Power Paola

POWER PAOLA EN “OTROS SALONES”

 

Entrevista publicada en la edición #45 del periódico Arteria. Agosto, 2014.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna clase, una experiencia, una persona que haya sido fundamental para usted durante su formación?

Power Paola: Muchas personas han sido fundamentales para mí, y la primera, es mi papá, Uriel Gaviria. Recuerdo que cuando yo estaba chiquita, y él se ponía a leer el periódico, siempre me pasaba las tiras cómicas para que yo las leyera. Él era ex sacerdote, leía mucho y le encantaba dibujar y pintar, pero de hobby. Mi papá tenía más de cincuenta años cuando me tuvo, y cuando fue sacerdote, alcanzó a dar misa en latín y de espaldas a los feligreses, tal cual se hacía entonces. A él lo metieron desde los once años a la Iglesia; y bueno, si tenía vocación, yo creo que fue, porque se la obligaron a tener. Creo que él hubiera querido ser médico, o pintor. Cuando se salió del sacerdocio hizo un montón de cosas, antes de casarse: estudió Mercadeo, se fue a viajar por Europa, y luego, volvió a Colombia y se casó con mi mamá. Tuvo dos hijas, y en la época del boom petrolero se fue a vivir a Ecuador, y allá nací yo. En Ecuador, mi papá trabajó durante un tiempo en un periódico que se llama El Hoy, y como me veía dibujar mucho, él me decía, a cada rato, que mandara algo a las convocatorias para la portada de La Cometa, la revista infantil de aquel diario. Yo le hice caso, y resulté haciendo como diez portadas para aquella publicación. Y bueno, en mi novela gráfica Virus tropical sale esto: cuando tenía siete años, él me convenció de que participara en un concurso de dibujo para ver al Papa. Así, fui seleccionada junto a otros catorce niños, para ver a Juan Pablo II. Recuerdo que lo que hice tenía algo irónico, era como una imagen de unos misioneros en el Amazonas, tratando de convertir a los indígenas al catolicismo dándoles camisetas. En el aeropuerto, estuve cuatro horas, ahí, parada con mi vestidito, en medio de la pista de aterrizaje, aguantando un frío horrible, porque Quito es helado. Y cuando finalmente apareció el Papa, llegaron todos los militares y nos empujaron, nos tiraron al piso, nos pisaron y nunca pude verlo ni entregarle mi dibujo. ¡Yo quedé ofendida!

 

H.J: ¿Qué tira cómica leía con su papá que le gustara?

P.P: Calvin y Hobbes me encantaba. Me parecía increíble, que en tres o cuatro viñetas, uno entendiera que estaba pasando algo en la realidad y a la vez en un mundo imaginario. En sólo tres viñetas, uno alcanzaba a viajar entre esos dos universos. Por eso, aún hoy, Bill Watterson me parece muy genio.

 

H.J: ¿Dónde cursó la primaria y el bachillerato?

P.P: Yo estudié en el Cardinal Spellman Girls School en Quito, un colegio de monjas. Y luego, a los trece años, pasé de ese colegio femenino, estricto, organizadísimo, a estudiar en Los Cedros del Líbano en Cali, donde terminaban todos los rechazados, los más indisciplinados. Ese fue el único colegio que me aceptó, cuando llegamos a mitad de año a la capital del Valle. Después de ese primer año, yo no quería irme de ahí: era la mejor estudiante del colegio, me iba re bien sin estudiar nada, podía fumar ¡fue una delicia! ! Me acuerdo que el director tenía el pelo largo, y yo iba y le decía: “Allá hay unos chicos que están fumando marihuana”, y él me respondía: “Ay, ¡déjalos!”.

 

H.J: ¿Esos colegios tenían clases de arte o de dibujo?

P.P: Sí. Sobre todo, recuerdo a un profesor de arte en Los Cedros del Líbano, que vio en cuatro alumnos como un interés especial, y por eso nos invitaba a su casa, y nos enseñaba a hacer grabados, xilografías, y nos prestaba sus gubias, y hasta nos invitaba a cine. Me acuerdo de salir a la calle con él, mientras nos decía: “Miren cómo está vestida la gente, cada quien se empaca como quiere, cada uno puede decidir cómo quiere empacar su alma”. Eso nos abría la cabeza, nos hacía ver la realidad de otra forma. Yo tenía como quince años, viviendo en una Cali, que parecía como del Lejano Oeste. Yo no sé si todos mis compañeros eran hijos de traquetos, pero parecían. Por eso mismo, las ideas de la fiesta, y de cómo vestir y cómo actuar, todo era muy distinto a lo que yo había vivido en Quito. Me tocó una Cali con mucho voltaje. Me acuerdo de una amiga del colegio, que cada año llevaba droga a Estados Unidos y me mandaba cartas con calcomanías de Hello Kitty, diciéndome: “¡Coroné!”. Y bueno, a las fiestas de quince, invitaban a Maná. Era muy traqueto eso, ¿o no? Y aclaro, que ellos eran re inocentes, también, solo que estaban criados de esa manera, el contexto era así.

 

H.J: ¿Dónde hizo sus estudios de arte?

P.P: Después del colegio, yo estaba un poco indecisa; porque siempre dibujé, siempre pinté, pero también tenía la espinita del teatro. Por eso, me metí a estudiar en Cali con Enrique Buenaventura, en el TEC. Sin embargo, me di cuenta que era pésima actriz, que era demasiado conciente de mí misma, no podía salirme de mí, entonces decidí dejarlo. Al mismo tiempo que estudiaba teatro, empecé a hacer una carrera, que fue todo un experimento en la Javeriana de Cali, una carrera que apenas duró dos años y que llamaron Expresión Artística. Fue muy chévere, porque el primer semestre todas las clases eran dadas a partir del teatro: las artes plásticas vistas desde el teatro, la música vista desde el teatro, la literatura vista desde el teatro. Cada semestre, había una disciplina a través de la cual se estudiaban las demás. El segundo semestre fue la música, el tercer semestre fueron las artes plásticas y así. ¡Imagínese una clase de Apreciación Musical, vista desde la plástica! Lo que hicieron, fue abrirme un montón de puertas, mostrándome que uno podía hacer cualquier cosa y que todo podía mezclarse. Por eso, muchos de mis compañeros de generación, hacen cosas muy híbridas, no tienen esa carga encima de querer ser un artista plástico y nada más. Y yo también siento que soy un híbrido. Antes sufría mucho con eso, porque yo quería ser una artista plástica que expone en galerías, una ¡artista contemporánea! Pero, poco a poco, me di cuenta de la ventaja de no tener esa armadura. Ahora me puedo mover libremente en varios espacios. Ya no me importa si algunos artistas me llaman ilustradora o historietista; o si los ilustradores me llaman artista. Ya no me importa eso.

 

H.J: ¿ En La Javeriana se acuerda de alguien fundamental para usted?

P.P: Me acuerdo de Carlos Quintero. Él dictaba una clase de Apreciación Plástica y me mostró que el arte no era solamente pintar, dibujar o hacer grabados. Recuerdo que él nos llevaba a ver performances y happenings. Él también me abrió la cabeza. Recuerdo también a Halaix, mi profesor de teatro. Él nos daba Tai Chi, o nos hacía clases donde no podíamos decir una sola palabra, o nos ponía a meditar. ¡Era buenísimo! Él nos hacía caminar descalzos por la universidad y ¡todo el mundo nos gritaba! Cali es una ciudad donde es muy difícil ser uno mismo, y más en esa época, con las clases sociales tan marcadas y con maneras de ser definidas. En aquel entonces, me decoloré el pelo, y yo entraba a la cafetería de la Javeriana y toda la cafetería me gritaba: “¡Loca, loca, locaaa!”. Y no lo aguanté. A los tres días me pinté el pelo de negro. La gente era muy agresiva con lo diferente. Bueno, ahora voy a Cali y me encanta. Como que encontré mi Cali, después de mucho tiempo. Pero en aquel entonces, era una ciudad muy violenta.

Ahora, mis padres me dijeron que a partir de los dieciocho años, yo tenía que hacerme cargo de mí misma y de mi carrera. Quizás por eso, me acostumbré a trabajar de adolescente. De los quince hasta los diecinueve años, trabajé en una fábrica de camisetas que se llamaba Sunrise, Peace & Ecowear. Al principio, me daban catálogos con diseños de camisetas extranjeras y me decían “cópialos”, y yo lo hacía adaptándolos un poquito, les agregaba frases en español y eso; y al final, comencé a hacer camisetas con diseños míos. Al principio era un trabajo de medio tiempo, luego fue de tiempo completo, y al final, ya eran como sesenta dibujos semanales los que hacía. Entonces, les dije que si querían que yo siguiera trabajando ahí, tenían que darme tiempo para estudiar y les pregunté si podían pagarme la universidad; y sí, lo hicieron.

 

H.J: ¿Conserva alguna camiseta de aquellas?

P.P: No. El lugar todavía existe y siguen imprimiendo algunas cosas de las que hice en esa época, pero a la vez sacan copias de otras marcas. Por ejemplo, hace poco vi una camiseta que tenía el escudo de Colombia, y en inglés decía: “I’m proud to be Colombian”. Yo pensé: “¡No puede ser!”

 

H.J: Imagino que esa fue una escuela importante de dibujo.

P.P: Claro que sí. Yo trabajaba de ocho de la mañana a cinco de la tarde, como una oficinista. Esa disciplina, ese rigor, fue fundamental para mí. Ahí aprendí a trabajar duro, a dibujar rápido. Sí, esa fue una gran escuela Pero un día me aburrí, y simplemente no volví. Se me metió en la cabeza que quería vivir en Bogotá, y estudiar arte en Los Andes, lo que era económicamente imposible. Entonces, me fui a Medellín y me presenté en tres escuelas. No pasé en la Nacional, tampoco pasé en la Universidad de Antioquia; pero sí pasé al Instituto de Bellas Artes, que ahora se llama Fundación Universitaria de Bellas Artes-, una Escuela muy linda, muy antigua, que queda en el centro. Allí me enseñaron a hacer acrílicos, me enseñaron a hacer óleos, me enseñaron a dibujar en acuarela, como todo súper técnico, y era maravilloso. Además, en el Instituto de Bellas Artes, conocí a Óscar Jaramillo, un profesor de dibujo, quien me ayudó a tomar la decisión de volverme dibujante. Óscar viene de ese universo del arte en Colombia en los sesentas y setentas -un poquito como Enrique Buenaventura- y nos invitaba, por ejemplo, a la casa de Juan Camilo Uribe, su mejor amigo, y la pasábamos buenísimo con ellos. Éramos varias alumnas, y nos contaban de ese mundo de los setentas, y nos llevaban a unos lugares insospechados, lindísimos, a bares de boleros, o a bailar tango. Óscar me decía que era muy difícil vivir del arte, pero me aseguraba que el dibujo me podía ayudar muchísimo. Él me insistía: “No pares de dibujar; dibuja, dibuja, dibuja, que seguro vas a poder vivir de eso”.

 

H.J: ¿Cómo se pagó la carrera en Medellín?

P.P: Para poder pagarme la carrera me volví modelo. Era modelo de todas las clases de dibujo de Bellas Artes, y también modelé en algunas de la Nacional, y en la de Antioquia.

 

H.J: ¿Cómo se decidió a modelar?

P.P: Yo me volví muy amiga de la modelo de la clase de Óscar Jaramillo, y cuando se terminaba esa clase, nos íbamos las dos a tomar vino en un parque. Y un día le dije: “Yo quiero ser modelo, pero me da mucha pena. ¿Cómo hago para perder esa pena que tengo de mi cuerpo?” Y una tarde, ella me dijo: “Bueno, esta es tu oportunidad, necesito que me reemplaces en este taller que es muy importante para mí”. Y yo le dije: “Listo, dale, dime dónde es”. Y ese fue mi primer día de modelo.

 

H.J: Ser modelo es muy difícil. ¿Ella le dio algún consejo para modelar, para por ejemplo, mantener la misma posición?

P.P: Sí. Hay que equilibrar el peso del cuerpo, estar consciente del cuerpo todo el tiempo, y mandar el peso del cuerpo a diferentes lugares para no cansarse. Lo curioso, es que, como estaba ahí, quietica, escuchando todo lo que decían los profesores, creo que aprendí un montón en todas esas clases de dibujo. Ahí me di cuenta, además, que muchas veces le pagan mejor a una modelo que a un profesor.

 

H.J: ¿Recuerda alguna de esas clases que “tomó” siendo modelo y que fuera especialmente formativa?

P.P: Recuerdo unas sesiones en la casa de Rodrigo Isaza, que eran para gente grande, para dibujar, tomar vino y charlar. Rodrigo era chef, y mientras dibujaban, cocinaba unos platos magníficos. Y entre los asiduos estaba Elkin Restrepo, poeta y escritor, director de la revista de la Universidad de Antioquia, y estaba Alberto González, un matemático increíble. En ese lugar, en el taller en casa de Rodrigo, fue el primer lugar donde modelé. Y fue allí, modelando, que me pasaron cosas que cambiaron el rumbo de mi vida. La más importante, ocurrió un día en que llegó una arquitecta, llamada Lucette Romero, a dibujar y en el descanso mientras todos estaban en la cocina, ella se puso a conversar conmigo y me dijo: “¿Y tú qué más haces a parte de ser modelo?” Yo le conté que estudiaba Artes Plásticas, y entonces, le mostré mi libreta de apuntes y ella me preguntó: “¿Tú conoces la Cité Internationale des Arts en París?” Yo le dije que no tenía ni idea, y ella continuó: “¿Te gustaría estudiar en esa ciudad? Yo viví allá un año, y estoy segura que si tú mandas tus cosas, te ganas una residencia, y puedes irte para allá apenas te gradúes”. Y yo: “Sí, de una, me encantaría; pero no tengo plata para mandar el paquete con mi portafolio y mi trabajo”. Y ella me dijo: “No te preocupes, yo te lo mando y tú me lo vas pagando de a poquitos”. Y lo mandó, ¡y pasé! Apenas me gradúe me llegó un email que decía: “Usted ha sido escogida para vivir en la Cité Internationale des Arts”. Viajé, y me quedé dos años en París, y todo fue por estar de modelo en aquella casa. Pero, hay otra experiencia fundamental de la que no he hablado. Antes de irme a París, junto a mis compañeros de clase, abrimos, en el año 2003, un espacio en Medellín al que llamamos Taller 7. Sus fundadores fuimos Mauricio Carmona, Julián Urrego, Carlos Carmona, Adriana Pineda, Albany Henao, Milton Valencia, Javier Álvarez y yo. La verdad, nosotros nos conseguimos ese espacio porque todos necesitábamos un lugar grande para pintar, necesitábamos un súper taller. Al comienzo, nunca pensamos en tener un espacio cultural abierto a la gente, pero para conseguir algo de dinero nos pusimos a hacer cosas ahí. Comenzamos haciendo exposiciones una vez al mes, y vendiendo cerveza, y con eso pagábamos el lugar. Hacer parte de Taller 7 fue una experiencia valiosísima. Allí aprendí del trabajo en equipo. Es que en Medellín la gente dice: “Mañana nos vemos a las 6 de la mañana y hacemos esto y esto” y eso se cumple, y se hace. Y gente que no se cae bien, con tal de que un proyecto salga adelante, pues trabaja junta sin problema. Y en Taller 7 me pasó otra cosa fundamental: ahí conocí a José Antonio Suárez. Él empezó a visitarnos todos los viernes, para dibujar con la gente que quisiera estar presente. Y creo que aún lo hace.

 

H.J: ¿De qué hora a qué hora dibujan con Suárez?

P.P: Esas sesiones de dibujo comienzan a las ocho de la mañana y terminan después del almuerzo. José Antonio es un referente para mí, es impresionante lo que él hace, es increíble su disciplina, es como un monje del dibujo. Cuando me fui a París, esa era mi meta: encerrarme a trabajar. Sí, a José Antonio lo admiro un montón, y entre otras cosas, lo conocimos porque en Taller 7. éramos muy amigos de Juan Alberto Gaviria, que es otro de mis referentes en Medellín. La primera exposición que tuve, la hice ahí, en la sala de exhibiciones del Colombo Americano. Me gané un premio para hacer un mural en dicho espacio, y a partir de ese momento, Juan Alberto siempre me contrató para hacer cosas: talleres, flyers, afiches. Juan Alberto todo lo trataba de relacionar con lo social, y al principio, muchos pensaban que eso era rarísimo; pero a mí, ese acercamiento me parece re importante. El arte no puede ser solo un objeto de consumo, un lujo para cierta élite.

 

H.J: Eso se aplica a su trabajo, a la forma en que se distribuye a partir de revistas, libros y fanzines. Es popular, digamos.¿Cree usted que el arte tiene que ser así?

P.P: No. Yo creo que el arte no tiene que ser de ninguna manera. El arte existe de muchas maneras. Y me molesta cuando la gente lo trata de encerrar, me molesta cuando dicen que tiene que ser así o asá. Yo creo, que todavía no sabemos cuantas posibilidades hay, qué maneras hay, para que el arte exista.

 

H.J: ¿Le gustaría tener una página en Internet y dibujar digitalmente?

P.P: Ahí está el problema: no me gusta dibujar digitalmente. Me encanta lo manual, lo análogo, lo artesanal. Algunos de mis referentes más importantes tienen que ver con el Art Brut, con el arte primitivista, con lo gestual y lo burdo.

 

H.J: ¿Cómo llegó a adquirir ese gusto?

P.P: Yo creo que por mi mamá, porque a ella le gusta mucho el arte popular. Mi casa siempre estuvo llena de artesanías. Y después, en París, me encontré una tienda rarísima de un señor que tenía un museo en el subsuelo lleno de muñecos todos cocidos. Él se hacía llamar Animal, y vendía ropa usada que él pintaba, cocía y modificaba, todo lo que hacía era muy poderoso. Yo no dejaba de mirar sus vestidos y me preguntaba: “¿Será que soy capaz de ponerme esto?” Y él me empezó a hablar del Art Brut. Llevaba muy poquito tiempo en Francia, era español y decía que él era el Art Brut, y me empezó a contar y yo no tenía ni idea, yo no sabía nada; y él nombrando a un montón de gente, y luego fui a buscar, y frente a lo que hallé, me dije: “Obviamente, este es mi universo”. Eso me liberó.

 

H.J: Pero lo que usted hace no es Arte Bruto.

P.P: No, pero me atrae mucho esa cosa, que es como de la tripa, como que usted necesita dibujar o pintar, porque si no, se muere. Y ahí me siento identificada. Obviamente, yo estudié arte y me gradué, tengo toda esa historia atrás, así que no soy una amateur, o una salvaje; pero yo sí necesito dibujar, sacar lo que tengo dentro, es una cosa física, fisiológica.

 

H.J: ¿Cuándo publica su trabajo por primera vez?

P.P: El último año que estuve en Francia, lo pasé con un colombiano, y me casé con él –estuvimos casados nueve años- y como no queríamos volver a Colombia, como queríamos seguir viajando, él decidió que nos fuéramos a Australia, porque allá podía cursar una muy buena Maestría en Escritura Creativa. Y estando ahí, me deprimí un montón. Pero ¡mal! Australia me dio durísimo. Creo que influyó lo de estar casada. Llevaba un año y medio, todos los días cortando frutas, picando hierbas. Yo pensaba que me estaba alejando del arte, y eso me ponía muy mal. Entonces, empecé a hacer cómics, burlándome de mí y de todo ese rollo; porque, a fin de cuentas, mi vida estaba bien: tenía un apartamento buenísimo, tenía una pareja re linda, ganaba bien, y el medio tiempo lo podía dedicar a dibujar.

 

H.J: ¿Conoció a otros dibujantes que se burlaban de sí mismos, o hizo esto de forma intuitiva?

P.P: En la Cité, una vecina, que también era artista plástica, me mostró un montón de historietas y de novelas gráficas. Cuando las vi, caí en cuenta que todo lo que había pintado y dibujado hasta ese entonces, tenía que ver con lo autorreferencial, y que claramente, la mejor forma de seguir con mi obra era a través del cómic. Pero, a la vez, me parecía como imposible dar ese paso; como que no me veía dibujando cómics. Quizás el cómic que más me impactó, fue el Diario de Nueva York de Julie Doucet, donde cuenta que es artista plástica, cuenta su primera relación sexual, cuando mete cocaína con su novio, lo cuenta todo y de una manera muy explícita, con unos dibujos increíbles. Leyendo ese cómic pensé: “Yo quiero hacer lo mismo”; pero me demoré años en decidirme y empezar a hacerlo. Luego, comencé a mostrar mi trabajo en mi blog, conocí a otros historietistas latinoamericanos por Internet, y así, me publicaron por primera vez en 2006, en una revista peruana que se llama Carboncito. Recuerdo que me pidieron una historieta de dos páginas, y ¡yo nunca había hecho algo así! Eso fue un reto para mí. Y después, un crítico peruano habló de mi historieta, y empezó a entrar gente al blog, y empezaron a comentar mi trabajo, y fue así como comencé a hacer historietas. Y después de Australia, nos fuimos a vivir a Argentina, y allá justo, había dos historietistas colombianos paisas -y yo conocía a uno, a Joni B, porque estudiaba en la Nacional con mi prima- que me dijeron que iban a exponer su trabajo, y que querían que yo expusiera con ellos. Así, me presentaron como al mundito de los historietistas argentinos, y a la semana, uno de ellos me dijo: “Fuiste escogida para publicar en Historietas reales”, y yo no tenía ni idea de qué era eso. Era un blog que difundía a un montón de autores, donde todos y cada uno, publicaban una página semanal, que podía ser parte de una historia larga, o podía ser autoconclusiva. Y cuando empecé a ver, cuando me subí al blog, me di cuenta que todo allí era autobiográfico, de ahí su nombre. Y empecé a publica ahí. El primer año hacía solamente historietas de una página; y al siguiente, decidí lanzarme a hacer Virus tropical, es decir, decidí contar mi historia desde que nací, en un cómic largo, obedeciendo a aquello que pensé cuando leí a Doucet. Así comencé ese proyecto, haciendo de a página por semana. El Virus lo terminé en el 2010. Aquí en Colombia se publicó en tres libritos; pero en Perú, sacaron una edición integral este año. Y bueno, llevo como tres años haciendo otra novela; pero no la he podido terminar, porque estoy haciendo lo de la película (de Virus tropical), y al mismo tiempo, hago ilustraciones y trabajo para otras publicaciones.

 

H.J: ¿Alguna vez ha dictado clase?

P.P: Ahora, en Argentina, estuve dictando por segunda vez, un taller muy particular llamado Diario de Viaje; en él lo que hacemos es “turistear” por Buenos Aires y dibujar. Nos vamos a un museo, nos vamos a un café, o al hipódromo, y dibujamos, subimos al subte y dibujamos. Ahí me siento muy cómoda enseñando; porque no estamos en un salón de clase.

 

H.J: ¿Piensa que se puede enseñar a ser artista?

P.P: Pues yo no sé, hay gente que contagia las ganas, que tiene como un carisma especial, como una manera para transmitir sus ideas muy eficaz. Yo creo que enseñar es contagiar, pero no sé si siempre se pueda hacer. Al mismo tiempo, pienso en todas las personas que me han guiado, que me han enseñado cosas, y digo que sí, sí se puede enseñar; pero, tiene que haber, del otro lado, ganas de aprender, ganas de dejarse contagiar. De nada sirven las ganas de enseñar, si la otra persona no es receptiva. Enseñar es como una comunión, donde se da de parte y parte. Enseñar no tiene que ver solamente con el profesor; sino que tiene que ver, sobre todo, con el alumno, incluso, con los alumnos y las relaciones entre ellos. Yo dibujo mucho con gente alrededor ¡y he aprendido tanto de esa gente! Desde el uso de los materiales, hasta lo que piensan del dibujo, de la creación, y de la vida. He aprendido muchísimo, viendo dibujar a mis amigos, mientras dibujo con ellos. Esa es la comunión a la que me refiero.