Alberto Lezaca

ALBERTO LEZACA EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #69 del periódico Arteria. Agosto, 2019.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa, tanto fuera como dentro del salón de clase, que haya sido fundamental para usted?

Alberto Lezaca: Mi mamá, Zahyra De Paz, fue durante mucho tiempo dibujante de arquitectura. Ella tenía su estudio en casa, y allí, junto a su equipo, desarrollaba proyectos para diferentes compañías. En ese estudio, de niño, como con ocho años de edad, me enfrenté a procesos como el dibujo o la maquetación. En ese momento, la década del ochenta, los planos se hacían sobre papel pergamino, a punta de rapidógrafos, plumillas y reglas paralelas. Todo el trabajo era manual, y se necesitaba de una destreza suprema. Mi mamá trabajaba sobre mesas de dibujo, con una cantidad de herramientas, que creo, siguen siendo sofisticadas, y dibujaba de una manera muy precisa, pues cualquier error ocasionaba la pérdida del trabajo, de la plancha completa. Era un proceso muy delicado, y a mí me parecían esos dibujos muy bellos, muy complejos.

 

H.J: Por eso algunas de sus piezas parecen citas arquitectónicas.

A.L: Sí, claro. Atestiguar aquel proceso me marcó mucho. Siempre he visto los planos arquitectónicos como dibujos; no como algo funcional. Incluso, las maquetas me resultaban muy interesantes, porque tenían un tamaño, una escala de juguete. Por supuesto, yo no podía ni tocarlas. Creo que al tener esa distancia, mi relación con las maquetas y mi interés por lo espacial, se potenció. De niño me ponía a pensar: “¿Porqué vivimos en un objeto como este edificio? Y ¿porqué estando dentro de este gran objeto, no nos damos cuenta de él?”

 

H.J: ¿Alguna vez quiso estudiar arquitectura?

A.L: Nunca pensé ser arquitecto. Quizás, porque tuve otra experiencia importante anterior, que le debo a mi abuelo materno, Alfonso De Paz. Él era médico y pintor aficionado. Cuando yo tenía unos seis años de edad, me propuso darme clases de pintura, y durante unas vacaciones fui a su casa a pintar al óleo. Él me enseño a preparar los lienzos, a bocetar, y a aplicar el pigmento. Creo que esa libertad, esa expresividad que encontré en la pintura, me acercó más a las artes. Por supuesto, la experiencia que tuve en el estudio de mi madre, fue muy importante, porque aprendí cómo se hacen las cosas. Aprendí sobre el rigor, el proceso, la exactitud, el dibujo, la planeación y la construcción, y aprendí sobre el espacio. Eso me sirvió mucho en la universidad, cuando todo lo que había intuido, visto y disfrutado cuando niño, comenzó a hacerse consciente, a marcarme un camino.

 

H.J: Cuénteme del colegio.

A.L: Yo hice la primaria y gran parte del bachillerato en el Refous, y terminé en el Juan Ramón Jiménez. Obviamente, las clases relacionadas con arte, eran las que más disfrutaba. En el Refous despertó mi interés por la música, gracias a una clase que dictaba el rector, Roland Jeangros. Él reunía varios cursos en el Gran Salón de Matemáticas, y se sentaba frente a un equipo de sonido a poner música. En esa clase nunca habló, nunca dijo nada; simplemente se sentaba a ponernos música. Ni siquiera presentaba a los intérpretes, o las piezas que tocaban. Después, me enteré que allí había escuchado a Debussy, a Satie, a Mozart. Esas clases duraban dos horas, y se llevaban a cabo una vez por semana. Eran muy extrañas.

 

H.J: ¿Se podía dibujar o escribir mientras se escuchaba?        

A.L: No. El Refous era un colegio muy estricto, con una disciplina muy fuerte, y en esas clases no se podía hacer absolutamente nada. Uno se tenía que sentar en silencio y escuchar. De niño, no entendía muy bien qué era lo que estaba pasando. Más aún porque, como le dije, Jeangros nunca pronunció palabra en esa clase. Cuando terminé el bachillerato, no sabía si estudiar Artes o Música; porque además, en los últimos años del colegio, hice parte de un grupo, con Manuel Kalmanovitz en la guitarra, Manuel Romero en la voz, mi hermano en el bajo y yo en la batería. Creo que ese grupo no tuvo nombre; pero sí había como una regla cuando ensayábamos, y era que no queríamos tocar de la misma manera en que lo hacía todo el mundo, y por eso ni el bajo, ni la guitarra tenían que estar siguiendo a la batería, ni la voz tenía que estar pendiente de los demás. Nunca llegamos a componer canciones, porque cada vez lo que pasaba era diferente, el ánimo era diferente, y no teníamos la obligación de que sonara igual al ensayo anterior. Todos estábamos en el colegio, a excepción de Manuel Romero que ya estaba en la universidad. Eso debió ser en 1988.

 

H.J: ¿Qué tipo de música escuchaba en ese momento?

A.L: Me gustaba mucho Sonic Youth. Por un lado tenían un sonido como cercano al punk, pero al mismo tiempo eran muy extraños. Tenían algo de estructura, pero a la vez tocaban con mucha libertad. Me gustaba mucho su primer LP, Confussion is sex. Me acuerdo que lo mandé grabar en las casetas de la 19. Esa era una cosa chévere de ir allá; si uno no tenía dinero suficiente para comprarse el disco, se podía mandar grabar en casete y ya.

 

H.J: ¿Cómo conoció las casetas de la calle 19?

A.L: Con Eduardo Martínez, el hermano de Germán Martínez. Nos tocó la misma ruta de colegio, y al ser vecinos y estudiar en el mismo lugar, nos hicimos muy amigos. Yo tendría unos doce años cuando empezamos a ir a las casetas. Esa fue una experiencia muy interesante. Allá se reunía toda la escena del rock de Bogotá. Primero en las casetas de la 19 con carrera tercera, y después en los almacenes de ese centro comercial de la 19 con carrera octava. Yo iba con frecuencia a MortDiscos, a Beatles Abbey Road y a la Musiteca. Y era muy curioso, porque las primeras veces que fui, sentí que uno tenía que ganarse un espacio ahí, que el que llegaba a comprar música, tenía que demostrar por qué se merecía lo que iba a comprar. No es lo que pasa ahora, que lo único que importa es que uno tenga el dinero. En aquel entonces, había que demostrar cierto conocimiento musical; o por lo menos, haber ido varias veces y demostrar que uno ya había escuchado uno de esos discos, para merecer otro.

 

H.J: ¿En qué año ingresó a la universidad?

A.L: Yo entré a Los Andes en el año 1991 a estudiar Artes. Y pese a que en los primeros semestres me fue muy bien, no me sentí a gusto; pues, encontré una escuela que todavía estaba muy amarrada a lo tradicional. Por supuesto, me interesaba la pintura; pero además, ya sabía que existía la música y el video experimental, gracias a unos VHS que también conseguí en la 19, y yo ya quería empezar a mezclar categorías. Pero la Escuela de Los Andes era muy convencional para eso. Las clases de pintura, eran de pintura; y un escultor, por ejemplo, no hablaba de pintura, porque sentía que se estaba metiendo donde no era. ¡Y ni siquiera habían clases de video! Entonces, me retiré de la Universidad y con una amiga de la carrera, María Posse, a quien le decían “La Toti”, y su novio, “El Mono”, montamos un bar en Teusaquillo llamado Vértigo Campo Elías. Pero después del primer fin de semana, no nos entendimos, y me llevé mis cosas para armar otro bar, que abrí mes y medio después, y que se llamó TVG, acrónimo de “Televisión Gore”. En ese entonces montar un bar no era tan complicado. Empecé a buscar un lugar, y encontré un local que había sido de un grupo de teatro. Era como una bodega con un escenario, así que el espacio estaba casi listo. Pedí prestado algo de dinero, compré un equipo de sonido grande, y ya. Como le decía antes, a mí me costó mucho trabajo entender las dinámicas del colegio, y después con la universidad me pasó lo mismo; no podía entender porqué las cosas no se podían cruzar. Por eso mismo, pensé TVG como un lugar donde la gente pudiera tocar y experimentar, mezclar géneros y sonidos. En ese momento, ya estaba muy establecida en Bogotá la escena del metal, la del hardcore y la del punk; pero no había un lugar para otro tipo de sonidos. Barbarie, el bar que tenían en La Candelaria Andrea Echeverry y Héctor Buitrago, se había acabado. Ellos se pasaron a Cedritos, donde abrieron un nuevo espacio que se llamó Barbie, pero allá no tocaban grupos.

 

H.J: ¿Cómo conoció Barbarie?

A.L: Porque Germán Martínez era amigo de Andrea y Héctor. Y como yo era el amigo del hermano menor de Germán, pues resulté de rebote yendo al lugar, yendo a las fiestas, y conociendo a los amigos de Germán, a Manuel Romero, a Jaime Cerón, a los que estaban una generación más arriba. Todos ellos ya estaban en la universidad, y yo aún estaba en el colegio. Eduardo y yo fuimos los chiquitos de ese parche. Pero volviendo a TVG, en la inauguración tocó Hora Local, y luego tocaron grupos como Estados Alterados y Nueve. Este último era un proyecto raro, medio atmosférico, el guitarrista tenía un tiple eléctrico que pasaba por unas distorsiones, era bien interesante. Al darle espacio a estos grupos para tocar, yo quería crear una escena diferente, que no fuera ni metal, ni punk. Otra cosa interesante, es que el público de TVG, por alguna razón, eran estudiantes que estaban terminando el colegio o estudiantes de primeros semestres de universidad, era un público muy joven, y eso le dio un espíritu muy particular al bar. TVG duró casi año y medio. Pasado ese tiempo, yo ya estaba un poco agotado de estar viviendo dentro de un bar, preocupado por las cuentas; la cosa se volvió un negocio, y por eso lo cerré.

 

H.J: ¿Qué diferencias ve entre la escena de aquel momento y la de ahora?

A.L: Las cosas han cambiado profundamente. Por un lado, el tener ahora acceso inmediato a la información, hace que las personas no valoren lo que están escuchando. En cambio, en el pasado, tener un casete o un disco de Joy Division, por ejemplo, era un tesoro, era una cosa muy valiosa que no se escuchaba en ningún otro lado, ni en emisoras, ni en la televisión. Además, podía ser uno de los cinco discos que uno tenía, y por eso, uno lo disfrutaba, lo escuchaba por completo, de principio a fin, con tiempo suficiente para analizar su portada y leer su información… para ponerlo una y otra vez. Uno como que estudiaba los discos. Pero ahora, todo está en Spotyfy o en Bandcamp, y eso hace que, de cierta manera, la gente ya no escuche nada, o no se preocupe por nada. Yo en este momento, ando muy apartado de la escena de bares, y aunque sigo buscando grupos, porque necesito estar escuchando cosas nuevas; nada va a cambiar el afecto que despierta en mí, la música que descubrí cuando estaba en el colegio.

 

H.J: ¿Aprendió algo siendo el dueño de un bar?

A.L: Aprendí que siempre se necesita de un espacio, se necesita un lugar que permita ver o escuchar lo que la gente está haciendo. Sin lugar, sin escenario, sin espacio, sin “escena”, no hay nada. Y está claro que esa “escena” no está únicamente formada por las personas que hacen arte, o música, también está ahí el público, o quienes hacen una revista, o los que hacen un programa de radio, o quienes consiguen los espacios y organizan eventos, exposiciones o festivales.

 

H.J: ¿Qué hizo después de TVG?

A.L: Cuando cerré el bar decidí ponerme a hacer música, en parte impulsado por dos grupos: Throbbing Gristle y Front 242. Esas bandas fueron claves para mí. Throbbing Gristle tenía como esa cosa electrónica, ruidosa, experimental, casi anarquista. Y Front 242 proponía una cosa también agresiva, pero más organizada, secuencial, estructurada. Así, comencé a investigar qué tipo de instrumentos y aparatos usaban, y con un dinero que había ahorrado, me compré mi primer sintetizador, una caja de ritmos y un computador Amiga 500. Trabajar con ese computador, fue fundamental en mi formación como artista. Antes que existiera Unilago, habían unas tiendas de computadores sobre la calle 116, abajo de la 15. Yo me fui para allá, y pregunté por un computador con el que pudiera hacer música, video y animación. La gente me miró muy raro. Recuerdo que algunos me decían “los computadores no son para hacer eso”. Hasta que alguien me habló de un computador de la Commodore, el Amiga 500 y en la calle 85 con 15 lo conseguí. Yo no tenía ni idea de computadores; pero cuando me mostraron lo que podía hacer, eso me rompió la cabeza. Era exactamente lo que estaba buscando, y me di cuenta que ahí había algo donde yo podía, creativamente, comenzar a investigar. Entonces, me aislé del mundo para estudiar en profundidad en qué consistía la síntesis de sonido. Como los programas para Amiga 500 que conseguí eran de segunda o tercera mano, me llegaban sin instrucciones y por eso me tocaba, a punta de prueba y error, desarmar paso a paso todo un sistema, para poderlo entender. Y lo mismo me ocurrió con el uso de los sintetizadores. Ese proceso de tener que “abrir” algo que en principio me llegaba “cerrado”, sin manuales, ni tutores, fue una escuela formativa fundamental.

Años después, en 1995, junto a Camila Corredor, editamos en CD y en nuestro propio sello, Signo Autómata, el primer larga duración de nuestro grupo, al que llamamos Mala Muerte. Aquel disco recogía todo el trabajo de cuatro años, incluyendo un par de demos que habíamos sacado en casete. Curiosamente, en ese mismo momento, muchas de las personas que entraron conmigo a Los Andes se estaban graduando; pero no me sentí mal. Yo estaba orgulloso de haber hecho aquel disco. Tenía claro que si quería ser artista, tenía que encontrar mi propio camino y en eso estaba. Duré casi cinco o seis años haciendo música, tocando, metido en esa escena electrónica y experimental underground; incluso, ayudé a grabar a otros artistas. Hasta que el techno se volvió popular, se volvió comercial. Por eso, comencé a tomar distancia y curiosamente, por aquel entonces el pensum de Los Andes cambió. Recuerdo que alguien me llamó, y me dijo que habían hecho toda un área de Medios Electrónicos. Así, en 1997 regresé a la Universidad muy entusiasmado. Sin embargo, me encontré con que los profesores del área eran muy jóvenes, y si bien tenían conocimientos instrumentales, no tenían ni la experiencia, ni la profundidad plástica y conceptual que podía tener un profesor de pintura. Esas clases eran terriblemente técnicas y superficiales. Yo reaccioné escribiendo una carta al comité curricular, donde decía que no quería seguir atrapado en esa sola línea de Medios Electrónicos, y que quería tomar las mejores clases de cada una de las áreas del pregrado, incluyendo Plásticas y Proyectos, y que al final ellos vieran cómo me graduaban. Afortunadamente, la Universidad accedió. Gracias a eso, vi clases de video, de pintura y de grabado. Ese interés que tuve desde un principio por mezclarlo todo, dio así sus frutos. A mí los límites me molestan. Cada vez que veo un límite, me pregunto si lo podemos saltar, si lo podemos romper y cómo. No entiendo porqué proteger, arrinconar ciertas prácticas artísticas. Lo artístico debe estar abierto, desprotegido, debe cruzarse y actuar con todo lo demás.

 

H.J: ¿Qué clases recuerda de su segunda temporada en Los Andes?

A.L: Las clases que tomé con Mario Opazo, con Elías Heim, con María Teresa Hincapíe, con Jaime Iregui, fueron muy buenas; ellos eran profesores muy interesantes. Y la clase con Danilo Dueñas fue muy importante para mí. Recuerdo que llegaba con unos textos escritos por él, como reflexiones, cosas que venía pensando, y los leía en clase. Eran ideas muy sofisticadas y complejas, y por supuesto muy personales. Las clases de Danilo se extendían en el tiempo, porque horas después resultábamos en la casa de alguien, hablando sobre lo tratado. Y lo que me sucedió es que algunas de esas ideas, las entendí meses después, trabajando en mi estudio. Él me ayudó a aclarar muchas dudas. Sin embargo, su estrategia no era aclararlo todo. Él empleaba un tipo de pedagogía que no estaba basada en la explicación. No sé bien cómo decirlo, pero mucha de la información que nos daba estaba encriptada, como en una espacie de núcleo que se abría en el momento en que uno estaba trabajando. Como que era a través del pensar y el trabajar, era a través de la práctica y la reflexión que uno llegaba a entender eso que Danilo dijo. Nunca me había sucedido algo así. Y cuando sucedió fue revelador.

 

H.J: ¿Qué hizo usted de tesis?

A.L: Hice una instalación interactiva en la que había de todo: video, pintura, sonido, fotografía y escultura. Con la decisión que tomé de moverme por la carrera a mi antojo, abrí un espacio en que, por ejemplo, en las clases de pintura entregaba instalaciones donde, además de pintura había video y fotografía. Yo le agradezco mucho a la Universidad que me haya dejado actuar así, y está claro que desde ese momento estoy haciendo lo que me gusta: el encuentro, la mezcla de diferentes lenguajes y medios.

 

H.J: Usted también es profesor. ¿Cómo llegó a la docencia?

A.L: Yo comencé a dar clases en la Nacional, en 2002, gracias a una exposición que llevé a cabo en Espacio Vacío, por invitación de Jaime Iregui, quien fue mi jurado de tesis. En aquel momento, estaba trabajando con edición de sonido y video en tiempo real. Recuerdo que Jaime estaba muy preocupado, porque ya eran las tres de la tarde del día de la inauguración, y yo no había llegado, ni llevado nada; pero era porque esa muestra tenía más que ver con un concierto o una performancia sonora, que con una exhibición. Finalmente, aparecí con un AKAI MPC 2000 -que es un sampler con caja de ritmos-, un computador, unos video proyectores y un sistema de sonido alquilado, y monté todo eso. Esa exposición se llamó “NOGRAM”, nombre del colectivo que tuvimos durante mucho tiempo con Camila Corredor. A raíz de esa exhibición, de esa pieza que fuimos mezclando con Camila en vivo y que no se sabía si era un concierto, o video arte o qué, me invitaron a dar una clase de arte sonoro, en la Escuela de Cine y Televisión de la Nacional. En esa Escuela hay una línea de arte y nuevas tecnologías, y yo siempre he estado ahí. He dictado Arte Sonoro, Programación para arte, Multimedia y Animación experimental.

 

H.J: ¿Qué ha aprendido siendo profesor?

A.L: Dictando clase, he aprendido que el arte es imposible de enseñar. Lo único que uno, como profesor, puede hacer, es crear un espacio de duda, un espacio donde se cuestione tanto lo que la academia propone, como lo que los estudiantes esperan encontrar en ella. Si todo eso está en duda, hay posibilidad de transmitir algo. Por otro lado, he aprendido que todas las personas tienen algo interesante qué decir. A mi no me preocupa tener estudiantes, supuestamente, poco creativos o no tan diestros. Siempre trato de brindarle a todos, el mismo tiempo y el mismo espacio, enfocándome en eso valioso, en eso interesante, que tiene cada uno. Si uno logra encontrar esa virtud, esa potencia y la amplifica y fortalece, el resultado es sorprendente. Dictar clase es un ejercicio mental, que me ha hecho reflexionar sobre mi práctica, todo el tiempo. Para mí, es igual de importante dar clase y hacer arte. Mejor dicho, yo soy consciente que hago arte siendo profesor. Las dos situaciones se complementan y son ideales.