediqué a hacer cosas como “El Bastardito”, una revista chiquita que supuestamente, iba a ir creciendo; o a inventarme exposiciones, o a publicar junto a François Bucher y a Bernardo Ortiz la revista “Valdez”.

 

H.J: ¿Cómo se conoció con ellos?          

L.O: Con Bernardo entramos al mismo tiempo, coincidimos en las clases y a veces hacíamos cosas juntos; por ejemplo, alguna vez nos ganamos un Salón Seneca haciendo una pintura los dos, y como tenemos intereses parecidos, siempre estábamos compitiendo amistosamente, a ver quien encontraba primero un libro de Joseph Cornell, o uno de Marcel Broodthaers que acababa de llegar a la biblioteca. Y François empezó a estudiar derecho y después cuando se pasó a arte quedó como un año arriba; él y Bernardo se conocían de Cali, y por eso resultamos haciendo cosas los tres. Recuerdo que un profesor de matemáticas que se llama Leonardo Vanegas nos dictó una clase, Palabra Figurada, donde se trabajaba la relación entre letra e imagen; él nos puso el ejercicio de hablar sobre nuestro artista favorito, y con Bernardo decidimos que, a veces, cuando a uno le gusta mucho un artista es mejor no hablar de él, por eso decidimos inventarnos uno, y de ahí sale Pedro Manrique Figueroa. También tomé un taller de literatura con Piedad Bonnett quien nos mostró un montón de autores, sobre todo del realismo sucio norteamericano como Raymond Carver o Salinger. Vi una clase con Abelardo Forero Benavides sobre el Elogio de La Locura de Erasmo de Rotterdam. Era una clase que él dictaba con el salón a oscuras, de pié, apoyado en su bastón, hablando. Y vi otra con Ramón de Zubiría sobre el amor y El Quijote. Eran clases bonitas, porque ellos eran parte de los fundadores de la Universidad, y a través de sus clases uno entraba en contacto como con esa otra época. Escuchándolos a ellos, tan cachacos, tan decimonónicos, anhelando el modernismo, uno se daba cuenta de todo lo que había cambiado la Universidad; y eso que en ese momento Los Andes aún no se había convertido en la institución profesionalizante, reglada y burócrata que es ahora. Estábamos en un punto intermedio… y en un momento difícil del país: tres asesinatos de candidatos presidenciales, las bombas del narcotráfico en Bogotá, la Constituyente. Y también, ocurría una cosa muy interesante, teníamos una directora, María Teresa Guerrero que era a quien se le debía la existencia de ese programa, pues fue ella, a punta de abrir sus “talleres artísticos”, quien había logrado que el arte volviera a hacer parte de la Universidad. Hay que recordar que en 1973, cerraron la carrera por miedo a que el comunismo contagiara la Universidad, y para demostrar que sí se puede cerrar un programa, si es crítico, si protesta demasiado. Más adelante, María Teresa Guerrero empieza a ofrecer talleres artísticos, como parte de diseño textil, y poco a poco empieza a meter más y más cursos, y ya como en 1985 logra que le acepten un programa que da un título profesional en arte. La cosa es que ella seguía dirigiendo la carrera, porque era de ella; parecido a lo que pasa con el Museo de Arte Moderno y Gloria Zea. Obviamente, uno agradece lo hecho, la fortaleza y el tesón; pero después de un momento, todo se empieza a anquilosar. Así, los profesores de arte que me tocaron no eran tan buenos, porque los buenos habían tenido enfrentamientos con María Teresa y se habían retirado. Por eso, una vez me fui a Carteles Olympia a hacer unos letreros irónicos donde se leía: “Esto cuesta la matrícula y uno tiene acceso a profesores del siglo XIX, clases que no suceden…” Los pegué por toda la Universidad y María Teresa Guerrero los mandó quitar y después vino a regañarme. En otra ocasión, con un amigo de antropología, intervenimos una valla que decía “Uniandinos, más allá del deber”, una valla inmensa que habían puesto en la circunvalar, y de noche nos fuimos y le pusimos un letrero. El lunes siguiente mucha gente estaba hablando de eso: “Ah, claro, seguro fueron los de la Distrital, ¡resentidos!” Ahora se leía “Uniandinos, más allá del pudor”. A la semana quitaron la valla.

 

H.J: ¿De dónde sale esa actitud crítica y activista que usted tiene?

L.O: Una vez le preguntaron a Luis Caballero qué pensaba de las opiniones del público y él dijo: “Yo no hago esto para el público, yo hago esto para dos o tres amigos.” A mi me pasaba eso. Bastaba encontrar dos o tres amigos y hacía uno “El Exterminador”, o “Valdez”, o se inventaba uno a Pedro Manrique Figueroa; por supuesto, estábamos supremamente atentos a cualquier oportunidad. Por ejemplo, una vez llegaron de esa sección de El Espectador que se llamaba “El Martes de Las Artes”, que dirigía Olga Marín y que, en esa época, era un espacio importantísimo porque no había nada más y me acuerdo que llamaron a los estudiantes interesados que quisieran hacer algo y Bernardo y yo fuimos los únicos que asistimos a esa reunión. Y lo que hicimos fue un recuento del contenido de una billetera que nos habíamos encontrado de Pedro Manrique Figueroa, donde se podía apreciar todo lo que le había pasado en la Universidad de Los Andes como infiltrado, con unos collages que había dejado en un libro en la biblioteca, una foto de Beatriz González dando una conferencia en la Universidad al lado de una imagen de Rosa Luxemburgo y cosas así. Nos tocaba hacer eso, porque en las clases no había esas oportunidades. Sobre todo en las clases de los profesores de planta. Afortunadamente, a veces llegaba un profesor invitado y ocurrían cosas; por ejemplo, Gustavo Zalamea vino y dio un módulo de un taller donde propuso que hiciéramos una intervención en algún lugar de la ciudad; o vino Danilo Dueñas y dictó un módulo buenísimo. Al comienzo lo odiamos, pero después nos pareció un profesor misterioso, extraño, nos ponía a ver revistas y a escuchar a Nirvana en el salón… y nos daba mucha libertad. Al final de las seis semanas, pedimos a la dirección que le prolongaran el módulo.

 

H.J: ¿Cómo funcionaban esos módulos?

L.O: Eso lo articuló María Teresa Guerrero con Hernando González, quien tiene ahora una escuela de arte que se llama Atena. Él había viajado visitando escuelas de arte en Estados Unidos y en Europa y había articulado un programa muy bueno. Tenía por ejemplo, grabado en tercer semestre, como con nueve créditos y doce horas a la semana. Era impresionante lo que a uno le pasaba en grabado al estar metido todo ese tiempo haciendo series; uno salía entendiendo muy bien cómo trabajaba, cómo procesaba una idea hasta hacerla imagen. Hernando dictaba grabado. Después uno pasaba a tener talleres generales, también con una alta carga de créditos, y paralelo a eso, uno tenía seminarios sueltos dictados por profesores de cátedra a quienes se les daba mayor autonomía. Ese era un programa de cinco años donde después de los talleres básicos del primer semestre, usted estaba viendo taller, taller, taller, taller, de manera que cuando llegaba al proyecto de grado, usted sentía que ya había hecho la tesis, por lo menos cuatro o cinco veces. El estudiante que pasó por ese programa tuvo el tiempo y el espacio para madurar su obra.

 

H.J: Según lo que me ha dicho, el cine, la lectura e ir a exhibiciones son actividades importantes para usted. ¿Qué películas, qué exposiciones, qué escritos recuerda? 

L.O: Yo veía de todo. Me iba al cine Embajador, solo por el tamaño de la pantalla, a ver una película de Van Damme y podía salir a las nueve de la noche y me metía, ahí mismo, al Museo de Arte Moderno a ver “El Proceso” de Orson Welles, que en ese tiempo era una de mis películas favoritas; más que El Ciudadano Kane. Recuerdo que en la Luis Ángel Arango vi una exposición de una revista satírica alemana que se llamó “Simplicissimus”; se publicó desde 1896 a 1967, con un receso cuando llegaron los nazis al poder. Es una revista increíble y sus dibujantes son bárbaros, son dibujantes educados académicamente, pero curtidos en lo gráfico. Encontrarme con esa exposición, con esa revista, es una cosa inolvidable. Y de libros, recuerdo que en un curso de surrealismo que dictó una profesora francesa, que estaba un poco frustrada porque ni hablaba bien español, ni se sentía cómoda en Los Andes (le parecía que éramos unos estudiantes muy gomelos y desaplicados) leí “Nadja” de André Breton y me encantó. En un seminario de Derridá que dictó Manuel Hernández tuve acceso a textos muy buenos como “La Ley del Género”. Ese escrito además, fue traducido por un tal Bruno Mazzoldi y fue editado en Pasto; eso, por supuesto, también me sorprendió, y me acercó tanto a Derridá como a Mazzoldi. Además, Manuel Hernández es un “actor de la clase”, él es capaz de permitirse el absurdo y el capricho en el áula, y es capaz de vincular cosas extrañas, como el surgimiento de la tarjeta de crédito con Derridá. Pese a ser una oveja negra en su facultad y en su universidad, él es el tipo de profesor que lo enseña a uno a pensar. Por otro lado, siempre he sido un lector de prensa. En parte, por que a mi mamá a cada rato le publicaban sus fotos sin crédito, mi mamá protestó y tanto Hernando Santos en El Tiempo, como Juan Carlos Pastrana en La Prensa y Guillermo Cano en El Espectador se disculparon diciéndole “vamos a tratar de que no vuelva a suceder, no sabíamos que era tu foto y desde ya tienes una suscripción gratuita al periódico”. Entonces, a mi casa llegaban, todos los días, tres periódicos y yo me los leía de cabo a rabo, y ese hábito lo sigo teniendo. Por eso es que la narración política me interesa, porque no es difícil traducirla al arte, traducirla a lo educativo, o verla reflejada en lo institucional. Todo está vinculado.

 

H.J: ¿Se considera un crítico de arte?       

L.O: Aquí basta con publicar dos textos para que uno sea crítico. Más que ser crítico, a mi me ha interesado leer, leer de todo; y me ha interesado escribir. Me gusta leer Balzac, por ejemplo; entonces, al terminar de leerlo trato de emular cómo escribiría Balzac esto que acabó de pasar en ARTBo o esto que acabó de pasar en N-C.

 

H.J: ¿Cómo resulta dictando clase?

L.O: La primera clase que tuve, al pasarme a arte, fue con Catalina Mejía, la pintora, y nos odiamos de entrada: yo decía pesadeces, me portaba mal, hacía cara de culo. Luego, al semestre siguiente hicimos las paces y me fue tan bien en su curso que me invitó a ser su monitor; y eso hice, durante año y medio. Ahí comienzo a pensar lo que implica dirigir una clase, y veo que me gusta. Pero, la primera vez que soy profesor universitario es en la Tadeo, dictando la clase de Diagramación, en Diseño Gráfico. Me contrató Pastora Correa porque en ese momento estaba diseñando, junto a Bernardo Ortiz, los catálogos de la Galería Santa Fe. ¡Pero no había computadores! Era como 1996, ya tenía que haber computadores. Puse ejercicios, así como de inventarse portadas de discos, de hacer logos de compañías que no existen, de mandar comunicados de eventos culturales ficticios a la prensa, y a quien se lo publiquen saca cinco.

 

H.J: ¿Qué clases dicta ahora?               

L.O: Ahora, dicto un curso grande que se llama Arte y Cine, es un curso general, para toda la Universidad. Ese curso lo dicté durante ocho años a grupos de sesenta estudiantes y después vi que se podía ampliar, entonces lo dejé de ciento ochenta. Ahí, lo que hacemos es ver películas completas semanalmente, escribir textos breves en reacción a esas películas y en la clase siguiente hablar de los textos. Me gusta bastante estar en contacto con una audiencia general, con estudiantes de ingeniería, de química, de derecho, de ciencias políticas, de administración. La otra clase, en la que estoy hace dos años es Arte y Cárceles. Después de ser director del Departamento yo no quería volver a dictar la misma clase, ni volver a la misma oficina, ni volver al mismo salón; entonces, por unos estudiantes me enteré que la Universidad tiene en Derecho un grupo de prisiones, gente que va y da asesoría jurídica. Hablé con uno de los profesores encargados y le dije “hagamos algo”. Y él me respondió: “Pues, hay un grupo de teatro”. Fuimos, me los presentó y después señaló: “Mire, hay una plata de la Cruz Roja, que podemos usar”. Entonces, les propuse: “¿Porqué no hacemos una fotonovela?” Y ellos aceptaron. Adrián Cardona, el director del grupo de teatro, que se llama “Abracadabra”, propuso una idea y el guión lo desarrollaron entre todos. Después, lo transcribimos, lo editamos para fotonovela y con los estudiantes de arte tomamos las fotos y finamente, yo me encargué del diseño, la diagramación y los fotomontajes. El semestre pasado, logré que abrieran el curso de nuevo y sólo se metieron dos estudiantes; mientras, a un curso que se llama Mercados del Arte, ahí sí, se inscribieron treinta estudiantes. Por tanto, pareciera que no hay mucho interés; pero a mí sí me interesa como que la cosa salga de la Universidad. Ahorita, justo hace dos días, pasé una propuesta a ver si dentro de esta clase, hacemos una actividad que se llame “Clase por Cárcel”: la idea es invitar a profesores para que hagan, un día, una clase allá, y van también unos estudiantes de Los Andes ¡y ya está! Y si alguien quiere dictar más de una clase, pues lo puede hacer; es simplemente tener una clase abierta. Es como una alternativa a esa política de privatización que ha cerrado tanto la Universidad. Es que, a mi me tocó una institución sin torniquetes, sin tanta injerencia de lo administrativo, sin tanto permiso, sin tanta aversión al riesgo. Estuve cuatro años de director del Departamento de Arte y realmente, para mí, eso fue como un “breve verano de la anarquía”, pude hacer de todo y demostré que en Los Andes, el que está arriba, si quiere hacer las cosas y tiene la voluntad de hacerlas, las puede hacer; porque es una Universidad privada, es decir, no se rige por contraloría o procuraduría y tiene recursos. Siendo director le dije “sí” a todo, excepto a un par de cosas. Llegaban los de Residencia en la Tierra, que venía una persona y que esa persona podía dar un taller a cambio de que la Universidad le pagara tres millones de pesos; ¡listo! Qué venían unos egresados de tiempo atrás, que si podían usar una cámara para hacer un documental en La Modelo, que no se las prestan, porque ya no son estudiantes; ¡listo! Qué venía un profesor de la Universidad de Harvard a antropología, que si le podíamos ayudar a alquilar un camión para hacer una cámara oscura como parte de un documental que estaba haciendo por Colombia; ¡listo!

 

H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?       

L.O: Un día le dicen a Thierry De Duve que le van a dar una plata para hacer la escuela de arte que él quiera, y se dedica durante varios meses a visitar academias, a revisar pensums, a entrevistarse con profesores y luego escribe Cuando la forma deviene actitud. Y en ese libro, un poco, lo que dice es que en la escuela clásica uno de los parámetros básicos para ser un artista era “el talento”; en la escuela moderna era “la creatividad”; pero en la escuela contemporánea es “la actitud”. Por supuesto, él considera que todos estos parámetros están presentes en cualquier escuela; solo que hay acentos. Yo estoy de acuerdo con él. Y creo que en una buena clase, se contamina ese extraño entusiasmo, que a veces parece una actitud. Pero no es una “actitud Maestro en Arte”, no es una “actitud ARTBo”, no es una “actitud libro de Seguros Bolívar”; es más cómo esa persona me trató, cómo esa persona miró lo que yo hacía, cómo esa persona me inculcó una mirada autocrítica. Al respecto, siempre menciono esta experiencia: alguna vez, cuando estudiaba arte, nos invitaron a hablar con José Hernán Aguilar, quien en ese momento dirigía el Museo de la Universidad Nacional. Él, dentro de su charla, abrió el espacio para quien le quisiera mostrar algo propio, y yo le llevé unos dibujos que estaba haciendo con pliegos grandes de papel Fabriano, que cosía con remachadora y que después metía en unas bolsas de plástico, tal vez porque había visto las cortinas de Óscar Muñoz, y les pegaba una mona de Jet, tal vez porque había visto algo de Liliana Porter, y que tenían como unos gestos entre expresivos y figurativos, porque había visto una exposición de Víctor Laignelet, y también les escribía cosas porque, tal vez, había visto algo de Joseph Cornell. José Hernán Aguilar vio eso, y me dijo: “Se ve que usted ha visto a estos artistas” y mencionó los que le acabo de nombrar; y luego preguntó: “Pero a usted realmente, ¿qué le interesa hacer? Porque al arte no le interesa todo lo que usted ha visto, ni lo inteligente que usted intente ser”. Y yo repuse: “A mi me interesa dibujar”. Y él repuso: “Pues dibuje, pero trate de hacerlo bien; porque mire esas manos, mire esta escala y mire todas las cosas que está mezclando. Y claro, usted puede ver a otros artistas; pero, también, trate de distanciarse de ellos”. Él se demoró cinco minutos diciéndome eso y yo salí muy molesto; molesto, porque llevaba cuatro años estudiando en Los Andes y ningún profesor había sido tan claro y directo conmigo, ningún profesor había tenido esa “actitud”.