Fernando Escobar

FERNANDO ESCOBAR EN “OTROS SALONES”.

Entrevista publicada en la edición #57 del periódico Arteria. Marzo, 2017.

Versión extensa.

 

Humberto Junca: ¿Recuerda alguna experiencia educativa que haya sido importante para usted, dentro o fuera del salón de clase, dentro o fuera de la Academia?

Fernando Escobar: No sé muy bien cómo la gente construye su propia memoria, pero yo tengo algo así como un nudo de afectos, un nudo de sensaciones. Haciendo tácito quién soy yo en este momento, pues debo hablar de mi paso por la Escuela de Artes de la Universidad Nacional. Y muy recién entrado, me impactó tremendamente una exposición en el Museo de Arte del Banco de La República que se llamó “Ante América”. Era 1992 y yo llevaba apenas un mes de haber entrado a la Escuela de Arte de la Universidad Nacional, con todas esas ideas con las cuales uno entra que pueden pasar por lo romántico, lo cursi o lo completamente fuera de lugar; y me encontré con una exposición tremenda que me exigía muchísimo y que rompía con todos esos ideales que tenía sobre lo que debe hacer un artísta. Esa exposición me trastornó. Durante mi infancia y mi primera juventud lo que asumía que era “arte” tenía que ver con lo que me enseñaron los jesuitas en el colegio San Bartolomé, donde recibí una formación artística en dibujo, pintura, modelado. Creo que se llamaba clase de Bellas Artes. En aquel colegio que promovía una formación humanista, el arte era un campo de conocimiento al que tocaba prestarle atención. Recuerdo que tenía una pinacoteca muy chévere con pinturas del barroco americano y yo observaba esas piezas todos los días, desde muy niño. Entonces, la idea que yo tenía del arte se relacionaba con todo eso: el oficio, la destreza, el buen manejo del color… y pensaba que el chiste radicaba en la mímesis, en la destreza manual y en la capacidad del ojo para capturar detalles y traducirlos a la pintura, a la escultura o al dibujo. Entre los ejercicios que nos ponían a hacer en el colegio, tocaba copiar obras y estudiar periodos artísticos; para mí la cosa comezaba y terminaba ahí. Pero “Ante América” me puso en otro lugar. Yo jamás me había preguntado: ¿en dónde habían nacido las ideas de lo que era y no era arte? Y ¿cómo habían llegado esas ideas a estas tierras? En “Ante América” estaba claro que nosotros, los colombianos, no somos occidentales de primera mano. En esa exposición encontré una infinidad de operaciones críticas que me generaron mucha inquietud e incluso alegría, sentía cierto tipo de placer viendo esas obras tan críticas. Y además, había cantidad de técnicas y soportes. Recuerdo esos grandes dibujos en carboncillo y pastel de Enrique Chagoya, junto a la intervención de Antonio Caro; o los trabajos de Beatriz González al lado de la obra de Luis Camnitzer. En fin, aquella exposición me abrió todo un mundo. Y esta experiencia la tengo que anudar a las preguntas que, en ese mismo momento, nos hacía en clase María Elena Bernal, como: ¿De dónde viene nuestra idea del arte? Y si de alguna manera eso que llamamos “arte” no nos es propio, nos ha sido impuesto, ¿qué se puede hacer desde ahí? Esto cambió mi sensibilidad, cambió las jerarquías y los gustos que tenía y me lanzó decididamente hacía otro tipo de prácticas: el trabajo con lo popular, el trabajo dentro de comunidades, el trabajo colaborativo, lo pedagógico, la posibilidad de transformación del mundo material.

 

H.J: ¿Cuántas veces visitó esa exposición?

F.E: Como unas seis veces. En aquel entonces tenía diecinueve años y ganas de comerme el mundo y no me perdía nada. Iba a todas las exposiciones y a todos los eventos posibles. Intentaba entender cuáles eran las implicaciones de estudiar la carrera que había escogido.

 

H.J: ¿Cómo se decidió a estudiar arte?

F.E: Eso tiene que ver con otra experiencia vital límite: yo presté servicio militar siendo menor de edad, entre 1990 y 1991. Un momento muy complicado en el país: proceso de paz, guerra contra el narcotráfico y Asamblea Nacional Constituyente. Prestar servicio me disciplinó, pero también produjo una revisión de una serie de valores que asumía como inamovibles, pues tuve un montón de experiencias que me hicieron reflexionar sobre la muerte, la violencia, la justicia, los valores con los que había sido educado. Y el arte frente a todo esto, era una opción tremenda. Tomé el estudiar arte como una decisión política, pues ejercitaba mi libre albedrío y me pensaba ofreciendo salidas a la sinrazón desde un lugar insospechado. Prestando servicio me di cuenta que este es un país violento, desigual, extremadamente intolerante y entendí que esto se debe a un desorden, a un malentendido que aceptamos como algo natural, que está bien y que nos lleva a pensar que la vida humana no vale nada. Y me di cuenta que seguir reproduciendo de manera obvia ese esquema, ese “ordenamiento”, sería la salida más fácil. Yo creo que al haber prestado servicio me hice sujeto: me empoderé, asumí y decidí.

 

H.J: Y se resistió. Su decisión de estudiar arte fue un ejercicio de resistencia.

F.E: Sí. Sobre todo eso.

 

H.J: ¿Qué dijeron sus padres al informarles que iba a estudiar arte?

F.E: Dijeron: “¿En serio?”

 

H.J: ¿Qué hacen sus padres?

F.E: Mi papá, Célimo Escobar, estudió derecho. Fue funcionario público 42 años, hasta que se jubiló. Mi mamá, Gloria Neira, se dedicó a criarnos. Recuerdo que mis padres estaban suscritos al Reader’s Digest y también tenían libros de Novosti (la Agencia Rusa de Información) porque un primo de mi mamá salía con una periodista que trabajaba para dicha organización y nos regalaba publicaciones increíbles de ciencia, fotografía, geografía. Había un montón de libros en casa y me gustaba ojearlos, leerlos e intervenirlos, incluso. Recuerdo que le completé el cuerpo a todos los animales a los que les habían dibujado sólo la cabeza, en el libro dedicado a la fauna de la enciclopedía “Mis Primeros Conocimientos”. Ya más adelante, recuerdo haber leído “Colmillo Blanco” y “La Isla del Tesoro”. Luego me aficioné a las novelas de terror y de ciencia ficción. Me encantaban Edgar Allan Poe e Isaac Asimov. Después leí a Tolstoi. Y los últimos años del colegio me metí de cabeza en la filosofía. Encontré unos libros de Nietzsche y Schopenhauer en la casa, eran mis favoritos; tanto así que en el colegio, en clase de filosofía, me permitieron trabajar a Schopenhauer durante un año completo. Aquí tengo que agregar que la clase de literatura también era buenísima: íbamos por años, estudiando literatura clásica, latinoamericana, literatura española, colombiana… y cada año teníamos que leer, obligatoriamente, cinco libros. Creo que mi pasión por la lectura también se la debo a los jesuitas.

 

H.J: Ellos también son medio militares.

F.E: Tal cual. Son La Compañía de Jesús. Son, de manera muy resumida, el ejército que está detrás del Papa.

 

H.J: El servicio social también es importante para ellos. 

F.E: Sí. Recuerdo que algunas clases de filosofía eran dictadas por seminaristas que también estaban inmersos en programas de apoyo a la comunidad, interviniendo en lugares en crisis, acompañando procesos de organización ciudadana; ese era su trabajo como misioneros. De alguna manera, estando en el colegio, me alcanzó a tocar un último coletazo de la Teoría de la Liberación. Así, leí textos de Leonardo Boff, por ejemplo. Por tanto, algunas de las tareas del colegio implicaban visitar espacios específicos y pensar en intervenciones in situ para solucionar sus carencias. De tal manera, conocí lugares de la ciudad muy pobres, completamente precarios. Y lo que sugerían en el colegio era que ninguno de nuestros logros tendría sentido si dejábamos que la pobreza continuara. Entonces, sí, yo tuve profesores, que sin nombrarlos, nos compartían las ideas de transformación social de Hélder Câmara o de Paulo Freire. Todo esto me influenció bastante.

 

H.J: ¿Recuerda algún libro que haya leído en la universidad que haya sido importante para usted?

F.E: Recuerdo especialmente un libro que recibí en la premiación del primer Salón Cano en el que participé y en el que gané una mención de honor. El premio consistió en varios libros, y uno de ellos era La no simultaneidad de lo simultáneo: posmodernidad, globalización y culturas en América Latina de Carlos Rincón. Me devoré ese libro y me acompañó muchos años en mi trabajo como artista y profesor. También debo mencionar las obras de teatro de Bernard-Marie Koltès que leí para una clase de profundización en escultura con Rolf Abderhalden. ¡Son tremendas!

 

H.J: ¿Hubo otra exhibición notable, que haya visto mientras cursaba su pregrado?

F.E: Recuerdo a Meyer Vaisman, con otra súper exposición en el Banco de La República. Esa era ya la cresta de la ola, o mejor, la espuma de la cresta de la ola de la postmodernidad. Eran piezas casi hechas con el manual del buen postmoderno: mezcla de alta y baja cultura, nada manufacturado, todo apropiado, rebosante de humor. Él es un artista nacido en Venezuela pero formado en Estados Unidos, un transterrado de la generación, y compañero, de Peter Halley, de Jeff Koons y de Ashley Bickerton; un sujeto similar a Camnitzer. Muy desabrochado y a la vez, impecable.

 

H.J: ¿Recuerda algún profesor o alguna clase importante para usted?

F.E: La entrada de Gustavo Zalamea a la Nacional fue fundamental. Lo invitaron a ser parte del profesorado gracias a un concurso de méritos dentro de la celebración de los 125 años de la Universidad y resultó ser un aire bastante fresco, dentro de una Escuela más que polarizada, bipolar. Él armó el Taller de la Ciudad, un espacio realmente transversal que para mí fue importantísimo. Recuerdo que trabajé, inicialmente, en asocio con Juan Pablo Fajardo, quien hizo la primera parte de su carrera en la Nacional. Llevamos a cabo un proyecto de monumentos que se exhibió en la Galería Santa Fe en la exposición Arte Para Bogotá. Y estábamos chiquiticos, cursando cuarto o quinto semestre. Ya en aquel momento yo estaba entregado a la producción de objetos e imágenes dentro de la cultura popular; cosas que intentaba poner en diálogo con los mitos de la “alta cultura” y del “Arte”. Ese fue mi proyecto durante el resto de la carrera.

 

H.J: Recuerdo una pieza suya, como unos vidrios de buseta, con iconografía popular, expuestos en un Salón Cano.

F.E: Eso fue en 1994. Hice un conjunto de imágenes populares aplicadas sobre vídrios, todas diseñadas con sección áurea. Esa fue mi primera exposición. Con esa pieza gané mención y por eso la mostré, un año después, en el Salón de Arte Interuniversitario de la Tadeo.

 

H.J: En algún momento, usted se vuelve más investigador o curador que artista. ¿Cómo se dio ese cambio?

F.E: Desde el pregrado empecé a hacer otras cosas. Recuerdo que terminé haciendo el diseño de la exposición de los que estaban un semestre arriba. Yo me considero un artista en ejercicio; sólo que ahora produzco en diferentes flancos. Tal cual se define Lucas Ospina, yo también soy “artista, etcétera”. A mi generación y a la suya les tocó hacer de todo porque no habían espacios de exhibición, porque el mercado estaba quebrado _el narcotráfico había asolado todo y por eso, repito, fue tan importante el Taller de la Ciudad, que invitaba a recuperar Bogotá, invitaba a ganarle la ciudad al miedo_ por eso, además de artistas, nos volvimos productores, gestores, curadores, profesores.

 

H.J: Cuénteme un poco más sobre el Taller de la Ciudad de Gustavo Zalamea.

F.E: La idea en ese taller era hacerse una serie de preguntas sobre Bogotá y materializarlas empleando algún tipo de narrativa o de poética, si se quiere. Para ello se podía emplear cualquier medio. Estas preguntas implicaban una experiencia directa de la ciudad. Y en algunos casos, cuando el proyecto lo permitía, Gustavo nos invitaba a diseñar y a imprimir una postal. Y luego las hacía circular. Esa clase era un espacio de reflexión sobre el entorno inmediato. Cosa importante en aquel momento: no estábamos hablando de arte; hablábamos de vivir en Bogotá. Algunos trabajaron la imagen de la ciudad desde la ventana del cuarto, o a partir de la literatura, o a partir de la historia.

 

H.J: ¿Usted nació en Bogotá?

F.E: Sí. Aunque en El Espectador hayan escrito que soy “artista y curador paisa”. Yo nací en Bogotá y soy hijo de bogotanos.

 

H.J: ¿Qué imagen tiene usted de Bogotá?

F.E: Bogotá tiene una apariencia taciturna, casi grave. Tiene un carácter a veces intratable, inflexible. Posee un temperamento intranquilo, que la hace sistemáticamente indisciplinada. Bogotá tiene una apariencia austera y circunspecta. Es puntillosa pero discreta. Es simpáticamente harta. Su imperturbable cielo gris azulado contrasta con la marcada sensibilidad de sus habitantes, que viven a punto de estallar (o eso le hacen creer al resto).

 

H.J: ¿Cuándo comienza a enseñar?

F.E: En enero de 1999, un mes después de haberme graduado, gracias a que Natalia Gutiérrez me invitó a que hiciera parte del grupo de profesores de la Tadeo. Está claro que la Escuela, la Academia me interesa. Me interesa la Universidad y quiero permanecer vigente dentro de ella, pues concidero que es una de las últimas trincheras desde donde se puede resistir, hacer contrapeso y tratar de cambiar el estado de las cosas.

 

H.J: Por eso, además, continuó estudiando.

F.E: Sí, estudié Geografía Humana. Este campo no tiene mucha tradición en el país. Su origen es anglosajón. Así, me formé como investigador en Ciencias Sociales. Y acabo de terminar un doctorado en Estudios Urbanos en la Universidad Autónoma Metropolitana de México.

 

H.J: ¿Hay alguna experiencia que lo haya marcado en esos postgrados?

F.E: Al cursar esos postgrados corroboré cierto temor: que las personas que no son cercanas a la red de servicios y contraservicios de las prácticas artísticas tienen unos imaginarios sobre el arte y los artistas, que son respetables; pero también son discutibles. Los expertos somos nosotros, los que estamos metidos en esto. Me llamaron mucho la atención esas subrepresentaciones que los científicos sociales tienen del arte. Ser el blanco de sus prejuicios fue algo fuerte. La mayoría pensaba que yo era “bruto como pintor”. Tuve que aguantar la sospecha permanente de ser un diletante sin ningún tipo de formación seria; pues el arte es fiesta, disfrute y expresión.

 

H.J: Es curioso, es el mismo imaginario sobre el arte que muchos colegiales tienen.

F.E: Exactamente. Pero el problema es que ellos, mis colegas, los científicos sociales, educan gente con ese imaginario. Eso fue increíble. Y fue muy duro convencerlos que desde las prácticas artísticas sí es posible decir cosas… y que dichas prácticas artísticas  pueden, además, hacerle preguntas a otros campos de conocimiento. Esta fue una experiencia confrontadora y a la vez enriquecedora.  Tanto las ciencias sociales como el arte tienen confines y son imperfectos, son insuficientes para explicar la vida humana. Pero en su mitología íntima, en su ser más profundo, ambos están convencidos que sí, lo explican todo.

 

H.J: Ahora está enseñando en la Escuela de Artes de la Nacional de Medellín.

F.E: Sí. La mayor parte de mi vida docente la había dedicado a las escuelas de arte en Bogotá. Enseñé en la Tadeo, en Los Andes, en la Javeriana, en la ASAB, en la Pedagógica. El campo social en el que está inmerso el proceso de formación profesional del arte en Bogotá es totalmente distinto al de Medellín. El tamaño y la diversidad que hay en Bogotá es mayor al de otras ciudades; aunque nos quejemos y digamos que ho hay dónde mostrar, que no hay dónde circular. En Bogotá, cada vez hay más y esto la hace más heterogénea y diversa que Medellín. Y en las instituciones educativas bogotanas, de alguna manera se ha “profesionalizado” la formación del arte. Sin embargo, en Bogotá, adolescemos de un Museo de Arte Moderno y de un Museo de Arte Contemporáneo que se compadezcan del tamaño de la ciudad y de la cantidad de productores e investigadores que tiene; mientras en Medellín, están dos de los museos que mejor funcionan en Colombia, con programas museológicos clarísimos, con investigaciones y curadurías muy interesantes, con estupendos procesos de gestión y administración. Tanto el Museo de Arte Moderno de Medellín como el Museo de Antioquia son “Museos”, en toda la extensión de la palabra. Pero en las universidades de Medellín, sí hay cosas por hacer y eso crea un ambiente de trabajo totalmente distinto y que encuentro apasionante.

 

H.J: Cuando dicta clase, ¿qué quiere que le quede claro al estudiante?

F.E: Me interesa que entienda que el arte es un campo de formación profesional y que por tanto, responde a una delimitación disciplinar que distingue esta forma de hacer y de pensar, de otras, incluidas en otros campos del saber. Y como esto es así, el ser artista exige unos conocimientos mínimos, básicos, para operar con suficiencia en dicho campo. Por tanto, hay que conocer, poner en práctica y digerir críticamente, en contexto, toda una tradición de saberes y una acumulación de quehaceres. Si uno no reconoce el campo en el cuál está, si uno no sabe cómo se construyó, si uno no sabe cuáles son sus agentes y sus recursos, si uno no sabe qué hacer para actualizarlo, para transformarlo… ¡uno está perdido! Todo estudiante necesita conocer y aprender unos insumos básicos. Y estos no llegan por vía “inspiración”, ni por vía “genialidad”, ni por vía “galería. El arte no es el brillo del flash en las páginas sociales de las revistas de farándula, ni es definido por el precio que tenga una obra; el arte es un campo específico del conocimiento. Por eso se enseña en la universidad.

 

H.J: Entonces, usted cree que se puede enseñar a ser artista.

F.E: Se puede enseñar la trayectoria histórica a través de la cual se conformó eso que denominamos “arte”. Uno puede explicar los valores, que permitieron legitimar tal o cual producción en cierto momento de la historia de la humanidad. Pero, ¿cómo se puede enseñar lo que aún no ha ocurrido, lo que uno no puede controlar? El sentido, los valores futuros, las maneras por venir del arte no se pueden preveer; a menos que, estuviésemos en un estado totalitario o fuésemos pintores de la corte. El presente está en cambio contínuo. Así, diferentes fuerzas sociales van resignificando, van actualizando los valores asociados al arte. Y estos valores, recalco, para bien o para mal, están fuera del aula, por fuera del control de la academia.