Ícaro Zorbar

ÍCARO ZORBAR EN “OTROS SALONES”

Entrevista publicada en la edición #42 del periódico Arteria. Febrero, 2014.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda un profesor, una clase, una experiencia ya sea dentro de la academia, dentro de la universidad, o fuera de ella, que haya sido fundamental para usted?

Ícaro Zorbar: A ver, yo creo que yo no tuve una buena experiencia con los colegios, como que siempre me sentí fuera de base, como que no hacía parte, como que no era divertido. Y además, conté con mala suerte. ¿Puedo hablarle de las malas clases y de las malas experiencias educativas que tuve?

 

H.J: Claro que sí.

Í.Z: Una muy mala experiencia, la tuve en el Conservatorio de la Nacional. Tenía nueve o diez años, y a esa edad, ponerme de pie y hacer solfeo frente a la clase, me volvía un ocho, quedaba bloqueado. Y mi profesor de solfeo fue un desgraciado. La última clase del semestre, mi mamá me acompañó al Conservatorio y cuando le preguntó al profesor Mojica (no me acuerdo del nombre): “¿Cuándo sabemos las calificaciones y la fecha de comienzo del próximo nivel?”; el tipo le dijo: “No pierda su tiempo señora, su hijo no sirve para la música.” Si alguien me afectó durante mi infancia, fue él. Muchos años más tarde, regreso a la Nacional a estudiar Antropología, porque fue lo único que encontré que me sonara, y que no tuviera matemáticas. Y allí estuve, hasta que un profesor que dictaba Arqueología me agarró un día y me dijo: “¿Usted qué diablos está haciendo acá? Usted va a pasar y se va a graduar; pero a usted no le gusta esto, ¿o sí?” Y yo quedé como patinando, y finalmente, le di la razón. Ese tipo me puso a pensar, y recordé que en el fondo, cuando era niño, quería ser músico. Entonces, tomé una decisión muy adolescente. En esa época, había como un movimiento de rock bogotano muy fuerte, y yo sentía que giraba en torno a la carrera de Cine y Televisión de la Nacional.

 

H.J: Allá estaban Las 1280 Almas.

Í.Z: Sí. Quizás por eso me pareció chévere ese ambiente. Obviamente, esa gente no estaba haciendo cine, yo tenía eso claro; pero estaban haciendo lo que querían, y como yo tocaba el bajo en un grupo que se llamaba Corporación Macondo, pues me pareció perfecto pasarme a Cine y Televisión.

 

H.J: Cuénteme un poco de Corporación Macondo.       

Í.Z: Yo fui fundador de ese grupo, junto a Erik Bejarano, quien está ahora en Mil Marías. Eso fueron como seis años, dándole al grupo. Claro, todo eso fue súper adolescente, incluso el nombre, que ahora me da un poco de escozor. La cosa es que yo veía Cine y Televisión como un lugar raro, como un bicho raro, que me parecía interesante. Yo creo que quería estudiar Artes; pero no tenía las güevas para decidirme, a pesar de que todo el mundo me decía: “Es más difícil pasar a Cine y Televisión.” Entonces, empecé a hacer la gestión para trasladarme. Pero, realmente, a mí lo que más me motivaba, no solamente era ser parte de ese underground, todo raro, que había ahí; además, tenía en la cabeza, que allá me iban a enseñar a hacer como flipbooks y kinetoscopios, y eso me parecía bonito. Lo que sí tenía claro, era que yo ya era como grande, ya había cursado seis semestres de Antropología, e incluso, había prestado el servicio militar.

 

H.J: ¿Prestó servicio militar?          

Í.Z: Sí. Yo salí del colegio de dieciséis años, y me vi tan perdido que me metí al Ejército. Mi mamá me quiso comprar la libreta militar; pero yo la convencí de que no se endeudara, y que mejor me comprara un bajo. Y así fue. Lo chistoso, es que yo solo sabía tocar “Come as you are” (de Nirvana), que es muuuy fácil. Y entonces, cuando uno hace la fila en el servicio militar, le preguntan para qué es bueno. Si uno sabe manejar, se va de chofer; si uno sabe cocinar, se va para la cocina. Y yo, nada. Me nombraron un resto de cosas: que si sabía escribir a máquina, que si sabía de computadores. Y yo no sabía nada. Hasta que el tipo me dijo: “¿Usted no sabe hacer nada?” Y yo le respondí: “Pues tengo un bajo”. “¡Ah, usted es músico!”, dijo el tipo, “entonces, me va a organizar el grupo de música acá”. Así, me la pasé un año organizando un grupo de música, que nunca existió. Incluso, tuvimos un concierto ahí, que salió muy chistoso, éramos un grupo de losers, La verdad, es que el servicio militar estuvo bien, porque como era bachiller, me trataron como a una reina; y como era tan chiquito y no tenía fuerza, fui como la mascota.

 

H.J: Muchos cuando hablan de prestar servicio, dicen que les deformó la personalidad o que fue una pérdida de tiempo. Otros dicen que el haber pasado por el Ejército los hizo madurar. ¿Qué piensa usted?

Í.Z: Si tuviera un hijo, haría lo posible para que no lo prestara; porque lo veo innecesario. Para mí, fue un destete muy radical. Llegar allá tan niño fue algo muy loco. En el colegio nunca jugué futbol, y en los recreos yo me la pasaba sólo, por los corredores, hablando como con nadie. A mí me gustaba era curiosear una esquinita, o perderme viendo un reflejo del agua, como un autista. Y luego, por mi propia decisión, resulto en el Ejército, para que me mande un tipo -que uno sabe que está equivocado-, solamente porque tiene un rango superior; porque, uno como soldado, es el que está más abajo de todos. Ahora, como me tocó prestar servicio en Puente Aranda, tuve la posibilidad de tratar gente que nunca había tratado. Éramos sesenta en el batallón, y el primer día a la mayoría les tenía miedo, porque los veía como ñeros, como atracadores. Pero, cuando nos rapan a todos y nos ponen el uniforme, ¡quedamos iguales! ¡Eso me encantó! Y al final hice muy buenos amigos.

 

H.J: ¿Además de Nirvana, qué referentes tenía en la cabeza cuando empezó a tocar el bajo?

Í.Z: Al principio sólo escuchaba punk y esa onda darkie, depresiva. Creo que empecé a tocar el bajo con The Cure. Pero, yo no quería tocar el bajo bien, así que lo que hacía era como unas atmósferas, ahí, todas raras.

 

H.J: ¿Tenía pedales, efectos?

Í.Z: Tenía sólo un pedal, la plata no me alcanzó para más. Tenía un flanger y estaba bien, porque The Cure suena a puro flanger.

 

H.J: Y ¿cómo descubrió a The Cure?

Í.Z: Por Sergio, mi hermano mayor, que iba a TVG, a Barbarie y me pasaba música de esas banditas.

 

H.J: ¿No iba de rumba con él?

Í.Z: No, porque yo era muy chiquito. Yo empecé a ir a bares como a los quince años, por los tiempos de Membrana, Bol&Bar y Transilvania, la siguiente generación de bares. Igual, era una guerra para que me dejaran entrar, y por eso, la rumba se reducía a caminarse toda la séptima, con media de brandy, tramando a todos de que uno sabía fumar.

 

H.J: ¿Cuántos años tenía cuando se pasó a Cine y Televisión?

Í.Z: Tenía 21 años.

 

H.J: Y en Cine, ¿tuvo un profesor o una clase memorable?

Í.Z: La verdad, no.

 

H.J: Entonces, ¿dónde están las raíces de lo que usted hace como artista?

Í.Z: Para contestar eso, me toca irme bien atrás. Creo que eso se lo debo a mi abuelo, Pedro Laverde, y a mi papá, Sergio Sánchez… y en general a mi familia. Ellos me enseñaron a ser “todero”, a desbaratar aparatos, a pensar que las cosas se arreglan en casa.

 

H.J: ¿Su papá no es de apellido Zórbar?        

Í.Z: Zórbar es mi segundo nombre. Yo soy Ícaro Zórbar Sánchez. Pero la gente se confunde, desde el colegio me pasa. Y la verdad, no me gusta la idea de ser Sánchez. Siento que soy más Laverde, me crié en un contexto Laverde. Por eso, alguna vez dije: “Al menos, es chévere el Zórbar como apellido”. Y así se quedó. Pero bueno, le sigo contando, yo tengo un recuerdo muy bonito, un recuerdo de un fracaso constante: mi abuelo intentando arreglar el reloj de péndulo de la familia, de esos viejos, de pared. Ese reloj se dañó hace tiempo, y él siempre intentó arreglarlo. Lo abría, lo estudiaba, le sacaba partes, se las cambiaba, y el reloj duraba unos días funcionando, y otra vez se dañaba, y él otra vez, volvía a intentarlo, y de nuevo funcionaba un poquito, y se volvía a parar. Y me acuerdo, que ya más grande, mi papá se fue a Estados Unidos pasándose por el hueco, y allá trabajó de ilegal, y estando en esas, me compró unos aviones a control remoto y me los mandó. Eso fue una chanda porque eran usados, estaban desarmados, no tenían instrucciones, y aquí nadie daba con la manera de armarlos. Y un día mi abuelo me dijo: “No necesitamos los motores a gasolina de esos aviones; podemos ponerles, mejor, un motor de cuerda”. Y yo le dije: “Pero, ¿cómo se te ocurre?” Entonces, me mostró el dichoso reloj de pared y me dijo: “Yo le doy cuerda, y con unas cuantas vueltas, cuando está bueno, dura días funcionando. ¿Qué pasa si toda esa fuerza que dura días, la reducimos a quince minutos? ¡Vamos a tener muchísima fuerza! La necesaria para que ese avión vuele”. Me encantaba escuchar las soluciones de mi abuelo. El venía del campo. Se fue de su casa a los doce años, y se vino a Bogotá, y terminó haciendo empaques para Ford, en una máquina que él mismo construyó. Yo lo admiro mucho. Mi relación con la radio también se la debo a él. Era comunista y ateo, y tenía un radio de onda corta, de esos que se calientan, de tubos. Él lo prendía y escuchábamos Radio Habana, China Hoy, un resto de emisoras clandestinas, revolucionarias. Y en esa época, se puso muy pesado todo eso. Me acuerdo que en un momento, nos tocó hacer como una especie de caleta en la biblioteca de la casa, para esconder todos los libros comunistas; porque, permitieron al ejército allanar las casas que quisieran. Yo era pequeño, pero recuerdo estar guardando todos los libros rojos que hubieran en la casa, así fuera el manual de Singer. Y ahora que nombro Singer, también le debo a mi tía Rosalba, la hermana de mi mamá, parte de mi pasión por las máquinas. Ella tenía una máquina de coser y yo, con seis años, era adicto a desbaratar esa máquina. Mientras mi tía cosía, yo me sentaba al lado, y esa máquina me parecía como una locomotora, increíble, ¡y lo peligrosa que es! Y ella la desbarataba, a veces, y la aceitaba. Y yo miraba todos esos piñones completamente enamorado.

Sí, yo creo que mi familia, en general, fue la que sembró en mí esa curiosidad, mi interés por los aparatos, tanto eléctricos, como mecánicos, y ese impulso empírico por hacer cosas con las manos, a punta de prueba y error. Y el cuestionamiento trascendental u ontológico de las cosas, se lo debo a mi mamá, Lola Laverde. Ella, según los médicos, duró dos minutos clínicamente muerta, cuando tuvo a mi hermana. Mi mamá, cuenta lo mismo que cualquier persona que ha tenido esa experiencia. Dijo estar en un túnel con una luz al fondo, un lugar hermoso donde no sentía frío, ni hambre, y veía muchas siluetas, siluetas como de luz; y se acercó una y le dijo: “Lolita, ¿te quieres quedar?” Ella asegura que iba a decir que sí, porque eso era maravilloso; pero miró hacia arriba, y se vio a sí misma en la clínica y se dio cuenta que había dado a luz, y escuchó a su hermana al lado de la camilla diciéndole: “Sí, nació una niña y tienes que venir a cuidarla”. Y ella fuuum, ahí mismo volvió a la vida. Que suceda lo que le pasó a mi mamá, en medio de una familia atea, donde hablar de milagros es difícil, me marcó. Y creo, que lo que trato de hacer en mi trabajo, es encontrar milagros: encontrar la magia en los aparatos, en los rincones, en las cosas de todos los días. Por eso, yo me dejo sorprender por cosas tan pequeñas como la luz de un bombillito.

 

H.J: ¿Su padre también era “todero”?

Í.Z: Claro. Recuerdo cuando me enseñó a remendar, y a templar los casetes de audio. Una vez, a uno se le destempló la cinta, y el tipo llegó y la apretó girando con los dedos las rueditas del casete; así, entendí que el sonido era algo físico, que se podía apretar o aflojar. Eso para mí fue revelador. La otra era cuando la cinta se enredaba. Uno sacaba el casete de la grabadora y quedaban todas sus tripas por fuera, vueltas un nudo; una vez pasó y yo creí que ya no tenía arreglo, y él dijo: “No, esto se puede arreglar”. Y sacó unas tijeras, y cortó en diagonal la cinta, antes y después del enredo, y luego unió los extremos con un pedacito de cinta pegante, y volvió a poner el casete y funcionó, solo que la canción quedó un trisitico más corta. Otra cosa que aprendí, es que cuando la grabadora ya está muy cascada, la cabeza borradora comienza a funcionar mal, a borrar a medias y a mezclar lo grabado antes con lo grabado después. Le explico: cuando uno graba, siempre se ponen en acción dos cabezas, la cabeza grabadora y la cabeza borradora. Si el casete está virgen, de todas maneras, antes de que la cabeza grabadora actúe, la cabeza borradora ya ha pasado por la cinta borrando, desordenando las partículas de metal de la cinta. Cuando la cabeza borradora está muy vieja, muy usada, el aparato graba cosas nuevas sobre lo antes grabado, sin borrarlo; y así, uno puede hacer como sánduches de sonido, grabar una cosa encima de otra. De tal manera, yo hacía como radionovelas, como escenas sonoras, mezclando en vivo capas de sonido. Por ejemplo, estrellaba mis carritos de juguete en cámara lenta, haciendo ruidos y comentarios, cosa que me divertía cantidades; y luego, a esa grabación le ponía música encima.

 

H.J: Todo eso tiene que ver, de muchas formas, con el cine.

Í.Z: Con lo lineal. Con la idea de contar una historia de manera lineal.

 

H.J: Pero también tiene que ver con el uso de efectos y la edición.        

Í.Z: Completamente de acuerdo. A mi me encantaba. Y era una cosa tan de uno. Yo creo, que uno de los eventos más importantes de mi vida, fue cuando mi mamá me regaló la primera grabadora que tuve, de navidad. Era una grabadora chiquita, rojita, que llené de calcomanías. Creo que era japonesa, una Sony. Era como tener un carro, como tener a mano mi propio mundo. Todo eso fue fundamental para mí. Ah, y otra vaina que pasa allá, en la casa de Chía, es que fue construida, literalmente, por mi abuelo, mi papá y mis tíos, y por eso la electricidad en ese lugar es un problema. No sé qué hicieron, pero nunca han llegado los 110 o los 120 voltios normales; llegan como 80. Por eso, allá se funden las cosas y de noche los bombillos titilan, se sube y se baja la luz, como en una película de terror. Quizás por eso, para mi, la electricidad es una vaina tan especial. Otro ejemplo: si va ahorita a la casa de mi mamá, se va a dar cuenta que el tanque de agua, es el tanque de gasolina de un avión; porque mi abuelo, según cuenta la historia, iba pasando por un deshuesadero y vio un avión y pensó: “Los tanques de gasolina de estos aparatos son enormes y si aguantan la gasolina tienen que aguantar el agua”. Y fue, y se lo compró y está allá, puesto sobre el techo de la casa. Ya con eso, ¿qué más puedo pedir?

 

H.J: Hay mucha poesía en eso. En torcer las cosas así. En cambiar la realidad de ese modo.

Í.Z: Sí. Y como le dije, mi mamá, que es absolutamente soñadora, también me influenció un montón. Ella fue la que me puso Ícaro. Y creo que mi papá, por dárselas, por no quedarse atrás, me puso el Zorbar. Y ni siquiera ahora, entiende que se equivocó; porque Zorba, el griego, el personaje de la película de donde lo sacó, se escribe sin “r”.

 

H.J: Usted estudió Cine y Televisión. ¿Cómo termina siendo artista plástico?

Í.Z: Yo tuve una novia, Karen Ramírez, con quien entré a la Nacional. Ella entró a Sicología y yo a Antropología. Cuando me paso a Cine, a ella se le mueve también el piso, y se pasa a Artes. El que ella se pusiera a estudiar arte me brindó la posibilidad de acercarme a la carrera, pues me la pasaba almorzando allá, y sabia las materias que veía, y me daba cuenta de los trabajos que le ponían. Estando con ella, digamos que estudié de carambola Artes. Por ejemplo, a Karen le mostraban un video-clip, o una película que a mí, ni por las curvas me la mostrarían en cine; pero ella me la mostraba, y me hablaba de la clase donde la vio. Eso me alimentó un montón. Después, al final de la carrera de Cine, tuve la oportunidad de hacer la Profundización con Gilles (Charalambos), lo que me abrió bastante el panorama.

 

H.J: ¿Cómo es lo de la Profundización?        

Í.Z: Primero, hay que cursar unas materias básicas, y al final de la carrera uno tiene que hacer dos semestres donde todas las materias hacen parte de una “Profundización”. En aquel entonces, uno podía escoger entre Argumental, Documental, y esa otra que se inventó Gilles, que se llamaba Artes y Nuevas Tecnologías. Nombre chistoso, porque la verdad, lo que uno veía con él ya era viejo, pero diferente al resto. Dentro de esa Profundización, me junto con Roberto García, y poco después, con Mauricio Bejarano. Ellos diseñan, más adelante, otra Profundización, una en Creación Sonora. Cuando ellos la abren, me cuentan que necesitan inscritos para que se lleve a cabo, y yo que ya me iba a graduar, pues ya estaba acabando con todas las materias de mi Profundización, digo: “No me importa, me echo otro año”. Y así, me meto a Creación Sonora, y eso para mí fue delicioso. Tomar clases con Mauricio y con Roberto, fue muy importante para mí. Y al final, Mauricio fue mi director de tesis y Roberto uno de mis jurados.

 

H.J: Es curioso: lo primero que estudió en la Nacional fue música, y al final de su pregrado, regresa al trabajo con sonido.

Í.Z: Sí, es verdad, vuelvo al Conservatorio porque todas las clases de esta Profundización se dictaban en él. Ese edificio está cargado de sensaciones y recuerdos, desde aquel trauma de mi infancia, hasta los conciertos, las grabaciones, las cosas que hicimos con Mauricio y con Roberto.

 

H.J: ¿Cómo fue su tesis?        

Í.Z: En ese momento, año 2002 o 2003, muchos se volcaron a hacer cosas en Internet o en la web, y era un poco triste. Como que vimos a Dios, y nos fuimos todos de culo, nos dejamos sorprender. Por eso mismo, decidí hacer una video instalación. Decidí trabajar con programación y con la idea de “interfase” e “interactividad”; pero dándole la vuelta un poco. En ese momento, lo chévere era ser hípertecnológico, hi-tech, todo eso; pero, yo no tenía plata, y la verdad, quería hacer algo mas tranquilo, quería evitar que el efecto aplastara al afecto. Entonces, buscando las máquinas más básicas, encontré la manivela. Siempre me han gustado las cajitas de música; pero en esa época, empecé a observarlas con cuidado. Me gustan porque son una cosa muy básica, funcionan con impulso o cuerda, y no tienen nada de Internet. ¡Son fantásticas! Y creo, que a cualquier persona, lo puede cautivar una cajita de música sonando. Entonces, diseñé un espacio, donde puse un pedestal con una cajita de madera con una manivela. En ese mismo espacio, al frente, había una proyección de un close-up del mecanismo de una caja de música, del rodillito con sus dientes, y no más. El video iba andando, iba sonando. Y si usted quería, le podía meter mano a la manivela, y en ese caso, la proyección comenzaba a responder a la velocidad de rotación y a la dirección que usted le diera, pues se sincronizaban. Y después de estar jugando un rato así, se pasaba a otro nivel. El primer paso era romper el hielo, tocar la manivela y empezar a manipularla. El paso siguiente, es que se podía afectar el tamaño de la imagen: de acuerdo a la dirección del giro de la manivela, la imagen del mecanismo de la cajita se alejaba o se acercaba. De pronto, si usted se alejaba demasiado, la imagen se iba a negro, y se quedaba oscura toda la sala, y lo que empezaba a cambiar a continuación, era el sonido de la cajita de música, su volumen -su cercanía-, y su reverberación. Y de repente, uno veía que en medio de la oscuridad, aparecía un tipo allá, al fondo, entonces uno empezaba a acercarlo para verlo mejor, y darse cuenta de que era el mismo manipulador de la manivela grabado en tiempo real con una cámara. Y así, uno quedaba ahí, metido en la obra. Cuando estaba haciendo mi tesis, me di cuenta que esa vaina no era cine. Entonces, de una manera súper estratégica me conseguí un salón en el edificio de Artes, hice flyers y me colé en su muestra de tesis. Y ahí conocí a Pedro (Gómez-Egaña), porque Trixi (Alina), quien era en ese momento la directora de la Maestría en Artes, le dijo que fuera a mirar mi trabajo. Ahí me visibilicé, y por eso me invitaron, recién salido, a dictar unos Talleres de video, en la Maestría de Artes de la Nacional. Siendo profesor, vi la oportunidad de ser becado para estudiar en esa misma Maestría, y apliqué y me gané la beca. Me tocó dificilísimo, porque debía tener un promedio de 4.5 en todos los semestres; pero igual, la disfruté mucho. Para mí esa Maestría fue como mi pregrado en Artes.

 

H.J: ¿En esa Maestría tuvo alguna experiencia memorable?

Í.Z: ¡Yo me gocé tanto esa maestría! No le podría hablar de una clase en particular, porque fue todo.

 

H.J: Hábleme un poco de su experiencia como profesor.

Í.Z: Como ya dije, mi primer aventón enseñando fue con un Taller de video, en la Maestría de Artes de la Nacional. Después, dicté un Taller llamado Del Cut al Paste, con Felipe Cortés, en las clases de Educación Continua de La Javeriana, que son cursos que cualquier persona puede tomar, incluso sin ser estudiante de la Universidad. Y finalmente, junto a Juan Mejía, dicté durante un año un Taller Avanzado en Artes, en Los Andes.

 

H.J: ¿Le gustó ser profesor?          

Í.Z: Me pareció encantador ser profesor; porque, ¡hay tan malos profesores! Y pues, ya es suficientemente jodido haber decidido ser artista, como para que le anden haciendo zancadilla a uno. ¡Es tan insano! Ahora, yo no soy “madre”; yo soy bien “cuchilla”. Pero yo boto en clase todos los datos que tengo, no me guardo el conocimiento. Y me gusta mucho dar tutorías, me gusta muchísimo. Me encanta como intentar abrir panoramas, y decir: “Venga, pero ¿porqué no mira esto, o porqué no piensa esto, desde el otro lado?” Es como tratar de armar entre dos un jeroglífico. Eso me encanta.

 

H.J: ¿Cree que el arte se puede enseñar?

Í.Z: No. No creo. Cuando doy tutorías, siempre le digo a los estudiantes: “Mire, usted tiene que verme a mí como a un igual; de lo contrario, la cosa no funciona. Piense que va a tener una pelea de boxeo, y este es su entrenamiento básico. Aquí nos vamos a dar duro los dos. Por tanto, creo que uno sí puede entrenar a la gente, para que se pueda defender; pero uno no puede enseñarle a nadie a ser artista. Y sí, me parece sano que a uno le den un par de consejos de cómo defenderse… porque esta pelea es larga, y dura.