Delcy Morelos

DELCY MORELOS EN “OTROS SALONES”

Entrevista publicada en la edición #65 del periódico Arteria. Septiembre, 2018.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa, formativa, ya sea dentro o fuera del salón de clase, que haya sido fundamental para usted?

Delcy Morelos: Recuerdo cuando tenía dieciocho años y vivía con mis padres en Tierra Alta, Córdoba. Como quería estudiar arte y mis papás no estaban de acuerdo, en ese tira y afloje pasaron dos años. Y un día mi mamá, preocupada, me dijo “¿Porqué no ocupas tu tiempo y empiezas a hacer alguno de los cursos de manualidades que ofrece el Colegio La Inmaculada?” Yo le hice caso y así regresé a la institución donde había cursado toda la primaria y que dirigían las monjas de la Comunidad de Misioneras de María Inmaculada, fundada por la Madre Laura, la primera santa colombiana, canonizada por el Papa Francisco en 2013. Ellas eran misioneras un poco de izquierda, y recuerdo que les encantaba oír a María Dolores Pradera. Allí hice varios cursos, y el que me marcó fue uno de muñequería en peluche, en el que hice una cerdita. Era grande, debía tener unos 70 centímetros de alto y tenía faldita. Sentí tal emoción al haberla construido, al haberla hecho por mí misma, ¡que entré en un estado de  encantamiento, casi podría decir que de éxtasis, no podía dejar de mirarla! Ahí entendí que yo podía hacer mis propias cosas, que me gusta crear. En ese momento, también hice un curso de modistería, y por eso ahora hago mi propia ropa.

 

H.J: ¿Cómo se llaman sus padres?         

D.M: Mi mamá se llama Mélida y mi papá se llamaba Osvaldo. Él estudió hasta tercero elemental y yo creo que mi mamá estudió hasta segundo; apenas aprendieron a leer y a escribir los pusieron a trabajar. Mis padres tenían una tienda en el pueblo y les vendían abarrotes a los campesinos, que llegaban con sus burritos o a caballo a llevarse sus mercados. Yo los ayudé, trabajando en la tienda desde los siete años.

 

H.J: ¿En el colegio tuvo clases de arte?

D.M: Sí. Yo cursé mi bachillerato en tres planteles. Uno en Tierra Alta, otro en Planeta Rica y el otro en Montería, en el Colegio de La Presentación, dirigido por monjas Dominicas. Esa orden fue como la cancerbera de la Iglesia, responsables de la Inquisición. Aquel colegio era bien estricto. Pero, así mismo, nos ponían a dibujar bodegones y paisajes empleando lápices de color y pastel. Allí tuve mi primer empleo remunerado, haciendo los dibujos de mis compañeros. Me quedaban muy bien. Pero fíjese que, dibujando a lápiz, no sentí el placer que sentí con lo tridimensional.

 

H.J: ¿Cómo hace para salirse con la suya y finalmente estudiar arte?

D.M: Yo ya tenía veinte años y estaba cansada de no hacer nada. Y un día estaba barriendo la casa y pensé: “Apenas terminé de barrer, voy a decirle a mi mamá que voy a estudiar lo que ella quiera, que voy a obedecer su voluntad”. Pero minutos antes de que yo terminara, vino ella y me dijo: “Está bien Delcy, te vas a ir a estudiar arte donde tú quieras”. Así, mi mamá me llevó a hacer la entrevista en la Escuela de Bellas Artes de Cartagena, donde fui aceptada. La Escuela queda dentro de la Ciudad Amurallada, al lado del Hotel Santa Clara; pero cuando yo estudié, dicho Hotel no existía; lo que había ahí, eran las ruinas del anfiteatro de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena.

 

H.J: ¿Tuvo alguna clase o algún profesor notable en la Escuela de Bellas Artes?

D.M: Lamentablemente no. Cuando llegué a la Escuela y me di cuenta de lo que enseñaban y cómo lo enseñaban, pensé: “Me toca educarme a mí misma”. Y eso hice. Esa institución era muy tradicionalista. Daban clases de dibujo, de modelado, de pintura. Pero yo no me sentía bien, los profesores trataban que uno dibujara o pintara figurativamente y mis intereses iban por otro lado. A mí, una manzana no me decía nada; pero veía un cubo y ese cubo era lo que me emocionaba. Por eso, estudiaba en la Escuela de dos de la tarde a siete de la noche; y por las mañanas me iba a la Biblioteca Bartolomé Calvo, que pertenece al Banco de La República, a leer cuanto libro de historia del arte pudiera encontrar.

 

H.J: ¿Sus padres tenían libros de arte en casa?

D.M: Sí, pero nada muy profundo o especializado. Tenían algunos fascículos de arte clásico, del Renacimiento. Yo los miraba mucho. Sobre todo me gustaba contemplar “El Nacimiento de Venus” de Botticelli. Me encantaba. Especialmente esa parte detrás del hombro, donde ella tiene como amarrado el pelo con una cinta blanca. No sé porqué, pero podía quedarme ahí, horas, contemplando esa parte. Pero, volviendo a Cartagena, otra cosa importante me ocurre gracias al Banco de La República. Y es que si lo pienso bien, soy como un producto del Banco y de sus políticas culturales. Ellos mandaban artistas de Bogotá, a hacer talleres dentro de la Escuela de Bellas Artes. Dichos talleres duraban apenas dos o tres días, pero eran muy intensos. Yo me inscribí en tres, y en ellos aprendí más que en cualquier otro lado. Tomé uno con Víctor Laignelet, el segundo con Miguel Ángel Rojas y otro con Doris Salcedo. Gracias a Víctor aprendí mucho sobre la alquimia, sobre la transformación de la materia. Él nos compartió una bibliografía apasionante sobre el origen de la pintura, y desde entonces, me gusta preparar mis propios pigmentos y hacer mis mezclas especiales y secretas. Con Miguel Ángel aprendí a pintar sobre papel y en el piso. Y me acuerdo mucho que hice una pieza en arcilla en el taller de Doris, cosa curiosa pues ahora estoy volviendo a trabajar con ese material. Ella nos dio una charla sobre la historia de la escultura y nos pidió que lleváramos una obra; miró lo que cada uno había hecho, nos hizo comentarios y correcciones y luego seguimos trabajando, desarrollando nuestros proyectos bajo su tutoría. Pienso que si hubiera tenido un buen profesor de escultura en la Escuela de Bellas Artes, yo hubiera trabajado las tres dimensiones desde el principio. Si observa mi proceso, se dará cuenta que ahora soy más escultora que otra cosa. Pero, volviendo a mi historia, gracias a esos talleres termino exponiendo en Bogotá. En aquel momento, Víctor era pareja de Carolina Ponce de León. Él le comentó de mi trabajo y por eso, tiempo después, Carolina me invita a exponer en Nuevos Nombres. Y luego, gracias a dicha exhibición, Jairo Valenzuela me invita a hacer una individual en su galería. Así, con veinticuatro años, me vengo para Bogotá, con mi maleta y con mis cuadros. En ese momento ya estaba cansada de Cartagena, me había separado de mi novio, y pensaba que aquella ciudad era como una trampa, como un espejismo, donde uno cree vivir muy rico, con playa, brisa y mar, sin hacer nada. Además, el calor no me dejaba pensar.

 

H.J: ¿Cómo fue exhibir en Bogotá?         

D.M: Cuando llegué a exponer en Nuevos Nombres, y vi las salas de exposición de la Luis Ángel Arango, fue alucinante. Nunca había visto salas así de grandes y así de blancas. En Cartagena los espacios de exhibición son muy pequeños o incómodos. Por ejemplo, el Museo de Arte Moderno tiene muros de piedra que no se pueden ni tocar, su arquitectura es muy pesada, hostigante.

 

H.J: ¿Antes de Bogotá, había exhibido en Cartagena?

D.M: Sí. Había participado en varias colectivas.

 

H.J: ¿Cómo fue la experiencia de vivir en Bogotá?

D.M: En Bogotá conseguí un lugar muy cerca de la Universidad Nacional, así que me la pasaba yendo a su Museo de Arte Moderno y viendo películas en sus cineclubes.

 

H.J: ¿Recuerda alguna exposición fundamental que haya visto en ese entonces?

D.M: Sí. Recuerdo mucho “Ante América”. Me encantó esa exposición y también asistí a las ponencias, a las charlas. Esa exhibición fue muy importante para mi. Hace poco, conseguí el catálogo en el mercado de las pulgas; encontrar semejante documento de esa época me hizo muy feliz.

 

H.J: ¿Ha hecho algún postgrado?            

D.M: No. Ni maestrías, ni doctorados.

 

H.J: Usted también ha sido profesora. Cuénteme de eso.

D.M: Solo he dado clase un par de temporadas en la Tadeo Lozano. La primera de 1997 a 1999, y fue una experiencia muy fuerte, porque considero que no estaba preparada para ello. En aquella oportunidad, Manuel Santana me invitó a dar clases de pintura, yo creo que por haberme ganado el Salón Nacional de Arte Joven de la Galería Santa Fe. Luego, por invitación de Carmen María Jaramillo, volví a dictar clase en la Tadeo de 2010 a 2017. En esta segunda época, creo que mis clases estuvieron mejor, sobre todo al comienzo; porque al final ya no estaba igual de motivada. Es que la calidad de los estudiantes ha disminuido mucho. Siento que las últimas generaciones trabajan poco, no tienen rigor, no se les ve la pasión por lo que hacen… y la pasión es más importante que el talento; porque si uno tiene talento pero no tiene pasión, pues no se hace nada. Además, ¡los estudiantes no quieren estar en una situación incómoda! Para hacer arte la incomodidad, la dificultad y la autocrítica son fundamentales. Uno aprende resolviendo problemas. Pero en la actualidad, se cree que hacer arte es tan fácil como tomar una foto con el celular. En parte, la culpa la tiene el mal uso de las nuevas tecnologías y de las redes sociales, que por supuesto, han acelerado la comunicación; pero a su vez han mal criado a sus usuarios, al no requerir ni esfuerzo, ni espera. Muchos piensan: “Como así es la comunicación, así debe ser el arte”. Nada más equivocado.

 

H.J: ¿Qué aprendió dictando clase?        

D.M: Ser profesora me sirvió, sobre todo, para reflexionar a cerca de si el artista nace, se hace o se gradúa. Como profesora, me preguntaba, por ejemplo, ¿qué tipo de enseñanza recibieron artistas como Joseph Beuys? Y la conclusión, es que ellos crearon su propia manera de hacer arte, defendiendo y ganándose su libertad a toda costa. Por supuesto, Beuys recibió educación académica, dibujaba bien, esculpía bien; pero más adelante, desobedeció a sus profesores, superó los paradigmas propuestos por la academia, y así encontró su propia manera de hacer arte. Justamente, el gran error de las universidades hoy en día, es que le dicen al estudiante: “Este es el arte contemporáneo y si quiere ser un artista de éxito, así lo debe hacer”. Pero existen tantas maneras de hacer arte como artistas hay. Por tanto, en las universidades se debería impulsar al estudiante a encontrar su propio camino, sus métodos, su propio lenguaje. El dar fórmulas, el proponer como ejemplares los mismos parámetros artísticos, hace que todos salgan haciendo lo mismo. Por supuesto, ese siempre ha sido el problema de la academia. Pero hoy es más notorio. Por eso hay tantos “falsos artistas”, digamos, que han aprendido una fórmula, que copian sin vergüenza el tipo de arte que se vende, o lo que está de moda. Recuerdo que en la Tadeo, frente a la Facultad de Arte, había una frase que decía: “No citar es un robo.” Yo creo que la habían puesto refiriéndose al uso de textos ajenos como propios; pero esa frase también se puede aplicar a lo plástico, a esa especie de plagio artístico que, paradójicamente, se lleva a cabo consciente o inconscientemente en las universidades. Por todo esto, el arte joven actual me parece muy superficial, como una copia de una copia de una copia, fácil, sin esfuerzo, sin compromiso.

 

H.J: ¿Porqué dejó de dictar clase?          

D.M: Porque la Tadeo me dijo que no necesitaba más de mis servicios. Yo daba clases como un servicio militar, como una especie de deber social, para poner en discusión, junto a mis estudiantes, lo que yo creía que era el arte. ¿Qué es el arte? Esa pregunta me la hago todos los días, y de acuerdo al momento es la respuesta. Es decir, esa pregunta no tiene una sola respuesta. Mejor dicho, lo importante es hacerse esa pregunta y que cada quien busque su respuesta. Pero, el problema es que esa pregunta ya no se formula, pues las universidades están muy ocupadas ensayando metodologías para enseñar a hacer arte de forma rápida y segura; en vez de proponer una metodología, para ser un ser humano que se hace preguntas.

 

H.J: Su pareja, Gabriel Sierra, viene del Diseño Industrial. Imagino que su criterio y su mirada han sido también importantes para usted.

D.M: Sí. Los artistas que no han estudiado arte como María Teresa Hincapié, como José Alejandro Restrepo o como Gabriel, me interesan muchísimo; porque ellos pueden, con mayor facilidad, hacer lo que de verdad les interesa, pasando por alto academias, modas y gustos estéticos. Ellos pueden ser más libres, y su obra resulta mucho más interesante.

 

H.J: ¿Cree usted que se puede enseñar a ser artista?      

D.M: Yo creo que un artista se auto educa, así esté en la universidad. Uno tiene que escoger a qué profesor escucha, qué autor lee, con qué amigos anda, qué tipo de artistas le interesan. Y yo no paro de auto educarme. Ahora estoy aprendiendo mucho de Isaías Román, un indígena Uitoto a quien puedo escuchar por horas hablando de sus mitos, de la vida en la selva, de cómo ha sobrevivido su etnia, qué cultivan, cómo lo hacen, cómo aprenden ellos de las plantas. Yo tengo una raíz indígena muy fuerte, y por eso ahora estoy feliz, buscándome en el conocimiento que me comparte Isaías. Siempre me estoy preguntando “¿quién soy yo?” Claro, a los filósofos occidentales los leo y me pueden gustar, pero finamente, siento que no forman parte de lo que soy. Culturalmente, académicamente, dicho pensamiento occidental es importante, y hace parte de lo que uno debe saber para comprender el mundo en que vivimos. Pero, cuando yo me siento con Isaías, aprendo algo que siento más cercano, algo que puedo aplicar a mi vida, e incluso a la transformación de la materia en mi propia obra. Usted puede leer a un filósofo contemporáneo divagando sobre la naturaleza, y sí, la puede estudiar, la puede interpretar, la puede diseccionar; pero cuando uno habla con un indígena que ha crecido en la selva y que vive por la naturaleza, seguramente él va a hablar de algo sagrado, de algo que él respeta y ama. Es muy distinto el acercamiento. Estar en contacto con Isaías ha cambiado mi trabajo, pues ha cambiado la forma en que veo la materia, y la forma en que me relaciono con ella. Es que cuando uno transforma la materia, uno mismo se está transformando. De ahí la importancia del arte. En la práctica artística, el orden de los factores sí altera el producto. Isaías me ha transformado, me ha llenado de preguntas, él es un verdadero maestro para mí.

 

H.J: ¿Ha dictado talleres para el Banco de La República?          

D.M: Sí. Dicté un taller en Leticia.

 

H.J: ¿Usted escogió el lugar?

D.M: No. El lugar me escogió a mi. Esa fue una experiencia increíble. Sin embargo, creo que en ese momento no estaba preparada para dictar ese taller, en aquel sitio tan especial. Primero, porque aun no estaba conectada con la sabiduría indígena y segundo, porque como profesora yo estaba haciendo lo mismo que hace la universidad: proponer un tipo de arte ejemplar, un modelo a seguir. Ahora tengo claro, como le dije, que son los estudiantes los que deben encontrar su manera. Esta no es una carrera de cien metros, es una maratón de largo aliento y si uno no cree realmente en lo que hace, llega el momento en que se abandona la carrera. Por eso, es tan nocivo seguir ciegamente los mandatos de la academia, así como es dañino seguir al pie de la letra los mandatos de las curadurías, que son otras dictaduras. Si usted no está haciendo lo que le interesa al curador, ni lo exhiben, ni lo miran. Pero al verdadero artista no le debe importar eso. El verdadero artista hace su trabajo, sin que lo afecten las modas, los gustos del mercado, o las curadurías. ¡Qué difícil es ser artista!