Virtualidad y presencia

Hace un par de días, revisando Instagram, me enteré en la cuenta de Esfera Pública que Marina Abramovich había sido tachada de satánica debido a su participación en un comercial del nuevo visor de “realidad mixta” de Microsoft. Según parece, la reacción del público está vinculada al recuerdo de una acción plástica que la artista realizó en 1999 titulada Spirit Cooking y que fue censurada en su momento por grupos de extrema derecha. No recuerdo haber visto dicha acción y aunque su título es sugerente, me voy a aguantar las ganas y voy a prescindir de esta para explicar lo que he venido pensando sobre el nuevo ataque a la famosa artista serbia.

En primer lugar, me llama la atención que Abramovich se haya prestado en cuerpo (posiblemente en alma también) para colaborar con el gigante de las computadoras. Ella, que es la Reina de la Performance, la más notable sobreviviente de una generación rebelde y supuestamente incorruptible que se alzó en contra tanto del mercado del arte, como de todos los demás. Bueno, eso es lo que dicen los libros. Desde la década de los cincuenta, la acción plástica o performance reaparece con fuerza y mucho más organizadamente, como respuesta existencial y apremiante al cada vez más poderoso mercado del arte que ve a la obra como un mero capital, como un objeto de lujo. La idea de la acción plástica era presentar el cuerpo del artista haciendo, desarrollando acciones efímeras que no pudiesen ser enmarcadas ni comercializadas; la obra, mezcla de arte y teatro, era un evento inasible y su medio plástico era el cuerpo del artista que se iba con él al terminar. Por supuesto, después de un tiempo, cuando la performance se hace visible gracias al trabajo de un puñado de artistas atrevidos y trasgresores, sobre todo en Europa, Estados Unidos y Asia, los coleccionistas comenzaron a comprar objetos, fotos, grabaciones y demás memorabilia de dichas acciones. Pese a esto, el cuerpo del performer siguió incomprable (digamos) y libre; hasta que, décadas después, cierto mecanismo para multiplicar el cuerpo y avalarlo en serie, aparece en la exposición The Artist is Present, célebre retrospectiva de Marina Abramovich, organizada en el 2010 por Klaus Biesenbach en el MOMA.

El título de la muestra, que reúne cincuenta acciones de la prolífica artista, ya dice mucho, aunque también trata de ocultar lo que verdaderamente ocurre. Como un performer solo puede hacer una acción plástica a la vez, una retrospectiva cabal e “hiperrealista” de un artista del performance obligaría a ver solo una presentación en cada momento (esto se podría hacer perfectamente en una sala de teatro). Lo otro, sería exhibir registros, fotos y videos; pero la idea de Biesenbach era que Abramovich “realmente” estuviera “presente”, en carne y hueso rehaciendo y representando sus más significativas acciones. Como eso es demasiado para una sola persona y como hay ciertos performances (quizás la mayoría) que ella ya no estaba dispuesta a repetir, decidió trabajar con un grupo de sus seguidores, de jóvenes performers de todas partes del mundo, que pudieran emularla, moverse y actuar a imagen y semejanza (suya y de su pareja a fines de los 60, el artista Frank Uwe Laysiepen, mejor conocido como Ulay) frente a los espectadores. Así, Abramovich entrenó y preparó a sus dobles para llevar a cabo sus piezas. Nótese que todo esto funciona como si de un culto se tratara; o al menos hay una “maestra” o “suprema sacerdotisa” que instruye a sus discípulas y las convierte en su imagen para multiplicar su cuerpo y diseminar su mensaje.

Hubo una pieza nueva que acaparó por completo el cuerpo de la real Abramovich y que le dio el título a la exposición y al estupendo documental que atestigua esta empresa (estrenado en 2012 y dirigido por Matthew Akers). En dicha acción, Abramovich se sentó durante casi tres meses, ocho horas al día, a ver a los ojos a las personas que se atrevieron a ubicarse frente a ella. El documental registró las reacciones de muchos de los espectadores conmovidos hasta las lágrimas, por tener el privilegio de estar unos minutos frente a semejante mito viviente. Claro, si tengo que hacer fila para sentarme en el MOMA frente a un nombre tal, y vestida de tal manera (son soberbios e intimidantes los tres trajes largos que la artista vistió durante las semanas que duró la acción), yo también me estremecería o lloraría; pero creo que más que el magnetismo físico de la artista, lo que le dio poder en este caso, fue su innegable historia como performer, la energía de su congregación, de su público, y por supuesto, el peso del lugar “sagrado” que la albergó: el MOMA (junto con su aparato publicitario que llenó la ciudad con su imagen). También hay que señalar la capacidad de Abramovich para vaciarse y estar ahí, como un imponente jarrón, durante horas, mirando a los ojos sin mirar, reduciendo al mínimo su empatía con los miles de espectadores que se sentaron a verla cara a cara. Pero me estoy desviando y lo importante aquí es otra cosa, es la multiplicación del cuerpo de la artista a través de su séquito de jóvenes y muy tonificadas seguidoras de su escuela global; fenómeno que se llevó a cabo, no solo como algo normal, sino como algo admirable. Al hacer esto, el MOMA subrayó la autenticidad de su artista y al tiempo convirtió a Abramovich en una marca, un brand, una multinacional.

Y así llegamos al siguiente paso en esta operación de mercadeo y de multiplicación del cuerpo de Abramovich, con su apoyo y como protagonista de las novísimas gafas de “realidad mixta” de Microsoft. El momento para lanzar este artefacto no podía ser mejor. El Coronavirus nos obliga a millones a permanecer en casa, conectados a la red, trabajando a distancia y pendientes del computador, siguiendo en sus múltiples ventanas lo que ocurre con amigos, enemigos, compañeros y colegas. En el aislamiento, el mundo se ha vuelto virtual, y tanto el trabajo (en el mejor de los casos), como la diversión y el arte, se contemplan ahora a través de la pantalla digital sin salir de casa.

Según parece, ese artilugio hace posible ver a la artista de cuerpo completo, cara a cara, ubicándola en el lugar donde usted esté, por medio de una proyección móvil hiperrealista capaz de fusionarse con el fondo. Aquí es cuando, contra todo pronóstico, el cálculo les salió mal a los genios de la virtualidad porque los consumidores se asustaron con semejante propuesta “satánica”; pero exactamente, ¿dónde está la blasfemia de Abramovich y a qué dios está atacando? Pasando por alto el hecho de lo macabra e intimidante que se ha vuelto su imagen, quiero creer que se debe a que la gente aún sigue pensando que el Arte (así con mayúscula) pertenece a los museos, y de manera paralela, un artista es uno solo, no debe multiplicarse ni estar en varias partes a la vez. Es decir, la gente sigue pensando que el Arte (y el artista) es “sagrado”; y sin duda, gran parte de su “sacralidad” se debe a su unicidad, unicidad conectada, a la vez, indisolublemente, a la idea de “originalidad” y, mucho más importante, a la idea de “pureza”. Picasso no hay sino uno. Botero no hay sino uno. Y si de pronto, un artista decide multiplicarse y aparecer conmigo en mi cuarto… ¡blasfemia!, ¡herejía! Aparentemente, esta idea es tan indeseable como una falsificación. Recordemos, además, que el aborrecimiento a la multiplicidad tiene un referente cristiano, según lo escrito en el evangelio de San Marcos (5:9), en el cual Jesús enfrenta a un demonio que ha poseído a un hombre, le pregunta su nombre y este contesta: “Mi nombre es Legión porque somos muchos.” Es decir, una cosa es un videojuego donde su avatar se enfrenta a brujas, demonios y dragones y otra muy diferente la presencia de un artista en su cuarto, viéndolo a los ojos, ¿o estoy equivocado?

Dejando de lado lo sagrado, lo original y lo puro, me parece muy mal que Abramovich termine vendiéndose a Microsoft para multiplicarse e invadir el mundo. Sin embargo, desde su retrospectiva en el MOMA, está claro que a ella lo que la impulsa es su sed de fama y reconocimiento, así tenga que apelar a trucos de magia para ello. En una de mis partes favoritas del documental dirigido por Akers, el curador del MOMA convence a Abramovich de su error al querer invitar a un joven y exitoso mago para que la haga aparecer de la nada, en medio de su exposición; el curador, preocupado y abrumado, le dice algo así como: “Pero Marina recuerda que lo tuyo es la performance, es lo real; y un truco de magia es completamente lo opuesto, es una ilusión, una mentira, no puedes presentarte frente a tu público haciendo algo así.” Con Microsoft la performer finalmente se rindió por completo a la ilusión, al truco de magia, a la “verdad digital”. ¿Cuánto falta para que el público también se rinda y acepte la herejía?

La idea de ver un cuadro (una pintura, un dibujo, un grabado) como una ventana, maduró en el Renacimiento, y de la pintura pasó a la fotografía y de allí al cine, al video y luego a lo digital. Sin duda alguna, hemos estado atrapados por ventanas que no están allí desde hace mucho tiempo. Sin embargo, en algún momento del siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial, tal cual lo señalan post-estructuralistas como Rosalind Krauss o Hall Foster, el artista se encargó, por un lado, de desenmascarar el artilugio, la ilusión, de cuestionar la ideología imperante en el universo de imágenes producidas por los medios masivos de comunicación; y por otro lado, nos permitió volver a sentir, tocar la materia, reconocernos, por ejemplo, en la carne y el cuerpo “presente” del performer. ¿Será que con esta última decisión de Abramovich estamos atestiguando el ocaso de ese arte urgente, complejo, crítico, real, que ella personificaba? Y todo por morder el fruto prohibido de la omnipresencia virtual. Con la pandemia, recalco, el uso ininterrumpido de la red se está fortaleciendo, y con este, el negocio de lo digital y lo virtual se está volviendo indispensable y fundamental. Por esto, pensadores como Agamben o Byung-Chul Han se han apresurado a señalar que lo que depara el futuro inmediato al llamado Primer Mundo (y al Segundo, al Tercero y al Cuarto, de rebote) es una especie de techno-fascismo que marcha de la mano de una nueva esclavitud: la obediencia incondicional a lo que proyecte, a lo que informe, a lo que ordene la pantalla. Por tanto, sí, muy probablemente el futuro del arte también se encuentre en la virtualidad obediente, en lo digital estetizado y omnipresente. Si es así, una vez más Abramovich, al proyectarse como un imponente jarrón vacío, al convertirse ella misma en su avatar, estaría a la vanguardia. Y si es así, ¡trágame tierra!

Bogotá, abril 16 de 2020.