Víctor Laignelet

VÍCTOR LAIGNELET EN “OTROS SALONES”

Entrevista publicada en el Periódico Arteria # 60. Septiembre, 2017.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa que haya sido fundamental para usted?

Víctor Laignelet: La primera experiencia que recuerdo, es ver a mi papá pintando. Él era un pintor de domingos. Se ponía una bata, se hacía en un rincón de la casa, sacaba su cajita de óleos y se ponía a pintar los fines de semana. Cuando cumplí ocho o nueve años me encontré una caricatura de Leonardo da Vinci trabajando en una especie de buhardilla, con una barba blanca, y de inmediato asocié a mi papá con da Vinci.

 

H.J: ¿Usted pintaba con él?

V.L: Únicamente lo veía. Para mí eso era suficiente. Yo dibujaba por mi lado o hacía cosas con plastilina, lo tridimensional se me facilitaba mucho. Podía hacer cualquier figura con los ojos cerrados; mis manos ya sabían. Pero ¿pintar? Pintar siempre se me ha hecho dificilísimo, es un aprendizaje que no acaba nunca.

 

H.J: ¿Cuál era el nombre de su padre?

V.L: Él se llamaba Víctor Manuel Laignelet Rojas. Era un hombre de empresa. Trabajó en varias compañías. Era un autodidacta, tenía mucha habilidad para pintar, pero también para hacer cosas en escultura. Recuerdo que a mi mamá le hizo un vaciado. Ella se llamaba Berta Sourdis y nació en Barranquilla. A los quince años mi papá se fue de la casa y terminó en la costa. Allá conoció a mi mamá y como ella estaba un poco reacia al noviazgo, él utilizó su capacidad plástica para conquistarla y le hizo un busto realmente bueno.

 

H.J: ¿En qué colegio estudio usted?

V.L: Yo estudié en el Liceo de Cervantes y allí no tuve ningún estímulo afortunado. En las clases de arte no se abordaba la creación, ni la posibilidad de expresar los mundos interiores que uno tiene. Pero como a mí me gustaba dibujar, en las otras clases sí me la pasaba en esas, obsesionado. Mis cuadernos terminaban llenos de dibujos y rayones. Faltando un par de años para salir del colegio empecé a pensar en serio en estudiar arte. Una amiga que tenía me dijo: “¿Y por qué no estudia una cosa un poco más como para hombres?” Era el año 1973 y ahí estaban los prejuicios de la época. Y en mi casa pues me dejaban; pero que fuera a estudiar arte, eso sí era un problema. Un hermano me dijo: “Aquí en la cuadra te aprecian los dibujos, pero tú ni siquiera eres el que mejor lo hace.” Y podía tener razón. Somos cuatro hermanos y a los dos mayores les encantaba dibujar en plumilla casa coloniales, esa era su especialidad y la verdad es que lo hacían muy bien. Un día mi mamá me dio un consejo prudente: “Estudie alguna otra cosa que le sirva para vivir y después sí, dedíquese al arte.” Y mi papá me dijo que él pensaba que debía estudiar otra cosa pero que al fin de cuentas no se iba a meter, que si yo de verdad quería estudiar arte, pues lo hiciera. Mientras terminaba mi bachillerato, siguiendo el consejo de un hermano, me metí a estudiar por las noches dos veces por semana, en la academia de David Manzur. Allí, por primera vez entré en contacto con una persona que realmente pertenecía al mundo del arte. Manzur era liberal y atrevido, tenía una personalidad fuerte, vigorosa. Y tenía unas fórmulas para dibujar que se inventó, unos cánones a la manera del Renacimiento que uno tenía que repetir mil veces y por eso, al final, todo el mundo pintaba y dibujaba muy parecido a él. En esa academia aprendí a sacarle punta al lápiz y al carboncillo con un filo larguísimo a punta de cuchilla. Esa habilidad no la he perdido. Manzur además, nos mostró imágenes, diapositivas de arte clásico y de arte moderno, eso a mí me abrió los ojos. Así, al terminar el colegio entré a estudiar arte en la Universidad Nacional.

 

H.J: ¿A quién recuerda de la Nacional?

V.L: Recuerdo a un profesor argentino a quien le decíamos “El Ché”. Él nos enseñó a dibujar a mano alzada, habilidad que valoré mucho. En esa época a la Universidad entraban carros y buses, se podía atravesar, hacía parte de la ciudad. Y él nos puso el ejercicio de dibujar un Volkswagen así, a mano alzada. ¡Qué cosa tan difícil! Esa fue la lección de las lecciones porque un “escarabajo” no tiene una línea recta, es muy curvo y dar con las proporciones es una cosa muy complicada. Después de un año en la Universidad decidí que necesitaba más experiencias de vida; así que abruptamente me retiré y me dediqué a rumbear. Y poco después tuve la oportunidad de irme a Canadá con la ayuda de un primo que vivía allá. Me fui a los dieciocho años a trabajar todo el verano en un pabellón donde se ofrecían artesanías colombianas. Luego fui empleado en la tienda de un señor polaco, pero como yo era tan mal vendedor, en diciembre me echó. Después trabajé empacando esponjas, y también en una compañía de arquitectos donde pasé de repartir el correo y hacer el café a rellenar planos con color. Y mientras de día me buscaba el sustento, de noche me metí a estudiar artes en el Cégep du Vieux Montréal. Yo estaba feliz de tener autonomía y no tener que rendirle cuentas a nadie. Así me fui haciendo artista de forma medio autodidacta. Jamás he pensado que uno se hace artista yendo a una universidad. Creo que uno aprende a ser artista viendo a los artistas, escuchando y leyendo a los artistas. El misterio del arte lo tienen los artistas. Por eso devoro los libros donde los artistas hablen de su vida, de sus procesos y expongan sus pensamientos.

 

H.J: ¿Qué libro de esos recuerda?

V.L: Me acuerdo de uno de Duchamp que conseguí en Canadá y que cargué durante mucho tiempo en mis viajes. Si bien yo no imité a Duchamp en sus procedimientos; a nivel mental sí estoy en deuda con él, con su radicalidad, con su forma de pensar tan crítica. Él es, francamente, el pensamiento, la libertad y la creación abierta a su máximo exponente.

 

H.J: ¿Cuánto tiempo estuvo en Canadá?

V.L: En Canadá estuve tres años y luego regresé a Bogotá. Aquí me puse a pintar y un día un señor a quien conocí por medio de un hermano, me visitó y me dijo que le prestara unas obras porque sabía de alguien que las podía comprar. Él se llevó un par de piezas a la Galería San Diego, espacio que manejaba Rita de Agudelo. Ella se comunicó conmigo y me dijo: “A mí me gusta mucho esto que usted hace y yo le voy a hacer una muestra; aunque me parece que no va a vender absolutamente nada.” Así hice mi primera individual. El año era 1978, yo tenía 23 años y vendí todo un día antes de la inauguración. Yo quedé absolutamente sorprendido. Ese mismo año me casé con una periodista, Liliana Tafur. Y nada, ya, ¡listo, hecho! Yo pensé que ya tenía mi vida organizada. Sin embargo, un par de años después decidí que quería irme otra vez y me fui a estudiar a Nueva York. Y como vendía obra, pues me bandeaba con eso. Entré al Art Students League. Ahí había estudiado Pollock y no sé quien más. Yo creo que ya estaba un poquito en decadencia, pero ese lugar me daba mucha libertad: yo escogí a mis profesores y mis asignaturas. Curiosamente, poco antes de irme hubo un congreso internacional de arte en el Colegio de Altos Estudios de Quirama, un lugar que quedaba cerca a Medellín. Duró tres días y contó con la presencia de artistas y teóricos de todos lados. Y recuerdo que Romero Brest, un polémico crítico de arte argentino dijo: “Latinoamérica llegó tarde a la pintura. Acá podemos seguir pintando, pero eso ya pasó. La pintura se acabó.” A la pintura la han matado no sé cuántas veces. Y esa fue una de tantas. Como sea yo me fui a Nueva York bajo esa perspectiva, quizás buscando hacer otras cosas. Pero lo que estaba pasando en Nueva York era todo lo contrario; estaba floreciendo la pintura como un reflejo de lo que pasaba en Europa con La Transvanguardia italiana o con el Neo Expresionismo Alemán. Como respuesta se gestó en Nueva York lo que se llamó Bad Painting con artistas como Basquiat o Julian Schnabel. Y a mi me tocó todo eso. Fue una época pictórica explosiva y demostró que Brest estaba equivocado. Fue una época muy vital cuando, además, se pusieron en boga los conceptos de la postmodernidad que ya habían sido planteados un poco antes en la arquitectura por una mirada hacia lo vernáculo y lo local en tensión con lo universal… así dicha mirada se desplazo de la arquitectura a la pintura y después a la escultura y a la filosofía. Ese fue el clima intelectual que me tocó vivir, con ese giro cultural alimentado por la coexistencia de tanta pluralidad, de tantos cruces culturales. Poco tiempo después me fui a Francia. Mi esposa había vivido en Paris y quería volver. Allí estuvimos un par de años. Esta vez no estudié en ningún lado; continué pintando por mi cuenta.

 

H.J: Usted vivió en Montreal, en Nueva York y en París. ¿Qué aprendió con tanto viaje?

V.L: Le contesto citando a Kwame Anthony Appiah, quien en su libro “Cosmopolitismo. La ética en un mundo de extraños” se pregunta si es posible la aspiración a valores compartidos más allá de nuestras propias culturas. Appiah se remite a Diógenes cuando le preguntan si es ciudadano ateniense y contesta: “Yo soy un cosmopolita.” Diógenes emplea ese término para reconocerse como un “ciudadano del cosmos”; es decir, antes que pertenecer a un solo lugar, él se reconoce como parte de un orden que vas más allá de la ciudad, que abarca el todo, de la tierra a las estrellas. Diógenes nos invita así a asumir una posición radical frente a las regulaciones y las normas culturales, frente a las leyes y a los límites políticos y nos invita a vivir en el planeta y en el cosmos de otra forma. Siguiendo esta lógica, me di cuenta, por ejemplo, que el parisino que había salido de Francia es completamente diferente al que no lo había hecho. Y en los otros lados noté lo mismo: la persona que había podido romper con su cultura yéndose a otra, tiene un nivel de apertura mental que no tiene el que ha permanecido en un mismo sitio toda la vida. No importa el lugar. Someterse a la diferencia, a “lo otro” es un factor de enriquecimiento y formación maravilloso. Ahora, a mi me parece fundamental para ser “ciudadano del cosmos” el viaje en los dos sentidos: hay que ir hacia afuera y viajar para ver otras culturas, otras miradas, para conocer otros valores; pero también hay que viajar hacía dentro.

 

H.J: Explíqueme eso de “viajar hacia dentro”.

V.L: Mire, en París yo vivía muy contento con mi trabajo, con lo que hacía, podía costear mi vida pintando y demás, pero un día sentí una cosa muy rara, sentí que lo todo lo que hacía no valía nada, que el arte no era lo que yo hacía, ni lo que enseñaban en las universidades. Sentí que el verdadero arte era otra cosa y yo no alcanzaba a tener la mínima sospecha de qué era. Sentí que mi inteligencia y mi experiencia no me alcanzaban para atisbar esa otra cosa. Era un pensamiento radical. Y estaba dispuesto a abandonar todo por encontrar la respuesta. No es ni la habilidad, ni el talento, ni el éxito, el sentido de todo esto. Yo era muy materialista y muy escéptico, un argumentador tremendo y desde el colegio ataqué la religión y la espiritualidad y todo eso. Sin embargo, me dije: voy a guardar esta sensación en una gavetica, voy a dejar esto guardado en secreto y vamos a ver qué pasa. Tiempo después, tuve una experiencia significativa en Francia, cuando, un invierno, fui a visitar con Javier Gil la Catedral de Chartres, muy famosa por sus vitrales con vidrios azules y no se qué. No había nadie más en el lugar. Yo empecé a caminar y a mi me parecía todo de una oscuridad terrible, de una ignorancia apabullante. Observé las reliquias del santo no se qué y yo veía todo eso con el mayor desprecio, la ignorancia crasa de la humanidad, la trampa de la religión. Llegué a un vitral muy bello, con una virgen. Los vitrales eran, por supuesto, esplendorosos, en términos de luz, misterio, color. Y de pronto empezó a sonar el órgano y sentí una fuerza que me hacía arrodillar. Y yo me dije: ni por el putas me voy a arrodillar, ni más faltaba, a estas alturas de la vida… esto debe ser un truco de los arquitectos, eso que dicen de la arquitectura gótica y la verticalidad y la oscuridad y la luz, pues lo estoy experimentando en mi cuerpo. Después, supe que quienes habían construido esa iglesia, junto a la mayoría de iglesias medievales, fueron los masones, y en ellas emplearon sus conocimientos herméticos. Entonces, empecé a sospechar qué tal vez existe algún tipo de fuerza, de no sé qué orden, pero de naturaleza objetiva, que al manejar, cierto color, cierto sonido, cierto espacio, le permite producir cierto efecto; no sólo la subjetividad propia del arte, sino cierto efecto objetivo Debe haber una especie de ciencia capaz de afectarnos de tal forma. Y ahora tengo que hablarle del Tantra Sri Shyamji Bhatnagar a quién por azares del destino conocí, tiempo después en Paris. Él pertenece a una tradición llamada Naada Yoga o Yoga del Sonido. Con él tuve una experiencia que me cambió la vida. Él trabaja con el canto, con las vibraciones que salen de su boca. El primer sonido fue un “fveee” que confundí con un radiador, hasta que caí en cuenta que era el sonido que él hacía y que producía una vibración muy especial. Él me pareció simpático, contaba chistes, tenía humor y le preguntaba a la gente después de hacer sonidos qué sentía. Y los presentes comenzaron a decir que vi esto, que sentí no sé qué… y yo no les creía nada. Pasó un día en ese plan: yo no sentía nada, la gente sentía cosas y yo no les creía. Pero la carreta me gustaba y me gustaban los sonidos. No lo rechazaba radicalmente, pero pensaba que la gente se imaginaba cosas, que se sugestionaban. En mi racionalismo, explicaba lo que les sucedía, gracias a su debilidad mental, porque son personas muy vulnerables y no son suficientemente firmes, ni racional, ni intelectualmente y se dejan sugestionar y creen en pendejadas… Hasta que en el segundo día, él hizo otros sonidos especiales y yo sentí como algo en el estómago. Y me di cuenta que cuando me concentraba en esa sensación, se me iba; y cuando me relajaba, cuando me hacía el loco, aparecía. Eso me pareció extraño, pero me quedé callado. Después, hizo otros sonidos y de pronto sentí una corriente dentro del cuerpo, que no estaba ni en la columna vertebral, ni en el estómago, ni en el riñón, ni en los pulmones, ni en nada; sentí algo como un fluido ligeramente en espiral que iba del ombligo al pecho y que me hacía oscilar muy sutilmente. Y pensé: esto si tiene que ver con lo que esta persona está cantando allá.” Y ahí me acordé de Chartres. Este tipo está haciendo algo que produce un efecto objetivo en mi cuerpo y lo que los demás dicen que sienten, de pronto sí lo están sintiendo. Y en ese momento, até cabos: “Pero esto es espiritual… entonces, lo espiritual se siente.” Me pregunté porqué nunca nadie me había hablado de eso. Yo estaba realmente abrumado por mi experiencia, sin embargo, seguí callado. Él hizo otros sonidos y yo sentí otro tipo de corrientes. Había una que subía del pecho a la quijada y se abría en dos hasta las orejas. Ahí sí levanté la mano y le dije lo que sentía; y él repuso: “Hasta las orejas no puede ser; quizás hasta un poco más abajo”. Y señaló el punto preciso. Así, me di cuenta que él sabía exactamente lo que uno sentía, con cada vibración y corroboré esa especie de “objetividad de la experiencia”. A continuación, hizo unos sonidos para este centro, aquí arriba, en la frente. Y yo sentí unas corrientes que circulaban por toda la piel, absolutamente deliciosas y pensé: “La espiritualidad es el segundo sexo”. Por supuesto, eso que sentí, iba más allá de mis zonas erógenas, me recorría, habitaba mi cuerpo por completo y producía, además, un estado mental bien particular. Eso no era sólo cuerpo físico; sino energético. Y no sólo energético; sino emocional y mental. Esa experiencia me sacudió. Esas vibraciones me afectaron y me mostraron el poder de un conocimiento, objetivo, preciso y ante el cual era totalmente ignorante. Cuando esto ocurrió comencé a preguntarme mil cosas respecto al arte y respecto a eso que apenas descubría. El sonido es una vibración y puede afectarme, ¿qué otras vibraciones pueden afectar mi cuerpo? ¿El color? ¿Las formas geométricas? La materia es energía y la energía vibra, entonces ¿todo el universo vibra, yo soy vibración? Creo que la teoría de cuerdas dice que la partícula y la onda se alternan, son la misma cosa que puede aparecer como partícula o puede aparecer como onda. Entonces, ¿podríamos transformar la materia o a nosotros mismos a punta de vibraciones? Discúlpeme si lo estoy confundiendo con esto. Como escribió Wittgenstein en el séptimo postulado del “Tractatus”: “Sobre aquello de lo que no se puede hablar es mejor callar.” Lo que está claro es que desde aquella experiencia he estado investigando y me he dando cuenta que muchas de las personas que le han aportado al arte nuevos caminos han estado en contacto con “dimensiones espirituales”, así las llamen de otra forma. Beuys, por ejemplo, fue muy cercano a Rudolf Steiner, filósofo y pensador hermético quien creó la pedagogía Waldorf y fundó la antroposofía. Beuys mismo se hizo antropósofo y la idea de trabajar sobre tableros la tomó prestada de Steiner. Es más, en la última Bienal de Venecia exhibieron los tableros de Steiner.

 

H.J: Usted también es profesor, ¿cómo llegó a la docencia?

V.L: A mi no me gusta la palabra “profesor”. Creo que un “profesor” es un profesional que dicta clases y ya está. En cambio un “maestro” se preocupa por la integralidad del otro, por la totalidad del otro como persona. El maestro crea vínculos profundos, vínculos complejos con sus estudiantes. El maestro espera, además, que el estudiante lo mate. El hijo tiene que matar al padre para ser él. Por tanto, un buen maestro es aquel que le da las pistas y las herramientas a su estudiante para que lo ataque y se ponga en su contra. Y un mal maestro educa a un estudiante para que sea igual a él, para que haga y piense lo mismo que él.

Y bueno, llegué a la docencia porque Doris Salcedo me invitó. Cuando regresé de Francia a ella la nombraron directora de la Escuela de Artes Plásticas del Instituto de Bellas Artes de Cali. Ella llamó a algunos artistas de Bogotá para que le ayudaran a organizar esa Escuela que, al parecer, estaba muy desbaratada. Había mucha oposición a que estuviera allí y a las reformas que ella quería hacer. Y había mucha resistencia a que trabajaran allí personas que no fueran de Cali. Así, llegué a dictar unos talleres de dibujo, de color y de creación con los estudiantes totalmente crispados por tener a otro profesor de Bogotá -aunque yo soy de Barranquilla, pero en fin. Fue muy duro, la primera vez que enseñé y tuve a los estudiantes en contra.

 

H.J: ¿Porqué lo conocía Salcedo?

V.L: Yo creo que coincidimos en un momento dado en Nueva York. Ella estudió en Parsons y creo que nos vimos allá. Y después, en Bogotá, también nos cruzamos en alguna fiesta o en alguna exposición. En ese momento ella no era la artista famosa que es ahora; era una artista que exponía donde Jairo Valenzuela, a quien acusaban de ser como Beuys y que no vendía nada.

 

H.J: Usted estudió en varias escuelas y academias pero nunca se graduó.

V.L: No, nunca terminé en ningún lado. Pero después homologué en La Tadeo Lozano porque necesitaba el diploma. Varios artistas de mi generación hicieron lo mismo. José Alejandro Restrepo, por ejemplo, trató de homologar y se aburrió porque la negociación se enredo mucho. Gustavo Zalamea tampoco tenía título. Ser artista con diploma se volvió una regla, pero en mi generación eso no era tan importante. Yo no me arrepiento de haberme educado como lo hice, entrando y saliendo, trabajando y viajando… le repito, viajar es muy importante. Nada supera el tener experiencias de vida.

 

H.J: ¿Qué espera que el estudiante comprenda en sus clases?

V.L: Quiero que el estudiante desarrolle autonomía, capacidad de confiar en su propia interioridad; que confíe en que dentro de él están las pistas y las claves para ser artista, en proceso de maduración y de crecimiento. Y quiero que entienda que dicho proceso no acaba nunca. Siento que a veces el arte está orientado muy sociológicamente: la realidad está afuera y hay que trabajar sobre el afuera. Y hay otro tipo de arte que se proyecta hacia adentro, sólo hacía dentro, así se puede volver al estudiante autista. Yo creo que lo interesante es la circularidad entre el afuera y el adentro. Eso tiene que comprenderlo el estudiante para sacar provecho tanto de lo que la sociedad le brinda como de su mundo interior. Lo otro es que trate de definir cómo entiende él mismo el arte, cómo entiende la autoría y cómo espera ser recibido; porque finalmente la obra se construye en esos tres niveles: el artista, el objeto artístico y el medio del arte. Entonces cada quien verá si quiere ser autobiográfico o si quiere darle voz al otro, si se considera original o si es un apropiacionista. El estudiante debe preguntarse esas cosas y debe él mismo darse la respuesta.

 

H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?

V.L: Pienso que se puede ayudar a ser artista. Pero enseñar sin una vocación es inútil. El estudiante de arte debe tener una pulsión, un deseo por ser artista. La vocación va de la mano con la pulsión y la felicidad. Cuando uno sigue su pulsión, sigue su talento, sigue el único camino posible para ser feliz. Que el estudiante siga ese llamado interior me parece la condición sine qua non. Enseñar a quien no tiene la pulsión será muy arduo y los resultados serán muy escasos. Pero si existe la pulsión, si existe la predisposición, entonces sí se puede llevar a cabo la enseñanza y ese espacio de reflexión y de comunidad que se crea en una clase será de gran ayuda. Ahora, pese a que yo me considero autodidacta, pese a que estudié en la universidad y a la vez no me conformé con ello, pese a esto, la relación maestro/estudiante me parece una tradición potente y hermosa, donde alguien que ha tenido una experiencia trata de ponerla en diálogo con quien no la ha tenido. Eso es maravilloso.