Cristo Hoyos

CRISTO HOYOS EN “OTROS SALONES”

 

Entrevista publicada en la edición #41 del periódico Arteria. Enero, 2014.

Versión corregida y aumentada.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia, alguna clase, algún profesor que haya sido fundamental, que lo haya ayudado a ser quien es hoy día?

Cristo Hoyos: Si me remonto muy atrás, a la infancia, creo que la primera persona que me hizo sentir poseedor de alguna cualidad o talento, fue una profesora que tuve como en segundo de primaria, que se llamaba Florencia Uparela. Ella descubre un dibujo que estoy haciendo, e inmediatamente, me quita de mi pupitre y me pasa al escritorio de ella, que yo vi grandísimo, y que estaba ubicado encima de una tarima. Eso para mí fue una cosa muy especial. El resultado fue, que ella empezó a quitarle los cuadernos a otros estudiantes que no dibujaban bien, y me los pasaba para que yo los ilustrara. Lo importante es que los cuadernos estuvieran muy bonitos. Así, muchos compañeros míos no hicieron sus dibujos; los hice yo. Eran dibujos que ilustraban el uso de las letras. La letra “M”, la letra “L”. Recuerdo que ocho renglones arriba, se trazaba una línea roja y allí, en ese espacio, se dibujaba una letra, una palabra y una ilustración que era la misma para todos los cuadernos. No recuerdo bien los temas que dibujaba; lo que recuerdo es mi perspectiva del salón desde su escritorio. En el pueblo en que nací, en Sahagún (Córdoba), las educadoras, quizás hasta los años sesenta, tenían todas ascendencia italiana. En mi colegio, La Escuela Urbana Para Niños de Sahagún, junto a Florencia Uparela habían otras educadoras de apellido Upsola y Marzola. Luego, en primero de bachillerato, tuve otra experiencia memorable en La Escuela Normal Lácides Iriarte, donde estudié mi educación secundaria con énfasis en pedagogía. Allí conocí al profesor Juan de Dios Otero, quien daba clases de dibujo. Él tenía un refinamiento y unas maneras, que no eran acordes con la cultura de mi pueblo. Y había todo un micromundo en su casa. Él vivía con sus hermanas, y a pesar de que era un hogar humilde, tenía un encanto muy particular: era una casa limpia, con arreglos de flores y con un taller de pintura maravilloso. Cuando visité su casa, fue la primera vez que sentí el olor a trementina y a linaza. Juan de Dios Otero me mostró un mundo estético, y eso fue fundamental para mí.

 

H.J: ¿Qué pintaba él?

C.H: La mayoría de las casas del pueblo tenían un “Milagroso”, un Cristo de semi-perfil, de medio cuerpo, que él pintaba. Tiempo después, y pensando en esas pinturas que él hacía, hice mi primer Cristo, que es bien diferente, es otra cosa. Ahora, recuerdo que la primera vez que visité su estudio, él estaba pintando una escena como sacada de la Capilla Sixtina. Es posible que en esos momentos, estoy hablando del año 1962, apenas estuviera entrando en mi pueblo la televisión, con una programación que no era continua. Las emisoras que sintonizábamos en la región del Bajo Sinú, eran sobretodo emisoras de Panamá o de Miami. Teniendo en cuenta ese contexto, le cuento otra vivencia inolvidable: cuando mi padre me llevó a ver, una noche, una película que proyectaban en la culata, muy alta, de una casa de tabla y techo de zinc, que quedaba en la plaza del pueblo. Allí, por publicidad de un café, de marca Puro Almendra Tropical, proyectaron una película, y esa fue la primera vez que vi una imagen en movimiento. Recuerdo estar cogido de la mano de mi papá y tener seis o siete años. Esa fue una visión paralizante.

 

H.J: ¿Hubo cine en Sahagún?

C.H: Sí. Ya estando en quinto o sexto de bachillerato, quizás en 1969, pusieron un cine donde pasaban películas mexicanas. Recuerdo que el teatro mostraba los afiches y algunos fotogramas de las películas. Y también, recuerdo a un señor que era el encargado de armar unos tablones, que se ponían en el parque anunciando las películas, con letras de varios colores.

 

H.J: ¿Porqué estudió un bachillerato con énfasis en pedagogía?

C.H: La primaria la hice en una escuela anexa a La Normal, y por eso pasé directamente a esta. Pero tuve un inconveniente cuando estaba en cuarto de primaria: como mi voz no cambió, mis profesores pensaron que yo no era una persona apta para ser profesor. Creo que también influyó mi baja estatura, en ese juicio. En esa época, los profesores debían cumplir con ciertos requisitos físicos; por ejemplo, tuve un compañero que tenía un defecto en una pierna y por eso no lo recibieron en La Normal. Y como en mí vieron aquellas limitaciones, a mi papá le tocó hablar con el rector para que me recibieran, y así lo hicieron. Ya en el bachillerato, recuerdo que era muy importante el uso de apoyos didácticos, audiovisuales. Y en esa parte, sí fui un aventajado. Mis láminas educativas eran excelentes, y todo el mundo las utilizaba. Hasta mis compañeras de La Normal para Señoritas, venían a mi casa, y me pagaban por diseñar y producir materiales de apoyo. Recuerdo, que una vez hice un televisor -el invento del momento- en triplex, con su hueco, y adentro metí un rollo con una secuencia de láminas, que usé para enseñar en mis prácticas en La Escuela Anexa. Sin duda, lo sobresaliente en mis prácticas, eran esos apoyos visuales que además de pedagógicos, eran estéticos.

 

H.J: ¿Qué materiales usaba?

C.H: La mayoría las hacía en cartulina con plumillas, lápices y tintas de color. En ese momento, no habían ni marcadores. En sexto me dio paperas, o alguna cosa de esas, y no pude asistir a las prácticas durante dos semanas; entonces, en La Anexa me dijeron que a cambio de las clases hiciera un trabajo, e hice un mural con esmaltes, de imágenes copiadas de algunas revistas, como alegorías que tenían que ver con el lema del colegio: “Forjemos el futuro”. Recuerdo haber hecho una figura masculina fornida, titánica, y unas antorchas que tenían que ver con la educación, con la luz, y unas cadenas que simbolizaban la ignorancia. Ese mural duró muchos en aquel colegio, y lo recuerdo con cariño.

 

H.J: ¿Qué hizo cuando terminó el bachillerato?

C.H: Yo termino el bachillerato en 1970. En 1969, empecé a tener más conciencia del país. Ya entraban en Sahagún, emisoras como la Radiodifusora Nacional o la Radio Sutatenza, y también veíamos televisión nacional. También nos llegaba la prensa del interior del país, y durante unos meses, un periódico bogotano comenzó a publicar la historia de la ciudad, creo que debido a la visita del Papa Pablo VI, y comenzaron a sacar unas especies de postales con La Plaza de Bolívar, con Monserrate y los demás cerros de Bogotá, comenzaron a exaltar cosas del interior del país, y así tuve una información mucho más amplia, de lo que estaba más allá de mi pueblo. En aquel entonces, en un lugar como Sahagún, y en medio de una familia tradicional, era imposible decir “voy a estudiar Bellas Artes”. Mi familia materna, los Mercado Bula, se dedicaban a la ganadería y a la agricultura, ellos eran manteros y garrochadores de toros; y la familia de mi padre, los Hoyos Vergara, venían de una tradición de oficios: uno de mis tíos hacía filigrana en oro, otro era sastre, otro trabajaba el cuero. Mi papá nació en Chinú, y como la mayoría de los habitantes de esa zona y de Tuchín, Sampués y Morroa, venía de una casta de artesanos, tejedores, trenzadores, ceramistas.

 

H.J: ¿Su papá qué hacía?

C.H: Curiosamente, él era conductor y mecánico. Llega al pueblo como parte del equipo que trazó la vía que unió Cartagena y Montería. Cuando nací, ni siquiera existía el departamento de Córdoba, pues tanto Sucre como Córdoba hacían parte del gran departamento de Bolívar. Pero, en un momento, hubo necesidad de unir a Cartagena con la que sería la futura capital de Córdoba. Aquí, tengo que decir que si bien la familia de mi madre funcionaba en un medio fuerte y machista, a mí me permitieron no ser un miembro activo de esa comunidad: yo no llegaba a la finca ni a enrejar, ni a ordeñar, ni a marcar ganado; yo llegaba a ver. Y esa sí fue una experiencia maravillosa, pues vi y descubrí un mundo con una riqueza fabulosa. Todavía hoy, pienso que me sigo nutriendo de él. Bueno, volviendo al cuento, terminé mi bachillerato y no me atreví a decir “quiero estudiar Bellas Artes”. En ese momento, las carreras para hombres eran derecho, medicina, ingeniería. En 1970 me presenté a la Universidad Nacional y saqué un puntaje muy bueno, entre los 25.000 jóvenes que nos presentamos, de tal manera que pude haber estudiado cualquier cosa; pero no quería ser ni médico, ni ingeniero, así que entré a la Facultad de Ciencias Humanas a estudiar la carrera de Educación, y ya en ella, me dediqué a la Historia. Lo curioso, es que en Bogotá me pasó exactamente lo mismo que en Sahagún: gustaron, sobre todo, los apoyos visuales de mis presentaciones, a tal grado que mis profesores de antropología me decían: “Pásese a estudiar Bellas Artes”. Sin embargo, yo termino mi carrera de Historia.

 

H.J: ¿Hubo en esa carrera alguien fundamental para usted?

C.H: Casi todos mis profesores fueron fantásticos. Por ejemplo, Agustín Blanco me dictó geografía, pero sus clases podían terminar siendo seminarios de griego, de geología, o de política del siglo XX. Y eso mismo pasaba en las clases de Darío Mesa, o de Chucho Arango. Ahora, los dos investigadores que me hicieron tomarle aprecio a la Historia, fueron Hermes Tovar y su esposa, Gilma Mora. Cuando empiezan a cerrar la Universidad por los paros y las huelgas, todos regresaban a sus pueblos; pero yo me quedaba trabajando con ellos, asistiéndolos en sus investigaciones y luego, al reiniciar el semestre, muchas veces lo único que tuve que hacer fue inscribir mi materia, y ellos ya la daban por vista. Esa formación que tuve, tan íntegra, fue maravillosa; y creo que no pudo ser en un mejor contexto, que en el de la Universidad Nacional. Esos cinco años fueron lo mejor que me ha pasado en la vida; pese a las dificultades, a lo dura que podía ser Bogotá en ese entonces, con gente como yo. La Universidad era como un resumen del país. Había gente de todos lados, de todas las razas y de todas las clases sociales, lo cual creaba un ambiente de crítica, de conflicto, de debate, que para mí fue definitivo. Además, la Universidad se convirtió en mi casa; por mi puntaje, conseguí una habitación dentro de sus residencias para estudiantes en el Edificio Uriel Gutiérrez, y así, vivía de mañana a media noche todas sus posibilidades culturales, tanto dentro como por fuera de clase. Los grupos de teatro y de música que pasaban por Bogotá se hospedaban, comían y se presentaban en los espacios de la Nacional. Además, me tocó ver el Museo de Arte Moderno dentro de la Universidad Nacional. ¿A qué más podía aspirar?

 

H.J: Aún vivimos en una sociedad regionalista, racista y clasista. Pero hace cincuenta años debió ser mucho peor.

C.H: Claro. Pero eso es por pura ignorancia, porque no nos conocemos. Creo que los primeros tres meses en Bogotá fueron los más duros. Todas las tardes lloraba. Sin embargo, no me arrepiento, nunca, de haber estudiado en la Facultad de Humanidades de La Nacional. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi tiempo y mi contexto? ¿Cuál es mi momento y mi ubicación? Eso, de hecho, es lo mismo que nos preguntamos los artistas hoy en día, y desde mi carrera, a comienzos de la década del setenta, empecé a pensar en eso.

 

H.J: ¿Nunca intentó pasarse a Bellas Artes?

C.H: Sí, pero hubo una persona que no me lo permitió. Yo veía Historia del Arte en la Facultad de Arte, como una electiva; y ahí se me ocurrió meterme a estudiar Arte. Así que un día, me llevé mi folder con lo que yo hacía, para mostrárselo a un profesor a quién le dije: “Yo no soy alumno de Artes, yo estudio Ciencias Humanas; pero quiero entrar a su materia. Por favor, mire lo que yo hago”. Y él me dijo: “No. Usted no va a entrar a mi clase. Usted no va a estudiar arte. Siga haciendo lo que está haciendo, y siga dibujando”. Este profesor se llamaba Edgar Silva, y era famoso en aquel entonces, porque se había ganado la Bienal Coltejer con unos paisajes gigantes, hechos con los colores primarios. Lo que hizo conmigo, no lo entendí en ese momento. Mucho después, él me dijo: “Yo lo salvé a usted. Lo guíe para que fuera lo más diferente que existe en el mundo del arte; porque si se hubiera metido a estudiar conmigo, hubiera terminado como todos nosotros”. Eso me lo comentó mientras visitamos un Salón Cano, y agregó: “Mire como empiezan los de los primeros semestres, qué maravilla, qué originales, qué atrevidos que son; y mire ya como están de dóciles y alienados en los últimos semestres”. De Silva no aprendí una técnica; aprendí que uno debe ser uno mismo, y que de cierta manera uno debe ser insolente, libertario. De la misma manera, he tenido a otros artistas cerca que sin ser mis profesores, han sido definitivos para mí. Es el caso de Antonio Grass. Él era pintor, diseñador gráfico, profesor, investigador, e hizo una serie de libros sobre el diseño precolombino. Y yo creo que nunca he oído a una persona más lúcida, hablando sobre las esencias y las sutiles diferencias, presentes en el arte y el diseño. Además, era un tipo con una rigurosidad asombrosa y una fuerte convicción ética.

 

H.J: ¿Cómo conoció a Grass?

C.H: Fue a través del grupo que tenían Edgar Silva, Germán Rubiano, Marta Granados y Fanny Buitrago. Fanny también era costeña, y fue ella quien me presentó a Antonio. Lo que más me impresionó de él, fue su determinación de alejarse del mundo del arte. Recuerdo que me decía: “Son cosas muy distintas el arte y el mundo del arte. El mundo del arte es extra-artístico, es otra cosa”. Quizás, por eso, tomó la decisión de alejarse completamente de todo y se encerró, desapareció… y él aún está vivo. En mi caso, a usted la ha tocado escuchar una serie de referencias, que han sido más de la vida que de la Academia; a fin de cuentas, yo nunca hice parte de Academia alguna. Y ahora, me es obligatorio recordar a Carlos Rojas, quien me regodeó con la estética, con el gusto, con el placer. Él vivía cerca de mi casa, y yo le huía porque tenía fama de irascible, de que no le gustaba nada, y menos el arte figurativo. Hasta que no tuve más remedio, que dejarlo entrar a ver mis obras. Cuando Carlos vio mi trabajo, tan cercano al arte popular, me dijo: “Yo empiezo desde aquí, desde lo que usted hace, desde lo popular. Por ejemplo, las pinturas de mi serie ‘Colombia’ pueden ser vistas como un paisaje o como un tejido, pueden ser la hamaca o la estera”. Carlos me enseñó, que tanto los garrochadores parientes de mi madre, como los artesanos parientes de mi padre, somos aptos para disfrutar de su arte, pues nuestra vida esta llena de los colores y formas que le dan su origen. Él logró pasar de la artesanía a la abstracción, de una manera muy refinada. Él fue un esteta genial. Con él aprendí a encontrar la estética en donde menos lo espera uno.

 

H.J: ¿Cuándo expone sus obras por primera vez dentro del mundo del arte?

C.H: Un día, de forma insolente, estando en el Museo de Arte de la Universidad Nacional y viendo una exposición de dibujos de Alfredo Guerrero, me presenté como artista frente a su director, Germán Rubiano. Él se dio cuenta de mi mentira, y le tuve que confesar que hacía mapas, planos, ilustraciones y otras cosas, y muy gentilmente me informó que en La Luis Ángel Arango, había un evento para gente que no había mostrado nunca, y me invitó a que llevara mis trabajos. Era la versión de Nuevos Nombres del año 1978. Yo llevé seis dibujos en plumilla coloreados a lápiz, y fui aceptado. Esa fue la primera vez que mostré en Bogotá mis obras. Así comencé mi carrera como artista.

 

H.J: En la entrevista pasada, Mauricio Villamil lo recordó a usted como su mejor maestro en el Colegio Restrepo Millán ¿cómo llega a enseñar allí?

C.H: Ya con mi título, podía enseñar materias como geografía o historia. Y fue relativamente fácil conseguir un puesto a través de concursos. Yo me presenté tanto al del Ministerio de Educación como al de la Secretaría de Educación, y pasé en ambos. De tal manera, dicté clases en colegios oficiales del distrito, y también en los de la nación; por eso estuve en el Restrepo Millán, donde Villamil me conoció.

 

H.J: ¿Recuerda alguna grata experiencia como profesor?

C.H: Cuando trabajé con la Secretaría de Educación del Distrito, conocí a su directora, la señora Cecilia de Pallini, en una escuelita del sur de Bogotá, sobre el cerro, en Vitelma, donde quedaba el acueducto. Era un barrio muy frío y muy pobre. Siempre he pensado que a la gente hay que cambiarle la visión que tienen del mundo, porque generalmente es muy estrecha; y a la vez, siempre he pensado que hay que potenciar los mundos interiores, que todo el mundo tiene, y que son tan profundos. Por eso, en aquella escuelita, inventé un mundo dentro del aula. Recuerdo que pinté las paredes prefabricadas como si fueran de piedra y de ladrillos, como si tuvieran enormes ventanales con vista a un paisaje lleno de vegetación. El salón era una fábula visual. Cuando Cecilia de Pallini entró a mi clase, no podía creerlo. Entonces me dijo: “Profesor, necesito que usted trabaje conmigo”. Así, resulté en la Secretaría de Educación, ilustrando cartillas, textos y exámenes con mis dibujos.

 

H.J: ¿Dónde más a dictado clases?

C.H: Yo dicté clases de Diseño en Taller Cinco y en la Tadeo, por muy corto tiempo. No sé cómo será hoy en día, pero en ese momento notaba que faltaba la pasión que teníamos cuando estábamos en la Universidad. Pese a que tuve alumnos maravillosos; sabía que dictaba clases para muy poca gente dentro del aula.

 

H.J: Usted fundó en Montería un Museo de Arte Contemporáneo. Me parece que en parte, ese es un proyecto educativo. Hábleme de eso.

C.H: El Museo Zenú de Arte Contemporáneo (MUZAC) de Montería, se concibe en colectivo, aunque fui su principal gestor. Yo hice muchos talleres con el Museo Nacional, con el Ministerio de Cultura, con el Banco de La República, a veces en regiones muy apartadas del país. Y nunca había querido hacer nada en mi región, hasta que Liliana González, de la Red Nacional de Museos, me pasó unos documentos que evaluaban los museos del país, sus dificultades, el porqué muchos no concretan su misión. Luego, asistí a una conferencia de una española que habló de los Museos del ICOM, esa organización que agrupa a los grandes museos alrededor del mundo. Ella nos contó que en Europa también hay museos que son elefantes blancos, que no hacen nada sino gastar dinero. Y luego, nos mostró una serie de estrategias alternativas que lograban superar con creces las mecánicas y los fines de los museos tradicionales: museos virtuales, espacios independientes, museos sin sedes fijas. Así, hace ocho años, con aquella información y teniendo en cuenta la situación política, económica y social, tan complicada del departamento de Córdoba, convoqué desde Bogotá a un colectivo de amigos con quienes finalmente maduramos y ejecutamos el proyecto del MUZAC. Aclaro: El MUZAC no es un museo, porque no tiene colección, ni sede fija; pero muestra obras y artistas, que de otra forma no se verían en la región. Hemos hecho exposiciones temáticas, colectivas, individuales, antológicas, hemos hecho milagros. Los ocho años que llevo con el MUZAC han sido maravillosos. Creo que todos hemos aprendido mucho, la junta directiva, el colectivo con quienes lo armamos; pero no creo que haya alguien que haya aprendido más del MUZAC que yo.

 

H.J: ¿Qué se necesita para ser un buen profesor, un buen educador?

C.H: Creo que quien dirige un taller o un curso, debe ser una persona con un bagaje que le permita ir mucho más allá de los temas de su clase, de la técnica, de lo que va a impartir. Nunca sobra -y eso es lo que tienen en común las personas que le he enumerado- esa amplia y generosa riqueza de saberes. Por eso, un maestro maduro aporta tanto, a sus estudiantes y aprendices, por sus experiencias y conocimientos acumulados a través de los años, a lo largo de su vida. Cuando decidí meterme a hacer mi investigación para el libro “Tambucos, Ceretas y Cafongos”, que son empaques del caribe colombiano, me preguntaban: “¿Pero, eso qué tiene que ver con arte?”. Y lo mismo pasó, cuando me metí en el proyecto de “Uré, Pezuña y Bahareque”, e hice una convivencia en un palenque de negros que comparten su espacio con una comunidad indígena. Bueno, luego resultó siendo una obra que expuse en el Museo de Arte de la Universidad Nacional. Todo esto, es para decir, que el trabajo de un artista no es solamente producir objetos de arte. Y eso lo debe tener claro un buen educador.