María Isabel Rueda

MARÍA ISABEL RUEDA EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #53 del periódico Arteria. Mayo, 2016.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa fundamental, que la haya ayudado a ser quien es hoy día, dentro o fuera del salón de clase?

María Isabel Rueda: Estudiar Arte en la Universidad Nacional, fue para mi toda una experiencia. Yo ya había estudiado la carrera de Publicidad en la Tadeo; pero la Nacional fue algo completamente diferente. Y no sólo era el campus que es tremendo; sino la forma en que estaba armado el pensum, por lo menos en esa época. Tenía la posibilidad de ver materias y de compartir con la gente más increíble de todas las Facultades. Así, comencé a descubrir, realmente, qué es una universidad. Y es que las personas que estudian en la Nacional, son únicas. Yo siempre me he preguntado cómo funciona ese filtro para entrar; porque, yo no creo que ese examen de admisión sea tan certero. Siempre me pregunté: “¿Cómo hacen, para que lleguen semejantes personas a este lugar?” Allá conocí a una gente increíble, que sin importar en qué clase social están, tienen unos gustos, una información, y una forma de ser muy particular, que al fin y al cabo, arma ese mundo tan especial que es la Nacional. Yo terminé, casi que viviendo ahí. En esa época, yo no tenía un peso, y me tocaba quedarme todo el día en la Universidad. Desayunaba, almorzaba y comía allá. Llegaba a clase a las siete de la mañana, y me quedaba hasta las siete u ocho de la noche. Y el estar conviviendo con estas personas, a mí me transformó.

 

H.J: Recuerda el nombre de algunas de esas personas increíbles, que conoció en la Universidad Nacional?

M.I.R: En mi curso estaban Carlos Bonil, Darío Bernal, Sergio Vega. Conocí a Wilson Díaz, que aunque ya no estudiaba en la Universidad, se la pasaba por ahí. Conocí a Jaime Tarazona y a Fernando Escobar, que estaban más arriba. Y a los del curso más abajo, que eran Sylvia Suárez, Camilo Ordóñez, Gabriel Antolínez…

 

H.J: ¿Porqué estudió Publicidad?

M.I.R: Yo no sabía que uno podía estudiar Arte. No sabía que eso fuera una carrera. Yo me gradué del colegio en 1988, a los dieciséis años, y no sabía qué quería estudiar. Cuando me preguntaban: “¿A usted qué le gusta hacer?” Yo respondía: “Pintar y dibujar”. Y lo más cercano que me ubicaron, de acuerdo a mi respuesta, fue Diseño Gráfico. Así, hice un semestre en Taller Cinco y luego me metí a Publicidad, pues era como parecido a eso de pintar y dibujar. Allí me fue muy bien. Me gradué y trabajé en Toro Publicidad, donde había hecho mis prácticas. Y poco tiempo después, comencé a trabajar en Leo Burnett.

 

H.J: Era buena publicista.

M.I.R: Supuestamente, pero nunca pude encajar del todo. Así que renuncié, y no hice nada durante un tiempo. Este fue mi plan: no voy a hacer nada, hasta que no sepa bien qué quiero hacer. Y un día, viviendo en la casa de una tía, en París, me fui a ver una exposición sobre el Surrealismo, y allí encontré esa pieza de Man Ray, ese metrónomo que tiene un ojo; y como loca me dije: “Esta obra me está dando un mensaje… ¡voy a estudiar Arte!” Y me metí esa idea en la cabeza: voy a estudiar Arte, voy a estudiar Arte, voy a estudiar Arte. Me devolví a Colombia y averigüe las carreras de Arte en Bogotá. Y eran carísimas, no podía pagar ninguna. Ya no tenía trabajo, así que no tenía plata; la única opción era la Nacional. Por eso, me propuse pasar el examen de admisión, como fuera. No me acordaba de nada del colegio, ni de física, ni de química; así que me puse a repasar todo. Mis hermanos me ayudaron. Y bueno, pasé.

 

H.J: ¿En qué colegio estudió?

M.I.R: Estudié en el Gimnasio Cartagena de Indias.

 

H.J: ¿Es una institución femenina?

M.I.R: Reciben a hombres y mujeres; pero estudian en sedes diferentes.

 

H.J: ¿Tuvo clases de arte en ese colegio?         

M.I.R: Nunca me dieron clases de arte allí; pero creo que la enseñanza era buena. Me acuerdo que había una clase que a mi me encantaba: Taller de Pensamiento. En esa clase todo el colegio leía un libro, el mismo libro, desde primaria hasta bachillerato. Y un día a la semana, nos reunían durante tres horas, a discutir entre todas, chiquitas y grandes, lo leído. Leímos Edipo rey, Antígona, La metamorfosis, El extranjero, La María… lo clásico. Pero lo interesante, era escuchar la interpretación de las demás. ¡Era cheverísimo! Imagínate tú, ¡discutiendo Edipo rey con una peladita! Y esa era la onda del colegio. Mucha gente, dice en la costa, que ese plantel es para reinas de belleza. Y sí, varias de mis compañeras participaron luego en el concurso para Señorita Colombia. Como sea, yo aprendí mucho allí, sobre todo en historia y en literatura. Y creo que gracias a lo que aprendí en el Gimnasio Cartagena de Indias, terminé estudiando en la Nacional.

 

H.J: Es un colegio de monjas?               

M.I.R: No. Es un colegio del Opus Dei. Y la máxima expresión de creatividad, tenía lugar cuando uno hacía las carteleras, o en la feria de ciencias. Claro que mis carteleras, las terminaba haciendo mi mamá, que era súper buena dibujante. Ella se llama Marta Gómez y es ingeniera industrial; pero quiso toda la vida ser diseñadora de modas. Cuando hizo el ICFES sacó uno de los máximos puntajes y la premiaron con una beca. Pero esas becas eran para ingenierías; entonces le tocó estudiar Ingeniería Industrial.

 

H.J: ¿Porqué resultó estudiando en Bogotá?     

M.I.R: Mi mamá, que tiene una mente muy abierta, me dijo: “¡Váyase a Bogotá y aprende, así sea a tender la cama! Vaya y tenga la experiencia de vivir sola y mire qué le puede gustar, pruebe diferentes carreras, y si no le gustan, pues no es nada grave”. Y eso fue lo que hice. Allá viví con varias compañeras de mi colegio en un apartamento. Obviamente, no pagaba el apartamento ni la universidad; pero ya no vivía con mis padres. Las mujeres en la costa maduran muy rápido: a los diecisiete años ya están casadas y tienen hijos y organizan su hogar. Por eso, vivir en Bogotá, por fuera de mi casa, me parecía que era lo normal. Y de todos modos, en mi colegio no es que fuera la más adaptada. Blanca, flaca, de pelo negro, no cuadraba mucho con el estereotipo costeño.

 

H.J: ¿Se acuerda de algún profesor, o de alguna clase notable como estudiante de Publicidad?

M.I.R: La verdad, no. Lo que más recuerdo de la Tadeo es el parche. Los amigos que hice. Por ejemplo, mi gran amigo de Publicidad fue “El Mono”, el que montó este bar que se llamó Vértigo Campo Elías. Recuerdo a Lina Caro y a “El Panelo”, el paisa que tocaba al comienzo con Los Aterciopelados, y que también estuvo en La Derecha. Ellos no estudiaron Publicidad, estudiaron Diseño Gráfico; pero uno salía de clase, y se iba a esa calle donde todo el mundo se encontraba. Ahí se gestaron un montón de bares, y todo el mundo sabía de música. Mí época en la Tadeo coincidió con la aparición de los bares alternativos, así que se rumbeaba miércoles, jueves, viernes, sábado, de corrido. Yo sí aprendí mucho ahí, como dicen, en “la universidad de la vida”.

 

H.J: Con una carrera de ventaja, seguro fue una de las estudiantes más adultas e independientes en la Nacional.

M.I.R: Claro, yo tenía mucha más experiencia. En primer semestre, yo ya había trabajado en una agencia de publicidad; y mis compañeros eran todos unos niños, de dieciséis, dieciocho años. Exponer, hablar sobre un tema en clase, me parecía facilísimo; porque yo ya había tenido que ir a juntas creativas, y había tenido que vender ideas a empresarios.

 

H.J: ¿Hubo profesores importantes para usted en la carrera de Arte?

M.I.R: Claro que sí. Recuerdo con mucho cariño a María Helena Bernal. Ella me dio la mano, en un momento en que yo no sabía cómo pagar la carrera. Se inventó como una electiva, en la que yo era directora de los guías del Museo de Arte de La Universidad. Yo instruía a todos los guías y registraba en fotografía todas las exposiciones, y por hacer eso me asignaron un sueldo de sesenta mil pesos, al mes, y con eso yo pagaba la matrícula. Ella, además, nos enseñó a documentar, a fechar, a conservar adecuadamente, todo lo que hacíamos. María Helena, nos hizo creer el cuento de que uno es artista, desde primer semestre: uno pegaba un papel en la pared, y eso era importantísimo, y había que registrarlo. Yo vi con ella Taller Experimental 1 y 2. También me acuerdo bastante de Mario Opazo. Él es un excelente profesor. Es una persona con una oratoria impresionante, y las historias que cuenta son geniales. Sus clases eran buenísimas. Yo lo escuchaba y ya, quería otra vez ser artista. Él siempre hablaba de Beuys: que la energía y no se qué, que la bomba de miel y tal cosa. Yo vi con él Escultura y Pensamiento Escultórico. Me acuerdo, también, de María Morán. Ella era increíble. Siempre le mostraba a uno cosas: “No, mira, en Londres se está haciendo no sé qué, y hay estos artistas, y este es Gary Hume.” Hay un momento en la Nacional, en que si uno no sabe dibujar académicamente, copiar exactamente de la realidad, uno es un perdedor; y a mí eso, siempre me costó mucho trabajo. Yo no podía dibujar así, y me desilusionaba. Incluso en las clases de pintura; porque necesitaba dibujar para luego pintar. Ahí apareció María Morán, que en una clase de pintura me dijo: “No te preocupes; existe Gary Hume que proyecta, calca y hace todo plano”. Ella daba otras opciones, siempre preocupada por nosotros, por encontrar posibilidades en nuestras limitaciones. A ella le debo mucho. Y también me acuerdo de la clase de Teoría 1, con Gustavo Toro. Hablaba de unas cosas, que uno no entendía nada; pero, botaba una carreta como de tres horas, y todo el mundo alucinaba. Con él descubrí que me encanta la filosofía. Por eso, luego estudié varias electivas de Filosofía: Algunas con Amparo Vega, que daba una clase sobre Lyotard. Ella, de hecho, llevó a Lyotard a la Nacional. Con ella vi una clase de Teoría y Estética, y otra de Lyotard y Lo Particular. Me encantaba ir al edificio de Filosofía. A veces pienso que hubiera podido estudiar filosofía; pero menos mal no fue así. No me puedo imaginar, uno todo el tiempo, sólo en la mente. Eso debe ser algo enloquecedor. También estoy en deuda con Rosario López. Cuando tomé clase de escultura con ella, acababa de llegar de Londres, de hacer su maestría en Chelsea, o algo así. En la Nacional uno comenzaba a aproximarse a las tres dimensiones con el barro; pero ella nos puso a mostrar lo escultórico a través de la fotografía. Así que me tomé unas fotos, donde yo salía con un pipí, como en una cocina, haciendo oficio. La cosa es que Rosario era la curadora del Salón de Arte Joven en ese momento; y aunque yo estaba apenas en segundo semestre, a ella le gustaron tanto esas fotos que me invitó a participar. Yo no tenía ni idea de qué era eso, pero ahí estuve, y en seguida quedé metida como en el circuito del arte, porque al rato José Ignacio Roca me invitó a Nuevos Nombres, y ahí es donde mi vida de universidad se transforma, y mi carrera como artista comienza. Por eso no puedo dejar de nombrar a Rosario, ella confió en mí, y mire todo lo que pasó.

 

H.J: ¿Para hacer esas fotos empleó cosas que aprendió en Publicidad?

M.I.R: Sí, claro. Yo ya sabía cómo funcionaba el mundo de las imágenes, y hasta había hecho comerciales para televisión. Pero, esa fue la primera vez que hacía algo sin buscar satisfacer a un cliente, sin tratar de vender un producto. En esas fotos, yo era como un ama de casa rebelde, que hasta pipí tenía. No sé ni cómo hice eso. Luego resulté exhibiendo esas fotos, y por supuesto, no quería ni asistir a la inauguración. Ese trabajo era muy auténtico, lo hice porque lo tenía que hacer.

 

H.J: Quizás estaba cansada de la utilización banal del cuerpo femenino en la publicidad.

M.I.R: Antes de estudiar Arte, cuando no hacía nada, me pasaba horas y horas en la casa, limpiando, cocinando, leyendo, viendo televisión. Y me decía: “Me encanta ser ama de casa”. Pero, entonces, aparecía la contra parte, la voz del mundo profesional regañándome: “Bueno, pilas. Usted no está haciendo nada. Tiene que salir y ganar plata”. De tal manera, ese trabajo mezcla esa fascinación que tengo por el ama de casa estereotípica, con cierta subversión. Pero no es que vaya en contra del ama de casa; creo que de hecho es al revés, de una forma curiosa, estoy diciendo: “¿Y porqué no puedo ser ama de casa?”

 

H.J: Ama de casa con pipí.

M.I.R: Lo del pipí, sí no tengo ni idea de dónde salió. Pero recuerdo haber ojeado una revista con fotos de Cindy Sherman, quizás una Parkett. Recuerdo una imagen en blanco y negro, que semejaba ser de una película de los años cincuenta o sesenta. Y como yo tenía el pelo así, con capul y no sé qué; pues decidí ponerme de modelo y hacer las fotos en blanco y negro. Sí, ese trabajo es una mezcla de cosas, de imágenes, y obsesiones dentro de mi cabeza. Y lo llevé a cabo muy inocentemente. Yo ni recordaba el nombre de la artista; fue José Ignacio (Roca) quien luego me dijo: “Tus fotos, de algún modo, son como los Film still de Cindy Sherman”.

 

H.J: Ya que estudió tanto Publicidad como Arte, ¿qué contrapunto puede hacer entre esas dos carreras?

M.I.R: La Publicidad es una estrategia: cómo vender un producto. Para ello, los publicistas se han apropiado de “lo creativo”, de todo lo que hacen los artistas, los cineastas, los músicos. Mientras en Artes, usted va descubriendo sus propios intereses, o va descubriendo formas de ver el mundo, y eso lo lleva a pensar en unos materiales, y en una forma de expresarse. En Publicidad, le imponen una estrategia que otro ya pensó, para responder al problema de cuántas cosas hay que vender, y a quién va dirigido lo que se tiene que vender. Claro, hay publicistas muy buenos, que tienen unas ideas muy divertidas, interesantes, que arman propuestas chéveres a partir de esas estrategias; pero, eso es totalmente diferente al pensamiento plástico, que es más intuitivo y mucho, mucho más personal. Por eso, cuando trabajé como publicista, me aburrí. Pensé: “Esto no es tan divertido, todos me están diciendo lo que tengo que hacer; y ¿dónde está lo que realmente pienso yo?” Y lo paradójico de todo esto, es que luego, ya en Artes, también tuve un shock cuando me di cuenta que en la Academia, a medida que pasaban los semestres, empiezan a enseñar a la gente esa misma estrategia de la Publicidad: el artista, debe volverse un publicista, para poder venderse y funcionar en el mercado. Por eso, a mitad de carrera, entré en crisis. Pensé: “¡Hice todo este esfuerzo, para zafarme de tanta estrategia de mercado, de tanto interés creado, y ahora estoy terminando por aprender lo mismo!

 

H.J: Muchos confunden el mercado del arte con el arte; y el arte es mucho más que el mercado.

M.I.R: Exactamente. Lo importante es tenerlo claro; porque si uno no lo sabe, termina en el otro extremo. Nosotros, nuestra generación –y hablo también de la suya- no hacíamos arte para vender; porque, entre otras cosas, no había ni dónde, ni a quién vendérselo. No había ni ARTBo, ni tanta galería de arte joven. Entonces, desde el comienzo estaba claro que no íbamos a vender, así que eso no nos preocupaba. Y crecimos haciendo arte, por razones totalmente personales. Por eso Wilson Díaz es una de mis grandes influencias. Mi trabajo de investigación, para la clase de Historia del Arte, que dictó Álvaro Medina, consistió en escoger un artista colombiano, compilar cuanta información hubiera de él y hacer una exposición sobre su trabajo. Yo escogí a Wilson. Así, descubrí su obra y me enamoré de él.

 

H.J: ¿Lo entrevistó?

M.I.R: Yo me fui para Valenzuela y Klenner –su galería en ese entonces- y logré que Jairo Valenzuela me consiguiera una fecha para hacerle una entrevista, cuando viniera a Bogotá. Así, hablé con él y me dio un montón de material. Wilson guarda todos sus recortes de prensa, las invitaciones, todo su archivo lo tiene súper organizado. Y yo fotocopié todo eso, y todavía lo tengo por ahí. Es una cosa gigante. Así, hice mi exposición sobre él, y ahí nos hicimos muy amigos. Él es ese tipo de artista que no puede desligar su obra y su vida. Su vida cobra sentido por las cosas que hace. Y las razones que tiene para vivir, hacen parte de su trabajo. Las cosas que le interesan, las cosas que le preocupan, las cosas que piensa, las cosas que le pasan…hasta las mismas cosas que hace, todo eso está en su obra. Eso, es para mí ser artista.

 

H.J: Cuénteme de su experiencia como profesora.       

M.I.R: La primera persona que me dejó ser profesora fue Pastora Correa, la decana de Diseño Gráfico de la Tadeo. A ella le parecía chévere que yo estuviera trabajando en Leo Burnett, pues eso era haber triunfado como publicista, y por eso me invitó a dictar una clase para armar los portafolios finales, en la carrera de Diseño Gráfico. En ese momento, yo era súper joven y pese a que acepté, nunca me sentí preparada para dictar esa clase. Curiosamente, cuando salí de Artes de la Nacional, Pastora me volvió a ofrecer el mismo trabajo, la misma clase de Portafolio. De nuevo, me sentí incómoda, le dije que ahora tenía otras ideas en la cabeza y que a lo mejor en lugar de orientar a los estudiantes, les podía hacer un mal. Después, me invitaron a dar clases en la carrera de Arte en la Tadeo, y dicté Dibujo Tridimensional. En esa clase, que propuse yo, nos daban un salón y a lo largo del semestre, todo el mundo iba dibujando en el espacio mismo, sobreponiendo capas y capas de dibujos. También di Fotografía 2. En esa clase, conocí a muchos con los que después trabajamos en El Bodegón: Kevin Mancera, Gabriel Mejía, Edwin Sánchez…  Y también dicté Gestión Cultural. Esta última clase, la convertí en un laboratorio para hacer publicaciones independientes. Ahí fue donde Gabriela Pinilla hizo su primer cartilla revolucionaria. Y Cindy Triana hizo una publicación que tituló The End, y que compilaba todos los letreritos al final de las películas.

 

H.J: ¿Como profesora, aplica cosas que haya visto en clase como estudiante?

M.I.R: Pues, en mis clases yo habló mucho, y posiblemente, eso se lo aprendí a Opazo. Creo que lo que intento hacer es conmover a los estudiantes, así como me conmovieron algunos de mis profesores, así como Wilson me conmovió. Intento contagiarlos con ganas de hacer cosas. Trato de enseñarles que lo que hagan tiene que ver con su vida, tiene que ser parte de su vida. Y lo más importante, es que ellos mismos se lo crean. Yo trabajé bastante tiempo en Jóvenes Tejedores de Sociedad, un programa del Distrito, donde me inventé unas clases de fotografía, para pelaos que tenían máximo 16 o 17 años. Les daba una información súper sofisticada y salíamos a hacer fotos, también les cuadré visitas guiadas a exposiciones que pensaba eran relevantes, les boté toda la energía, porque me parecía que lo importante era que ellos se sintieran valiosos y capaces de ser buenos fotógrafos, si así lo querían. Al estudiante hay que hacerlo creer que sí se puede. Esto es un asunto de fe. Si alguien tiene fe en lo que hace, ya está. De ahí en adelante, cada quien se inventa su camino.

 

H.J: ¿Cree que se puede enseñar a ser artista?

M.I.R: Se puede transmitir una energía. Es como cuando usted le da su amistad a alguien. Implícitamente le está diciendo a esa persona: “Confíe en mi, esto vale la pena”. Es como compartir una energía muy especial. Es una cosa totalmente personal, y uno la siente cuando está enseñando. Es bien raro. Uno le puede estar dando información a una persona; pero a la vez uno siente que la información que uno le está dando es sólo una excusa para que la persona reciba otra cosa. No sé muy bien cómo explicarlo. Wilson hizo eso conmigo. Y Opazo también. Siento que ellos me pasaron esa energía. Pero nunca me dijeron: “Te voy a enseñar a ser artista”. La cosa no funciona así. Las instrucciones funcionan con los publicistas; con los artistas no.