Nadín Ospina

NADÍN OSPINA EN “OTROS SALONES”

Entrevista publicada en la edición #52 del periódico Arteria. Marzo, 2016.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia, alguna clase, algún profesor que haya sido fundamental para usted?

Nadín Ospina: Recuerdo a profesores que fueron estupendos como Momo del Villar o como Miguel Ángel Rojas. Cuando Miguel Ángel me dio clase estaba muy joven. Era el año 1979. Él acababa de participar en un Salón Atenas y era un profesor extraordinario, muy intuitivo. Además, tenía esa gran sensibilidad de quien está haciendo su obra, de quien está activo como artista. Yo había visto su instalación Grano, en el Museo de Arte Moderno. Eso había sido muy innovador, muy rompedor. Que el me diera clase fue muy emocionante. Con él, una de las cosas más divertidas y alucinantes que hicimos, fue irnos al Desierto de Zabrinsky, al sur de Bogotá. La idea era contemplar el paisaje, estar en el paisaje, vivirlo. Recolectar cosas del paisaje, y también modificarlo, pues teníamos que hacer una intervención in situ en aquel lugar. Fue una muy buena experiencia. Allá estuvimos mucho rato, e incluso hicimos un “picnic artístico”. Fue buenísimo.

 

H.J: ¿Qué clase le dictó Miguel Ángel Rojas?

N.O: Era una clase de pintura. Pero de pintura no tenía nada. Era una clase donde hacíamos todo tipo de cosas. Hacíamos ensamblajes con objetos, con cuerdas, él fue muy abierto en ese sentido. Fue un gran profesor.

 

H.J: Miguel Ángel Rojas también fue profesor mío. Y como a usted, me dictó un Taller de Pintura muy experimental. En esa clase, nos puso a hacer un readymade; así conocí a Duchamp, a mitad de la carrera.

N.O: Claro. Yo creo que antes, debió haber sido muy emocionante para los profesores, presentarle por primera vez a sus estudiantes los grandes hitos del arte. Hoy en día, los chicos llegan a la universidad sabiéndolo todo, gracias a la internet. Lo que ocurre es avasallador, y quizás, lo que puede aportar un profesor actualmente, es el foco y la claridad frente a la historia, la citación precisa de lo que fue verdaderamente importante, para conectar el pasado con la contemporaneidad; desafortunadamente, se falla mucho en eso, hay una falta de memoria –más aún en el arte nacional- gravísima. Pero, volviendo a su pregunta, también recuerdo mucho, como profesor, a una persona que se ha olvidado, a un artista muy interesante, Germán Linares. Él nació en Bogotá, se educó en Estados Unidos, y por azares del destino, resultó dando clases en la Tadeo. Tenía unas ideas muy innovadoras. Le interesaba el arte procesual, las instalaciones, el performance y las intervenciones urbanas. Recuerdo que en su clase, hicimos una serie de intervenciones en la ciudad, con objetos que pintábamos y colocábamos en las paredes. Incluso, hicimos algo que fue un poco agresivo; pero, que por supuesto, tenía un sentido crítico: arrojamos pequeñas bolsas de pintura sobre vallas publicitarias. El llegó con información de primera mano, nos contó sobre cosas que no estaba haciendo nadie, aquí en Colombia; fue muy retador, nos haló mucho. Es una lástima que Germán sea un artista tan olvidado.

 

H.J: ¿En qué año le dio clase?

N.O: Eso fue en un Taller de Nuevos Medios, que él dictó alrededor de 1980. Yo no fui su alumno; él le dictó esta clase, a los estudiantes un par de semestres más arriba. Pero, a mi me interesó tanto lo que hacían, que me escapaba de mis clases y me colaba en la suya. Él simpatizó mucho conmigo, y me hablaba y me orientaba en mis cosas. Nos volvimos amigos. En algún momento, Enrique Ortiga, quien era el director de la sección de cine del Museo de Arte Moderno, vivió con él en un apartamento cerca de La Pola, bajando de Los Andes. Ellos hacían unas tertulias magníficas. Creo que incluso, grabaron varias de esas conversaciones. Sería muy interesante rescatar ese material. Germán era un hombre muy lúcido; pero tenía un temperamento muy difícil. Al final, se peleó con todo el mundo y se fue para Nueva York, donde terminó suicidándose.

 

H.J: ¿Él llegó a exhibir en Bogotá?

N.O: Sí. Carolina Ponce de León mostró su trabajo en la Luis Ángel Arango, en Nuevos Nombres, en una de las primeras exhibiciones de ese programa.

 

H.J: ¿Sus padres lo apoyaron cuando decidió estudiar Arte?

N.O: A mi papá le pareció terrible. Yo estaba estudiando Medicina en La Javeriana, y después de dos años, les anuncié en mi casa mi decisión de estudiar Arte, y la reacción fue dramática. Recuerdo muy bien, que mi papá tenía en el centro de mesa de la sala, una campanita de cristal bohemia, y cuando le conté esto la hizo pedazos.

 

H.J: ¿Cómo se llama su padre?

N.O: Nadín. Somos los dos Nadín Ospina, únicos en Colombia. A mi papá lo bautizan así, por un error de comprensión del nombre de un amigo libanés, a quien mi abuelo estimaba mucho, y que se llamaba Nadim Betar. Así “Nadim” se transformó en “Nadín”; y se volvió más andrógino y más raro, porque se pronuncia como el nombre femenino francés. Eso me ha traído muchos problemas en el extranjero, donde me confunden con “la Maestra Nadine Ospina”. Mi colección de cartas con el cambio de género es extensa.

 

H.J: ¿Cuál es la profesión de su padre?    

N.O: Mi papá es abogado. Es un profesional muy brillante.

 

H.J: ¿Su mamá lo apoyó con su decisión de ser artista?

N.O: Mi mamá, Lucy Valbuena, sí me apoyó. Ella era la persona artística de la casa. Tenía muchos libros de arte, y me llevaba al cine y al teatro. Fue una gran influencia para mí. Por supuesto, ella también se preocupó por mi decisión; pero me apoyó, siempre. Ella, un poco por debajo de cuerda, me patrocinó durante mucho tiempo. De hecho, en 1981, cuando fue el montaje del Salón Atenas -que fue mi primera gran exposición aquí en Bogotá-, sufrí un accidente de tránsito gravísimo, y estuve internado en una clínica, durante casi seis meses. Y mi mamá, muy linda, se fue al Museo de Arte Moderno y me montó la exposición. Y fue una cosa complicada, porque no era colgar un cuadro; sino colocar objetos de una cierta manera. Yo le hice, en la clínica, un diagrama con medidas, para que ella se guiara. Y lo hizo. Incluso, tomó fotos y me contó qué decía la gente y todo.

 

H.J: ¿En qué colegio estudió?

N.O: Yo estudié en un colegio de Jesuitas, el San Bartolomé, cosa que también me ha servido en la vida. Me hicieron sufrir mucho, pero a la vez me enseñaron cosas muy valiosas. En ese momento, estaba de moda la Teología de la Liberación, había mucho cura izquierdoso y siempre nos decían que teníamos que ser agentes de cambio social.

 

H.J: ¿Estudio en el San Bartolomé primaria y bachillerato?

N.O: En el San Bartolomé cursé bachillerato. Mi primaria la estudié en el Colegio de las Señoritas Cervantes, donde Carlos Muñoz enseñaba teatro. Ese era un colegio muy artístico, quizás, de ahí también viene la veta. Recuerdo que en el San Bartolomé, sí se me inculcó la disciplina, el orden, el método. Es un poco extraño que un artista sea ordenado, organizado; sin embargo, yo lo soy. Lo agradezco, pues me ha servido en la vida. Y el tema de la medicina, pues no era gratuito, tampoco. Mi familia quería que yo estudiara medicina, porque soñaban con un hijo prestante; pero a mí me interesaba, porque le veía un contexto humanístico muy fuerte. Además, la historia de la medicina me parecía fascinante. Los griegos, el Medioevo, la Ilustración, los dibujos anatómicos. Y hay puntos de cruce, entre la historia de la medicina y la historia del arte. Sólo hay que ver al Bosco. ¡Y de Leonardo da Vinci, ni hablar!

 

H.J: ¿Recuerda algún profesor en esa carrera, que haya sido fundamental?

N.O: Claro. El profesor Alfonso Murillo, que daba Neuroanatomía, era increíble. Lo mismo el profesor de Anatomía, Carlos Márquez, un tipo ya muy mayor, que se me parecía a ese profesor de Derecho, de la serie de televisión Paper chase: un señor muy riguroso, y con un humor afilado y ácido, maravilloso. La clase de Anatomía con él, era realmente fantástica. Pero, la medicina me fue desencantando, ya en lo práctico. Cuando me tocó trabajar en el frenocomio y en el leprocomio, eso fue muy duro. Y no solamente en términos de lo difícil que es enfrentarse a la enfermedad; sino el descubrir el desastre del sistema médico colombiano. Un sistema que se mueve por dinero. Aunque parezca ridículo, hoy la medicina es una práctica deshumanizada. Así, me aburrí de aquella profesión, y tomó más fuerza la idea de estudiar Arte.

 

H.J: ¿Cuándo estuvo en el colegio pensaba ser artista?

N.O: En el San Bartolomé tuve un profesor fantástico, Daniel Torres. El fue mi profesor de Apreciación Estética; esa clase era lo único que me interesaba en el Colegio. Era un tipo fantástico, que nos ponía a escuchar rock, y a ver películas. Con él vimos 2001: Odisea del espacio, por ejemplo. Daniel nos insistía para que fuéramos a ver exposiciones; y por supuesto, nos ponía a hacer arte. Así, perdí física y química por estar haciendo un móvil estilo Calder. Me podía rajar en matemáticas; pero en arte, siempre tenía un cinco aclamado.

 

H.J: ¿Recuerda alguna exhibición que haya visto en ese momento y que le haya gustado mucho?

N.O: Recuerdo una que vi, incluso más pequeño. Yo tendría unos seis o siete años. No sé porqué circunstancia, por esa época, en los pasillos del aeropuerto El Dorado hicieron una serie de exposiciones, y ahí vi una de Omar Rayo que me dejó asombrado. Era una cosa así, alucinante. Fue la primera exposición de arte que yo vi, sin duda; y aún la recuerdo.

 

H.J: ¿Qué otra cosa recuerda de sus días de universidad?

N.O: Yo fui muy rebelde en la universidad. Teníamos una profesora suiza, Rosenell Baud, que nos daba clase de color, y en algún momento, nos pidió que hiciéramos una pintura con tonos cálidos. Y bueno, todo el mundo llevó pinturas de paisajes, frutas; y yo llegué con una bolsita anaranjada, llena de chochos – esas mismas semillas que emplee en la pieza que ganó el Salón Nacional de 1992- y en el momento en que pidieron mi trabajo saqué los chochos de la bolsa y los regué por todo el piso. El haber hecho eso, me trajo muchos problemas. La profesora no comprendía porque yo no pintaba o dibujaba; las cosas eran muy académicas en aquel entonces. Antonio Grass, el decano de Artes en ese momento, me llamó a su despacho y me dijo: “Mire, quiero hacerle un favor a usted y a su familia: yo realmente, pienso que usted no tiene talento, debería dedicarse a otra cosa. Economice tiempo y dinero, y busque otros horizontes”. Eso fue durísimo. Todos los artistas somos muy sensibles, y además, yo era muy joven. Eso fue devastador. Afortunadamente, un par de días después, llegó Alberto Sierra de Medellín buscando artistas para el Primer Salón Arturo y Rebeca Rabinovich, y seleccionó uno de mis trabajos, una pieza con la que me gané, además, una mención de honor. Y esa fue mi reivindicación. Resucité. Eso salvó mi carrera y hasta mi vida.

 

H.J: Usted fue profesor en Los Andes y en la Tadeo. Por eso Juan Mejía lo mencionó en la entrevista anterior. ¿Cómo manejó en sus clases a los estudiantes rebeldes, como usted?

N.O: ¡Juan también era muy necio! ¡El más! No me hacía tareas y era respondón. Yo podía estar pasando diapositivas y él comentaba: “Ah no, pero eso sí es muy malo”. A mí eso me encantaba. Yo pensaba: “Este sí es. Este tiene qué decir, tiene temperamento”. A los rebeldes, yo los impulsaba para que hicieran más cosas. Les decía: “Entonces, ¿ahora qué quieren hacer? ¡Háganlo, métanse en problemas!” Y claro, a veces también lo metían en problemas a uno. Recuerdo que en 1994, dicté un taller con Doris Salcedo en la Tadeo. Era un Taller Vertical, donde hablamos de instalaciones in situ, en espacios públicos y había unos chicos muy brillantes en ese grupo. Ellos decidieron con qué profesor tomar la clase, así que, además, había un verdadero interés por lo que nosotros pudiéramos enseñarles. Y un día, nos llevaron al taller de grabado y nos dijeron “pónganse estos overoles”, y de pronto, abrieron una puertica que había debajo de una mesa, y que daba a un pequeño túnel. Nos dijeron que teníamos que meternos por ahí, y así lo hicimos. Ese hueco llevaba a un depósito de materiales aledaño, donde estos chicos habían hecho una instalación increíble, con el sonido de unos radios que se habían conseguido, y reordenando mesas y cosas que ya estaban arrumadas allí. A nosotros eso nos pareció fantástico; pero no caímos en cuenta que ellos, de alguna manera, habían infringido las normas, y se habían metido ahí sin permiso. Lo que habían hecho era un delito. Así que, después se armó un problema tan grave, que casi expulsan a estos estudiantes. Por un lado, se habían metido a un lugar prohibido, y por otro lado, lo habían hecho rompiendo un muro, dañando la planta física de la Universidad. Pero habían hecho un trabajo estupendo; entonces, acordamos con Doris, defender a esos muchachos, y decidimos echamos la culpa nosotros. No me acuerdo quien era el decano en esa época, pero nos apoyó y eso se logró subsanar, afortunadamente.

 

H.J: ¿Tenía usted un ejercicio, que le gustara proponer en sus clases?

N.O: Yo siempre fui profesor de Taller, y dejaba que cada quien se concentrara en su trabajo particular. Nunca propuse ejercicios genéricos, como bueno, dibujemos aquí o vamos a traer estos objetos. Nada. Desde el primer momento yo hablaba con cada uno y le preguntaba: “Bueno, ¿cuál es la cosa que a usted le interesa y por dónde va?” Y de acuerdo a lo que me mostraban, yo les daba orientación. Era una cosa muy personal, que me trajo muchos problemas, porque me enredo la vida: a veces, los estudiantes me llamaban a las once o doce de la noche, a decirme la idea que se les había ocurrido o el problema que había aparecido.

 

H.J: Usted se retiró de la docencia.

N.O: Sí. Me absorbía demasiado. No supe mantener la distancia entre mi vida personal y la docencia.

 

H.J: ¿En qué años fue profesor?

N.O: Yo estuve enseñando de 1989 a 1994. Dicté Talleres Verticales en la Tadeo, y un par de Talleres de Escultura en Los Andes.

 

H:J: Juan Mejía lo recuerda poniendo música en sus clases de Los Andes. ¿Lo hacía por gusto, o como parte de ejercicios específicos?

N.O: Yo creo, que tenía que ver con ampliar los horizontes, de lo que se pensaba, que era la práctica artística en ese momento. Yo me veía como el profesor que yo quisiera haber tenido. Un tipo que dejara al estudiante actuar, y a la vez, capaz de mostrarle lo que ocurría, incluso, por fuera de lo académico. Por eso, les ponía música, y me ponía a sacar fotos de obras que encontraba en revistas actuales. En ese entonces, no había internet, y la diapoteca de Los Andes, solo tenía cuarenta diapositivas ya rayadas, donde no se veía nada. Yo trataba que hubiera una visión de las cosas, más compleja y variada, uniendo el afuera y el adentro, uniendo, por ejemplo, lo precolombino con lo contemporáneo, uniendo lo musical con lo plástico. Yo trataba de abrirles la cabeza a los estudiantes, al menos un poquito. Además, a mi siempre me ha interesado la música y el sonido. Algunas de mis obras tienen ese componente. Y yo creo que lo que pasó con Daniel Torres en el San Bartolomé me marcó mucho; como le dije, él ponía música en sus clases.

 

H.J: ¿Y qué música ponía usted?

N.O: Por la época en que dicté clase, Carlos Heredia comenzó a hacer sus programas de radio, y como éramos amigos, yo me sintonicé de inmediato con él. Así que ponía cosas de Laurie Anderson, de Jan Garbarek, toda esa onda como experimental, o de artistas que están a medio camino entre las artes plásticas y la música.

 

H.J: Usted hizo parte de la Escuela de Guías del Museo de Arte Moderno, que dirigió Beatriz González.

N.O: Sí. Ahí estuve junto a Doris Salcedo, José Alejandro Restrepo y Carolina Ponce de León.

 

H.J: ¿Recuerda alguna guía que haya hecho?

N.O: Recuerdo una muy comprometedora, muy penosa. Dediqué mucho tiempo a preparar una guía para una exposición de Roda. Y justo el día que él fue a visitar la exhibición, Beatriz me puso a hacer la guía. Así que me tocó hablar de la obra del artista, frente al artista. Pero creo que me salió bien. Después Roda me pegó un manotón tremendo, de puro cariño.

 

H.J: ¿Era una exposición de grabados o de pinturas?

N.O: Era una exposición de Las monjas muertas.

 

H.J: ¿Qué aprendió usted en esa Escuela de Guías?

N.O: La Escuela de Guías fue importantísima, porque era una cosa muy rigurosa, muy juiciosa. Teníamos que leer un montón y Beatriz era muy exigente. Ella nos tuvo marchando a un ritmo bárbaro. Esa Escuela se echa mucho de menos. Todos los que hicimos parte de esa Escuela aprendimos cantidades. Además, le cuento una anécdota: en 1981 hubo una exposición muy linda de Amelia Peláez, la artista cubana, y para entrar en contexto, estudiamos a todos los artistas cubanos que la antecedieron. Una cosa que me causó mucha curiosidad, era que los artistas de esa generación, se hacían llamar por su nombre y no por su apellido. Por ejemplo: Víctor Manuel. Y desde ahí decidí firmar como Nadín; y no Ospina. Por eso, mucha gente afuera, piensa que mi apellido es mi nombre.

 

H.J: ¿Usted cree que se puede enseñar a ser artista?

N.O: No, para nada. El profesor puede acompañar al estudiante, ayudarlo un poquito a sintonizarse, a reconocerse. Pero el que tiene en su mente la intención de ser artista, lo va a ser, por encima de cualquier cosa. Nadie, a excepción del propio artista, puede malograr eso; o mejorarlo.