La última fiesta

Al comienzo, no estaba seguro de ir. Me gusta mucho lo que hacen Carmelo Torres y Los Toscos ; pero ese día había tenido clase en la Tadeo desde temprano, luego dicté otra clase por la tarde, y después fui a la emisora para hacer un programa de radio con Angel Dumile, un joven, pero joven rapero y trapero bogotano, callejero, tremendamente talentoso. La cuestión, es que llegué a casa cansado y estaba pensando si ir o no al concierto, cuando recibí un mensaje de Berta Ibañez, una muy querida amiga que conocí cuando estudié Arte en la Nacional, informándome que estaba en Bogotá solo hasta ese fin de semana, y que quería verme en una fiesta la noche siguiente. Como me era imposible asistir al convite, le pregunté si tenía planes para esa noche de viernes y le envíe el link al toque de don Carmelo. Pocos minutos después, me contestó que cheverísimo, que quería salir, que nos viéramos allá. Así que, víctima de mi propio invento, un par de horas más tarde cogí mi cicla y me fui a Matik-Matik. Allá me encontré con Berta, con su hermano Martín y su esposa, y con otro viejo conocido de parrandas, Jorge Ferreira. Si mal no estoy, en la época en que Berta tuvo un bar, llamado Artificio, casi a fines de la carrera, ella y Jorge fueron novios. Sí, el amor por la rumba nos viene de lejos.

Todos estábamos contentos de parchar juntos otra vez. No nos veíamos con Berta desde hacía tres o cuatro años. Nos fuimos a un asadero porque ellos no habían comido. Yo ya me había devorado un bowl de fruta con granola y leche de almendra, mi obligado menú diurno y nocturno, así que sólo pedí un jugo de maracuya. Los demás pidieron carnes, picadas y cerveza. Le pregunté a Berta por su vida en Toulouse, por su hija. Ella a su vez me preguntó por mi viaje a Seúl y por nuestros viejos amigos en común. Un poco desilusionada, me comentó que había invitado al concierto a una pareja que queremos mucho, a Andrés y a Natalia, pero que ella no quiso salir por temor a contagiarse. En ese momento, el Gobierno no había cerrado colegios, ni universidades (lo haría después de ese fin de semana), pero aconsejaba no salir de casa innecesariamente, y evitar lugares concurridos. La decisión de Natalia me parecío exagerada ; pero, por supuesto, me puso a pensar en el concierto que nos esperaba, en el gentío, en el público extranjero sin duda presente, y en si no era posible infectarse allí. Al fin y al cabo, la paciente cero en Colombia fue una joven que trajo el virus desde Italia. Sin embargo, de manera irresponsable, impulsados por las ganas de fiesta y por la embriagante sensación del reencuentro, nos miramos cómplices como pensando al unísono: « Natalia está loca ». Al terminar la cena, caminamos cuadra y media y llegamos a la puerta del bar, negociamos la boleta y entramos. Saludé a Ben, el dueño y curador del lugar; me dijo feliz, que don Carmelo estaba cumpliendo 69 años esa noche. Era una fecha especial y todos estaban muy animados por eso.

El concierto estuvo buenísimo. Los músicos tocaron pura cumbia sabanera mezclándola con batería, guitarras eléctricas y un poco de ruido, eso sí, respetando mucho la voz y el acordeón de don Carmelo. Recuerdo que para mi sorpresa, comenzaron con La negra, un viejo vallenato, que me encanta. El lugar estaba lleno y sobresalían, aquí y allá, las cabezas de algunos europeos oji verdes, pegadas a cuerpos que trataban de menearse con sensualidad, empujados por la música. Martín y su esposa se pararon encima de dos sillas, recostados contra paredes opuestas, para poder ver mejor. Parecían dos estatuas/pilares enmarcando el escenario. La descarga de don Carmelo, maestro en la sabrosa y tradicional música de fiesta costeña, sumada a la potencia y juventud de los Toscos, era atronadora. Todos quedamos sorprendidos por la autenticidad y energía de semejante parranda, y nos dejamos llevar, exaltados y complacidos por ese río de cantos y de ritmos. En algún momento, me di cuenta que el piso estaba mojado por la transpiración acumulada de la gente; como en los viejos tiempos de la rumba alternativa bogotana, a comienzos de los noventas, en pequeños chuzos sin ventilación, de paredes y pisos sudorosos. Era perfecto. Era como estar en tierra caliente.

Como a la hora de haber comenzado el concierto, el cansancio me empezó a ganar y aprovechando el desorden, me fui a mi casa sin despedirme de nadie. Sé que es una grosería, pero la verdad, es mi costumbre desaparecer así. Si uno se pone a despedirse en medio de la rumba, es muy probable que los amigos impidan la partida, o la elongen interminablemente. Llegué a mi casa empapado, porque estaba lloviendo. Quitándome la ropa mojada, empecé a arrepentirme de mi decisión; así que, minutos después, con una muda de ropa nueva, otros zapatos y un buen impermeable, me devolví al bar, con mi vinilo de Carmelo Torres para que el maestro me lo firmara. En medio del recorrido, me puse a pensar que quizás, cuando salí del bar, ya estaban acabando el toque y que por eso iba a llegar demasiado tarde. A veces, uno piensa lo peor. Cuando llegué, la fiesta seguía igual de prendida, y nadie me había extrañado. Dos o tres temas después, el concierto terminó. Yo me veía, y me sentía fuera de lugar, con semejante calor y con mi impermeable. Según parece, Ben si me vio salir, pues me dijo que me había perdido el Happy Birthday. Cerca al escenario, me encontré con Berta y con Jorge borrachitos, contentos, bañados en sudor, y algo sorprendidos por mi nueva pinta. Les dije que había regresado a mi casa, que había ido a recoger un disco porque quería que don Carmelo me lo firmara. Y así lo hizo. Y también me firmó el playlist del toque, pues mientras los músicos recogían instrumentos y cables, aproveché para subirme a la tarima y apoderarme de una de las hojitas con el orden de los temas interpretados. Don Carmelo estaba exhausto pero dichoso, y muy gentilmente me firmó el vinilo. Me pareció que escribía su nombre con cierta dificultad y mientras repetía su firma en la lista de canciones, me pregunté hasta qué grado habría llegado en el colegio (mi mamá, por ejemplo, llegó hasta tercero de primaria y luego la pusieron a trabajar), o si era la altura de Bogotá, la edad, y el cansancio después de tocar casi dos horas y media, lo que le afectaba el pulso.

Veinte minutos después, contentos y cansados respirábamos con alivio el aire frío de la noche bogotana. Abanicándose la cara con la mano, Berta nos dijo: « Después de este jolgorio, me puedo quedar encerrada en casa un año entero ». Todos nos reímos. En ese momento, el coronavirus era una especie de abstracción, un peligro lejano. Ya no llovía duro y por eso nos despedimos sin afán en la calle. Nos dimos un beso en las dos mejillas, estilo europeo, y luego, un abrazo. Le deseé a mi querida Berta, un feliz regreso a Francia y nos dijimos hasta luego.

De vuelta a mi casa, mientras pedaleaba, pasando por las mismas esquinas, como en un sueño, di gracias por la amistad, por la noche, por la música y la fiesta.

 

(Viernes 13 de marzo de 2020.)