Alberto Sierra

ALBERTO SIERRA EN “OTROS SALONES”

 

Entrevista publicada en la edición #47 del periódico Arteria. Febrero, 2015.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda una clase, un profesor, una experiencia educativa que haya sido fundamental para usted, que le haya ayudado a ser quien es hoy día?

Alberto Sierra: No sé, a ver… ¿cómo le cuento cómo llegué aquí? Es que la vida mía es muy simple… y a la vez compleja… como la de todo el mundo. Yo nací en una familia muy elemental, muy religiosa. Éramos catorce hijos y yo soy el último. En mi casa, a todos los varones nos pusieron en fila para ser curas, y a mis hermanas para ser monjas. Mi mamá ,poco a poco, nos iba metiendo lo de la religión, y yo fui quien más tiempo estuve estudiando para el sacerdocio; estuve ocho años en eso. Primero, en el Seminario Menor de Medellín, y luego estudié Filosofía en el Seminario Mayor de Manizales. Entré de trece años, y terminé Filosofía a los veintiuno. A esa edad ya tenía decidido que me iba a estudiar Teología al Pío Latino, en Roma; pero eso no cuajó, y me quedé como un año en Medellín haciendo otras cosas, y así caí en cuenta: ¡Pero qué es esta bobada de volverme cura! Es que a uno lo conducen, hasta que ya no hay nada que hacer. Quien me abrió los ojos, fue un amigo muy querido, Luis Guillermo Villa. Él me hablaba de arte todo el tiempo, y un día me dijo: “No señor, usted no se devuelve para su casa, ni se va a meter a otro Seminario; usted tiene más talento para otras cosas”. Y así, me ayudó a entrar a la Facultad de Arquitectura de la Universidad Bolivariana.

 

H.J: ¿Porqué Arquitectura?         

A.S: Yo no sé. Me gustaba. No le puedo decir. Yo no soy como Omar Rayo, que estando chiquito, pintó la sombra del perro y ahí decidió ser artista. Simplemente me atraía, quizás porque me gustaban las iglesias, los templos, los rituales. Yo había aprendido a ver, a sentir cosas en medio de esos ritos, de esos espacios. Por ejemplo, cuando estaba en el Seminario Conciliar frecuentaba a los Benedictinos de Medellín. Ellos eran los que hacían la mejor música, y los que tenían mayor talento pictórico. Probablemente la casa mía era muy chiquita, y de pronto, entrar a un templo y recorrer esos espacios inmensos con todas esas imágenes… ¡eso era impresionante! Y como me gustaba el canto gregoriano, hasta pertenecí a la Schola Cantorum. Es decir, a ver, en la adolescencia, de acuerdo a las experiencias que uno tenga, el mundo se le va formando a uno. Y si uno tiene la capacidad de creer, pues uno cree. Así me empapé de ese ambiente religioso, que me ha parecido siempre maravilloso. Claro, ya no tengo la fe que tenía antes. Yo creo que perdí la fe, cuando se perdió la solemnidad del rito. A mí me tocó esa ruptura, provocada por el Concilio Ecuménico: la Iglesia debía cambiar, debía comunicar; y para ello, tuvo que abolir unos rituales que incomunicaban, por ejemplo, los rezos en latín o que el cura estuviera siempre de espaldas. Acuérdese que el lujo -los bordados en la ropa del cura, del obispo, del Papa- está en la espalda. En Bogotá, la Catedral Primada, tiene una colección de ornamentos maravillosos -inclusive algunos regalados por Felipe II- donde se aprecia toda esa pompa, que el sacerdote luce en la espalda. Mejor dicho, la Iglesia cambió cosas que no conectaban con la mayoría de los feligreses; pero al abolir dichos rituales, la iglesia le quitó el misterio y la solemnidad al rito. Al juzgar por lo que digo, ¡creo que tengo medio corazón de cura! Ya nunca voy a misa, y si voy a un entierro me quedo afuera, siempre, porque no soporto oír que canten canciones mexicanas en el rito. Yo necesito oír los cantos en latín que digan “In paradisum deducant te Angeli” y no “Adiós, amigo del alma”.

 

H.J: ¿Porqué sus papás decidieron meterlos a todos de monjas y de curas?

A.S: Era una opción válida en una región tan católica como Antioquia, donde en cada familia era importante tener a alguien dentro de la Iglesia. Era como tener “palanca” con Dios.

 

H.J: Hábleme de sus padres.

A.S: Mi mamá se llamaba Edelmira Maya y mi papá Emilio Sierra. Él tenía un granero en un barrio en Medellín. Y a todos nos tocaba trabajar. Empacar arroz, barrer, atender.

 

H.J: Y su mamá qué hacía?

A.S: Mi mamá ¿qué mas que tener catorce hijos? ¡Por Dios! ¿Qué profesión va a tener?

 

H.J: ¿En el Seminario le dieron clases de arte?

A.S: No. Ahí me metieron a estudiar latín. Por eso, a los quince años ya hablaba perfectamente esa lengua. De alguna manera, mi educación estética se dio, le repito, al entrar en contacto con un cierto orden, con los espacios, con la arquitectura de la Iglesia Católica. Usted entra a la Catedral Metropolitana de Medellín y es una cosa asombrosa; es decir, no es cualquier iglesia evangélica con sillas Rimax y un equipo de sonido. Mi educación estética, se la debo a esa magnificencia del rito e incluso, a cierto silencio, pues teníamos que permanecer completamente callados durante mucho tiempo. Y mientras iba creciendo, me iban gustando más las imágenes. Mi alcoba era llena de láminas, de cosas. Yo me acuerdo que tenía unos marcos pequeños, a los cuales les ponía láminas que cambiaba de vez en cuando.

 

H.J: ¿Eran estampas religiosas?

A.S: No, no, no. Reproducciones de Degas, o jugadores de cartas. Alguien, algún día entró y dijo: “¡Las mujeres, el vicio, lo vulgar, la desesperación!” Dentro del Seminario esas imágenes significaban un montón de cosas.

 

H.J: ¿Y le dejaban tener eso en su cuarto?

A.S: Sí. Nadie se metía con eso.

 

H.J: ¿En la carrera de Arquitectura tuvo a algún profesor maravilloso, o recuerda con aprecio alguna clase?

A.S: En la Facultad de Arquitectura tuve una formación visual muy fuerte. La clase que más recuerdo, la vi en primer semestre y se llamaba, justamente, Educación Visual. La dictaban una pareja de arquitectos, Jaime Jaramillo y Miriam Uribe, que venían de la Escuela de Ulm. Me tocaron recién llegados, y fueron claves para mí. Ellos proponían un ejercicio mental de ordenación de varios elementos. Esa manera de ordenar dichos elementos, debía tener una lógica, y esa lógica debía llevar a una estética que, además, solucionaba problemas. Jaime y Miriam, realmente, eran personas muy educadas, y además, permitían gran libertad en sus clases. Ellos como que me adoptaron: a los cuatro años de conocerlos, fui su monitor, y luego pasé a ser su profesor auxiliar.

 

H.J: Entonces, ¿usted fue profesor antes de graduarse?

A.S: ¡Sí, claro! Nos dejaron a Santiago Caicedo –mi gran amigo y socio de galería, pero eso se lo cuento después- y a mí, tomar las riendas de esa clase. Y hacíamos algo muy parecido a lo que hacía Carlos Rojas: poníamos a los estudiantes a diseccionar frutas y a dibujar su interior para aprender de estos elementos, de su funcionalidad interna y externa, y luego, a partir de lo aprendido se elaboraban proyectos. Santiago era un arquitecto excelente, porque siempre fue muy bueno para pensar en lo funcional, en la precisión, para hacer cálculos. Yo no. Las estructuras y la funcionalidad no están conmigo. Además, siempre fui malo para las matemáticas. ¡No, eso era el terror!

 

H.J: ¿Cómo hacía en la tienda de su papá? ¿Usted no se encargaba de las cuentas?

A.S: No, no. ¡Jamás! Yo creo que no tengo plata, porque mi mamá siempre decía: “¡Lávese las manos, que las tiene untadas de plata!”. Eso era como maluco, untarse de plata, ¿no? Pero hay ciertas comunidades que la huelen, para poder dormir tranquilos. Ahora me acuerdo de una frase, que nos dijo un profesor el día que entré a la Facultad de Arquitectura: “Uno siempre le agradece a la vida las cosas bellas, las cosas agradables. Qué belleza el atardecer, qué lindo es el amor. Nadie agradece lo feo, lo incómodo. Entonces, la estética, lo hermoso, lo grato, va a ser lo fundamental para ustedes; porque van a trabajar en pos de lo bello.” Esas palabras también me marcaron.

 

H.J: ¿Usted se graduó como arquitecto?      

A.S: Sí. Pero me gasté como diez años haciendo esa carrera. Como no servía para las matemáticas pasé todo el diseño; pero las materias de cálculo no. Finalmente me dieron el cartón, porque un compañero mío llegó a ser decano y un día llevó a cabo como una de esas amnistías, como las que hacen los Papas -cuando sueltan presos y todas esas cosas- y así, nos graduaron a un poco de estudiantes que estábamos sin poder salir del alma mater.

 

H.J: ¿Recuerda, durante esos diez años, experiencias importantes fuera de la universidad?

A.S: Recuerdo que me fui como unos dos meses a visitar a unos familiares en San Francisco, y a un amigo en Nueva York. Y como yo siempre hablaba de arte, me tenían armado el tour de museos y galerías. Y como en esa época yo era incansable, pues caminé, caminé y caminé, y miré esto y lo otro y lo de más allá. Me acuerdo mucho de una exposición de Van Gogh en San Francisco donde vi “Los Comedores de Papas”, ese cuadro me encantó. Y visité una pequeña galería que diseñó Frank Lloyd Wright en la calle de La Magdalena, y que le sirvió de modelo al Guggenheim, ¡es preciosa! Era un espacio con rampa, un espacio como lo tiene el Guggenheim que es aterrador y llamativo a la vez, porque el piso es inclinado y el ojo no permanece con las paralelas.

 

H.J: ¿Alguna vez ejerció como arquitecto, diseñó algún edificio?

A.S: Hice dos cosas “miedosísimas” con Santiago Caicedo. Diseñé una fábrica en Bogotá de objetos en acero inoxidable muy cerca a la Estación de La Sabana. E hice una iglesia en Manizales, que a nadie le cuento cuál es, porque resultó ser una empanada, un revuelto entre lo que yo quería y lo que los párrocos querían. Después de eso, me metí definitivamente y de cabeza al arte, cuando se me dio por montar una galería.

 

H.J: Cuénteme sobre el origen de esa empresa.

A.S: La Galería de La Oficina la fundé junto a Santiago Caicedo, a quien, ya le dije, conocí en Arquitectura, y junto a otro gran compañero de carrera: Jorge Mario Gómez. Los tres abrimos una oficina de arquitectos, muy insipiente, en 1970. Y como trabajo no había, dos años más tarde, muertos del aburrimiento, dijimos: “Ya que todos los paisas estamos boquiabiertos con las Bienales de Coltejer, y ya que tenemos amigos apasionados por el arte, pongamos aquí mismo una galería.” Así, organizamos un “espaciecito”, pero lo más ridículo de la tierra, y ahí colgamos todo. Como yo ya era amigo de Eduardo Serrano, a quien conocí en dichas Bienales, un día le dije: “Bueno, si yo me meto a hacer una galería, ¿me apoya?”. Y me apoyó, nos prestó unos grabados, y así montamos la primera exposición de La Oficina. Cuando inauguramos, la gente no fue. No creían en la seriedad del asunto: que ¿porqué unos arquitectos? y que ¿porqué? un montón de cosas. Poco después, mis amigos se fueron a estudiar a Europa y yo me quedé sólo y sin trabajo; pero sí muy entusiasmado con el arte, por eso volví a abrir la Galería de La Oficina en otro lado.

 

H.J: ¿Porqué cree que Coltejer decidió apoyar el arte?

A.S: Coltejer fue una empresa líder. Mientras muchas otras, como las que venden refrescos, gastaban su dinero en la Vuelta a Colombia, Coltejer decidió financiar una bienal de arte contemporáneo. Por supuesto, alguien les enseñó que el free press que iban a obtener haciendo cultura, era al final, muy buen negocio. Es decir, salir en primera página en muchos periódicos de Latinoamérica, como patrocinador de un evento cultural, es una cosa envidiable. Y así fue, y lo hicieron muy bien, hasta que apareció Ardila Lulle, quien decidió apoyar el fútbol.

 

H.J: ¿Alguna vez pensó en ser artista?

A.S: Sí, yo tuve ese pecado. En la segunda o tercera Bienal yo participé como artista. Y fíjese que mi trabajo le gustó mucho a Lawrence Alloway, ese gran teórico del Pop. Pero luego me metí en la Galería y ya no volví a salir de ahí.

 

H.J: ¿Será que el alma de comerciante de su papá influyó en su decisión de volverse galerista?

A.S: No, no, no. Mire que son cuarenta y pico de años con una galería; a estas alturas ¡yo sería millonario! A mí me entusiasma el arte; pero no sé qué es la cosa esa de hacer dinero. Es muy raro. De verdad, es muy raro. Y es que yo he hecho de todo. Mire, antes de que apareciera la mafia, la gente se enamoraba de las cosas y buscaba la manera de pagarlas; en ese entonces, el coleccionismo era afectivo, era una pasión. Pero llegó un momento de crisis: un Museo de Antioquia malo, las Bienales terminadas… es por eso, que en 1978 le dije a un grupo de amigos coleccionistas: “Hagamos un museo”. Como eran todos unos señores muy queridos, todo el mundo estuvo de acuerdo; y había algunos muy influyentes, como Mario Aramburo, que era procurador y fue quien redactó el acta de formación. Incluso Belisario Betancur nos ayudó con cierta pirueta política, pues el barrio en el que estaba el Museo era del Instituto de Crédito, y por tanto su tenencia era de María Eugenia Rojas. Pero Belisario se le adelantó, y nos entregó un edificio que estaba funcionando como capilla, y que era el centro social de la urbanización. Así hicimos el Museo de Arte Moderno de Medellín, y fue brillante. Y bueno, antes de eso, tengo que mencionar la publicación que sacaba la Galería y que se llamaba Re-Vista del Arte y La Arquitectura, de la cual alcancé a sacar ocho números. En dicha revista, yo mismo diseñaba, escogía a los escritores, me conseguía la pauta, ¡y al mismo tiempo era curador del Museo!

 

H.J: ¿Hubo conflicto de intereses al tener una galería, y a la vez ser el curador del Museo de Arte Moderno de Medellín?

A.S: Hombre, yo he pensado mucho en eso. En aquel momento, estábamos muy lejos del profesionalismo que todo museo o que toda galería debe tener. Claro, ningún galerista debería ser director de un museo, pero es que en un sitio donde no hay nada mas, ¿qué? La colección del Museo comenzó a armarse, y lo digo sin tapujos, con la asesoría de La Oficina. Y como en ese momento no había más galerías en la ciudad, pues los artistas que venían de afuera a exponer en la mía, eran los que llenaban el Museo. ¿Sabe que yo nunca he sentido que hayamos hecho algo indebido? Cuando la gente me lo señala, es cuando me pongo a pensar si en verdad hubo ahí un problema ético.

 

H.J: ¿Ha trabajado en otras instituciones?

A.S: Sí. Soy el curador de la colección de Suramericana de Seguros, una empresa que exhibía pinturas de la prima de la señora del presidente de la compañía. Ellos me contrataron para organizar su colección, a gusto de ellos; porque, obviamente, es una entidad que no compra obras de avanzada. Y ahora, tienen un conjunto de obras notable, importante. Por otro lado, después de fundar y estar en el Museo de Arte Moderno de Medellín, me fui un tiempo al Museo de Antioquia a trabajar como museógrafo, aceptando la invitación de Pilar Velilla. Y luego me regresé al Museo de Arte Moderno, ¡y ya!

 

H.J: ¿Usted conoció a Marta Traba?

A.S: Sí. Ella obviamente iba a Medellín por las Bienales, y a finales de los sesentas dio muchas conferencias como invitada, en un sitio que se llamaba El Club de Profesionales. Ella tenía un gran público, se le respetaba mucho. Y cuando supo de la Galería, fue a visitarnos y escogió a algunos de los artistas que trabajaban con nosotros para una exposición que llamó Los Novísimos Colombianos, llevada a cabo en Caracas, en 1975. Obviamente, como en ese momento, el sueño de todo colombiano era viajar y conseguir trabajo en Caracas, un diseñador venezolano, buenísimo, llamado John Lange, hizo un catálogo muy especial que parecía un pasaporte.

 

H.J: ¿Qué artistas escogió?

A.S: Que yo me acuerde, llevó a Juan Camilo Uribe, Óscar Jaramillo, Álvaro Marín, Hugo Zapata, John Castles, Maripaz Jaramillo, Saturnino Ramírez, Ever Astudillo. Estaban todos muy sardinos. Sí, Marta fue muy amable conmigo, y hasta escribió artículos en Re-vista. Y después, en 1981, nos atacó muy duro en el Coloquio de Arte No-objetual, evento que yo coordiné. Empezó a burlarse del arte conceptual. Se burló del tarrito de mierda de Manzoni, de forma magnífica. “¿Se imaginan esto? –decía-, ¡dizque es arte!”. Y todo el público coreaba sus ataques a carcajadas. Fue buenísimo.

 

H.J: Entre tanta gente que ha pasado por su galería, ¿a qué artista recuerda con cariño?

A.S: A quien más recuerdo es a Juan Camilo Uribe, el padre del cuento de la ociosidad, de que el arte es divertido, una fiesta. Cuando murió Juan Camilo, nos pusimos a buscar sus obras, y descubrimos que todas las tenían sus amigos. Él nunca vendió nada; regaló todo. Fue un artista maravilloso. Él se empeñaba para que cada una de sus exposiciones fuera como una fiesta, que la gente se reuniera, se riera, gozara. Él me marcó mucho.

 

H.J: Juan Alberto Gaviria me dijo que usted había sido fundamental para él cuando llegó de estudiar en Estados Unidos. Usted fue su consejero y su guía.

A.S: Yo quiero mucho a Juan Alberto por una razón: él realmente es como un misionero. Él tiene una cosa mística, una cosa ética que lo guía. Para no ir más lejos, su tesis de grado fue sobre el arte y la ética. Entonces, él siempre se mete con problemas fundamentales. Me gustaba un poco más lo que hacía antes, cuándo se preguntaba “qué pasa con la minería, qué pasa con la contaminación” y traía artistas interesantísimos, que hacían reflexiones sobre tales preguntas y exhibían obras más visuales. Creo que lo que exhibe ahora es más documental, más social, con obras dirigidas a una comunidad específica, pero igual lo hace muy bien. Es como esa discusión, muy fuerte, de si el arte realmente debe plantear soluciones, responder a necesidades sociales; o si debe ser más estético, si debe ser la voz del yo creativo, caprichoso, subjetivo. Lo primero sería teología de la liberación, ¿cierto? Sería otra cosa y no arte. No sé. De todas formas, a mi me encanta él, porque en su proyecto el arte casi que desaparece, y eso también es importante. Él nos cuestiona a cada rato.

 

H.J: Él le escuchó a usted una frase sobre “la elegancia” que se ha vuelto casi que su eslogan.

A.S: Yo le dije alguna vez a Juan Alberto que si quería mostrar algo, debía mostrarlo sin adornos, sin añadidos; porque si no, se volvía otra cosa. Siempre se deben mostrar las cosas justas, como son: en el espacio que es, con la luz que es. Es, sencillamente, tener conciencia del objeto, del artista y de las cosas reales, físicas, espaciales, que están en juego en cualquier exhibición. La verdadera elegancia, no es aquello que se ve inmediatamente; sino lo que se nota luego. La elegancia no consiste en deslumbrar al otro con una fachada, con un disfraz. Las cosas son exquisitas cuando se nos presentan como son, cuando son honestas.

 

H.J: ¿Usted cree que se puede enseñar a ser artista?

A.S: Hombre, no sé. Yo creo que hay talentos que vienen desde la cuna, pero esos talentos necesitan ser acompañados, conducidos de alguna manera. Yo creo que el arte no se enseña; pero un buen maestro, es capaz de señalar los peligros, las trampas en las cuales un futuro artista puede caer. En el salón de clase, el que quiere ser artista, el que quiere y debe mostrar su mundo, es el estudiante. Entonces, ¿qué hace uno como profesor? Pues acompañar al estudiante, y si uno puede ayudar, ayuda.