Jaime Cerón y Humberto Junca

CONVERSACIÓN CON JAIME CERÓN, PARA “OTROS SALONES”

 

Esta charla fue publicada en la edición # 50 del periódico Arteria. Agosto, 2015.

Versión corregida, tuteada y aumentada.

 

Jaime Cerón: Hoy pregunto yo, invirtiendo la lógica de este espacio, que ahora podría llamarse, “El cazador cazado”. ¿Por qué estudiaste Arte?

Humberto Junca: Yo me presenté a la Nacional porque quería estudiar Cine y Televisión. Era 1986, estaba terminando sexto de bachillerato, y leí en el periódico que por primera vez en el país, iba a haber una carrera oficial de Cine, gracias a la cooperación entre Colcultura, que ya no existe, FOCINE, que tampoco existe, y la Universidad Nacional.

J.C: Que tampoco existe.

H.J: A duras penas existe. Así, fui a inscribirme porque me encanta el séptimo arte. Mis padres me llevaron a cine desde que era niño, a ver películas animadas como La noche de las narices frías, La dama y el vagabundo, Bambi… y luego, más grandecito, mi papá me llevó a ver películas del oeste y películas de guerra. Desde entonces, me encanta ir a cine, me encanta meterme a esa caverna oscura, a ver sombras y proyecciones de personas y cosas que no están ahí. Pero, en la Nacional me dijeron que la carrera se demoraba un año en abrirse. Al ver mi cara de tristeza, la persona que atendía me dijo: “Usted puede meterse a cualquier carrera de la Facultad de Artes, que es donde va a estar Cine y Televisión; y existe algo que se llama homologación de materias: si tiene buenas notas, puede, después, hacer que le valgan clases que ya vio como parte de la carrera de Cine, y así no pierde tiempo. Si quiere, puede meterse a Arquitectura, o a Música, o a Bellas Artes”. Yo no era el mejor dibujante de mi curso, en el colegio, pero tampoco lo hacía mal. Así, lo decidí: metámonos a Arte. Para poder homologar, obedecía al pie de la letra todo lo que me decían y no tenía esa actitud atravesada o displicente, que tenían otros frente a los profesores y las clases. Mientras tanto, pasaba, de vez en cuando, frente al edificio de Cine, que quedaba ¿te acuerdas?, por allá, por los lados del estadio. Y yo veía eso como en obra negra, y como chiquito, y pensaba: “Esto se ve muy mal, y yo estoy chévere en Arte; más bien, espero a que llegue la primera cohorte de cine y les pregunto cómo ven la carrera”. Y así lo hice. A los que entraron les pregunté, y todo el mundo me dijo que la carrera estaba fatal: los profesores pésimos, que no había equipos, que solo había una cámara de cine y se la soltaban a la gente como hasta séptimo semestre. Entonces, me quedé en Bellas Artes.

Y tú, ¿porqué estudiaste Arte?

J.C: De niño quería ser artista, o mas bien pintor; porque me gustaba dibujar y porque tenía unos primos mayores que eran artistas. Al entrar al bachillerato, dije que quería estudiar Bellas Artes en la Universidad Nacional, y todo el curso se rió. Sin embargo, seguí con esa idea, hasta que en noveno grado empecé a pensar en estudiar Ciencias Políticas. Pero después de salir del servicio militar decidí estudiar arte.

H.J: ¿Prestar el servicio militar te ayudó en algo, aprendiste algo allí?

J.C: Para lo único que me sirvió fue para valorar al máximo cualquier oportunidad de tener un rato de ocio.

¿Qué personas crees que han influido en las concepciones artísticas presentes en tu trabajo?

H.J: Si pienso en mis pupitres, pues tengo que señalar desde los grafitis que hacían mis compañeros en el colegio, hasta los muebles pintados de Beatriz González. Un montón de gente ha influido en mi. Ni de niño, ni de adolescente tuve los grandes libros de arte en la casa, tampoco fui a exposiciones; entonces, estoy en deuda con lo que aprendí en la carrera, con mis profesores. En mi colegio había una clase de dibujo muy regular, donde tocaba hacer puras planchas en octavos de bond. Nunca nos pusieron a pintar. Pero tenía a un amigo que era excelente dibujante, Jahir Aristizábal. A Jahir le debo mucho. Hacíamos una especie de pulso a ver a quién se le ocurrían las mejores ideas, a ver quién dibujaba mejor y él la mayoría de las veces la sacaba del estadio. Y quizás, mi primera influencia fue mi papá, Humberto Junca Pinilla. A él siempre le gustó el dibujo, trazaba con su pluma garabatos muy fluidos en servilletas o en cuadernos, que yo tenía que identificar -es un carro, es un rodadero- antes de que él los acabara. Recuerdo que cuando cumplí 14 años, me regaló un método para pintar a la acuarela; para que no me aburriera en vacaciones. Generalmente, mi mamá me llevaba a la costa, y ese año no hubo plata. Hice la cabeza de un caballo, que me quedó increíble. Me sentí muy orgulloso con el resultado; ahí comprobé que dibujar y pintar me daba placer. Creo que luego, mi papá se culpó mucho cuando supo que yo iba a estudiar Artes Plásticas, como que sintió que el tiro le salió por la culata. Él nunca estuvo de acuerdo con que me hubiera inscrito en esa carrera; él quería que estudiara algo que fuera más “aterrizado”, como Arquitectura o Diseño Gráfico.

J.C: ¿Y tu mamá qué dijo sobre eso?

H.J: Como yo era tan independiente, tan ñoño, mi mamá confiaba completamente en lo que hacía. Cuando le comenté a qué me había metido, ella simplemente dijo: “Ah, bueno”. Una semana después de haber comenzado en la Universidad la escuché hablando por teléfono: “Sí, sí, Humbertico entró a estudiar una cosa así como diseño de envases plásticos”. Yo ya le había tratado de explicar sobre la plasticidad de la materia, y creo que le conté algo de la clase de Diseño Básico, y ella sacó sus propias conclusiones. Hace poco me enteré que sí se preocupó mucho; posiblemente después de hablar con mi papá, pues llamó a sus amigas muy estresada porque me había metido a Artes. Pero ella a mí, nunca me dijo nada.

J.C: ¿Cómo se llamaba tu mamá?

H.J: Leonor Casas Beltrán.

Y ¿tus padres te apoyaron cuando les dijiste que ibas a estudiar arte?

J.C: A mi papá, Helí Cerón, le gustó más la idea que a mi mamá, pero terminaron siendo muy solidarios conmigo. Mi mamá, Lucila Silva, hasta me ayudó a hacer varios ejercicios y mi papá iba y me compraba los materiales donde fuera necesario, hasta el último semestre.

H.J: ¿Qué artistas te gustaban cuando entraste a estudiar Arte?

J.C: Durante el bachillerato, tomé como electiva una clase que consistía en copiar en dibujo, en blanco y negro, obras de una colección de arte editada en fascículos y que abarcaba varios siglos. Uno iba a la biblioteca, buscaba los fascículos y seleccionaba una obra, y hacia la copia a lo largo de varias clases. Recuerdo que hice un Rembrandt, luego un Kandinsky, un Siqueiros, un Carlos Carrá, incluso hice a La Mona Lisa. Por último, hice un Matisse con temperas de colores, que extrañamente, se parecía muchísimo al cuadro original. Por otro lado, recuerdo que me impresionó mucho, durante mi adolescencia, haber encontrado en la Enciclopedia del Arte Salvat, una imagen que vi a los 8 o 9 años de edad en el Museo de Arte Moderno, cuando quedaba en el Planetario, y que años más tarde supe que era de Santiago Cárdenas. Creo que el impacto que me causó haber visto personalmente esa obra, que aún recordaba desde mi infancia, fue una de las motivaciones mas fuertes para haber ingresado a la carrera de Arte; y de hecho, fue el origen del primer proyecto de curaduría que realicé, que se llamo Irrealismos y que se presentó en la Galería Santa Fe, en el Planetario, mas o menos 20 años después de ese encuentro.

¿Qué profesores fueron importantes para ti en la carrera?

H.J: Recuerdo mucho a Edgar Silva quien nos dio Dibujo Artístico. Él me enseñó, a través del dibujo del modelo, en caballete, a manejar el carboncillo, a acotar, a representar el volumen, me enseñó sobre el valor de la línea y del trazo. Y recuerdo mucho a Balbino Arriaga, profesor de Diseño Básico. Me pareció un maestro estupendo, apasionado. El daba esa clase a dos voces.

J.C: Daba esa clase con Libio Robles.

H.J: Sí. Libio Robles. Cuando iban los dos esa clase me parecía muy divertida. Me gustó mucho ese ejercicio del estudio de un elemento natural, de frente, por detrás, de perfil, por arriba, por abajo, a lápiz, en tinta, a color, realista, geometrizado…pero, lo que más recuerdo, era que tenían mucho sentido del humor y podían ser, sin perder su autoridad, chistosos y desfachatados. Nosotros fuimos recibidos por una academia decimonónica, centrada en la idea del artista genial, virtuoso, original, con su propio estilo…

J.C: Con oficio.

H.J: Exactamente. Pero a mitad de carrera, ¿te acuerdas? Hubo cambio de rector y este cambió al director de la Facultad y este a su vez nombró a Mariana Varela como directora de carrera. Y ella lo primero que hizo fue jubilar a un montón de estos profesores viejitos que ya no mostraban en ningún lado, que se habían quedado dando clases…

J.C: Que ya no trabajaban como artistas… y a veces, ni como profesores.

H.J: Exactamente. Y Varela decidió contratar a artistas que en ese momento fueran importantes en la escena plástica bogotana. Recuerdo que entraron Miguel Ángel Rojas, Raúl Cristancho, Diego Mazuera y Doris Salcedo.

J.C: Junto a Marta Rodríguez y a María Morán. Y más adelante entraría José Alejandro Restrepo.

H.J: Miguel Ángel Rojas fue la primera persona que me habló de readymade. Eso fue maravilloso. Imagínate no saber de Duchamp hasta quinto o sexto semestre.

J.C: Yo no supe de Duchamp, nada de nada, hasta que me gradué. Mejor dicho, entendía algo; pero muy poco y muy distorsionado.

H.J: Miguel Ángel llegaba con sus libros y nos mostraba imágenes y nos proponía ejercicios muy interesantes, que a algunos de nosotros, en un primer momento nos parecían locuras. En esa clase aprendí mucho de compañeros como Alberto Baraya o como Berta Ibáñez. El ejercicio que hizo Berta de readymade fue divino: la idea en este trabajo era tomar un objeto, un elemento, cambiarle su posición o su ubicación cotidiana, de uso y cambiarle el nombre para que uno lo empezara a ver de otra forma, como otra cosa, incluso como obra de arte. Y Berta, ¿te acuerdas que ella tenía un cabello negrísimo, azabache, que llevaba la mayoría del tiempo en una trenza larguísima, muy parecido al tuyo? Pues para este ejercicio ella se cortó el pelo, se cortó la trenza y la mostró dejando que se ondulara, encima de una tela blanca y le puso de título Ofelia. A todos nos pareció un trabajo precioso. De mi ejercicio ni hablo, fue pésimo, una tontería. Pero la persona que acabó de darme el vuelco, que me hizo preguntarme por la validez de lo aprendido hasta el momento, que me señaló que el arte puede ser otra cosa fue Doris Salcedo. Ella nos enseñó, en una carrera obsesionada por la estética, la importancia de la ética; nos recalcó la importancia de asumirnos como parte activa y consciente de un contexto cultural vivo, que nos ha formado, o deformado, y en el cual podemos incidir con nuestras decisiones y nuestros actos, transformándolo a su vez. Y el haberla conocido se lo debo a que tú me insististe para que me metiera en su Seminario de Teoría Escultórica. Y que yo te haya hecho caso, se lo debo también, a que tú me hiciste parte de un grupo que se puso a traducir del inglés un libro capital que ella empleaba en sus clases: Pasajes de la escultura moderna de Rosalind Krauss. En ese momento, año 1990 o 1991, ese texto no estaba traducido al español.

J.C: Faltaban diez años para su traducción.

H.J: A mi me tocó traducir el capítulo de El doble negativo y aprendí un montón leyéndolo e investigando sobre las obras allí mencionadas y sus autores. Entre otras cosas, la traducción que hay de la Editorial Akal no es tan buena como la nuestra. Ese trabajo lo hicimos con mucha responsabilidad.

¿Cuánto tiempo estudiaste con Doris?

J.C: Estuve solamente un año; pero mis compañeros, estuvieron un año y medio con ella.

H.J: Ella me puso patas arriba. En aquel seminario, nos dio una lista de lecturas al comienzo del semestre, nos propuso a cada uno escoger una diferente, que teníamos que leer y de la cual teníamos que hacer una exposición teórica, ejemplificando el núcleo conceptual del texto escogido, con una o varias obras, que podían ser obras plásticas, o musicales, o cinematográficas, o literarias. Y después, cada uno tenía que hacer una obra plástica, a partir de la lectura escogida. Mientras tanto, ella explicaba otras lecturas por su lado, lecturas de contenido post- estructuralista, críticas respecto a las ideas tradicionales sobre el arte y a lo que se supone hace un artista, lecturas que por supuesto complementaban la bibliografía escogida por los demás. Yo escogí La obra abierta de Umberto Eco, quizás porque era tocayo mío. Mi presentación teórica pasó sin pena ni gloria. Y luego, hice una pieza que tenía litografías del corazón espinado y en llamas, de El Sagrado Corazón de Jesús, impresas sobre cubos de cartulina y montadas al lado de un gran tablero verde que pinté en un panel que me prestaron en el Museo de Arte. Ese tablero, era como el desarrollo en cruz de un cubo, con sus líneas punteadas. Dentro del tablero había textos y fórmulas matemáticas escritas y borradas, una y otra vez. ¿Tú viste esa pieza?

J.C: Sí, me acuerdo. Era como el dibujo de una golosa a partir de un cubo.

H.J: Sí. Ahí ya se manifestaba de forma insipiente, mi preocupación por la educación. Bueno, entregué esa pieza y hablé sobre ella. Luego hablaron mis compañeros, echándome flores. Y después habló Doris y aún recuerdo lo que me dijo: “Humberto, estoy muy preocupada por usted; porque está a punto de graduarse, y aún no sabe lo que hace. Una de dos, o todo lo que usted nos dijo es mentira y su trabajo está en lo cierto; o su trabajo miente, y todo lo que usted nos dijo es verdad. Pero de una forma u otra, ¡no hay congruencia entre lo que usted nos dijo y esto que está acá!” Así comenzó una corrección como de 15 minutos, apoyada en las notas que ella había tomado, de lo que todos habíamos dicho. Yo quedé destrozado, porque Doris tenía razón. Mi ejercicio, no era una obra abierta, no era un silencio, no callaba mi voz para que el espectador pusiera la suya. En mi afán por quedar bien, le mentí a todos, y me mentí a mí mismo. “Esto no es una obra abierta –me dijo- yo aquí estoy viendo una cita a lo religioso, a lo educativo y a la geometría elemental. Y creo que todos vemos lo mismo.” Esa fue una gran lección. Doris fue muy importante para mí. Fue el complemento, o mejor, fue la ruptura que necesitaba ese ego prepotente, y lleno de prejuicios, que había construido a lo largo de la carrera. Resumiendo, creo que soy la sumatoria de mis viejos y nuevos profesores, como una mezcla de tradición y ruptura.

J.C: En el momento en que estás en la Universidad, y tienes contacto con estos profesores y ellos te muestran a otros artistas, aparece un segundo nivel de filiación. ¿Qué artistas fuiste descubriendo en las clases y en los libros, que de pronto sientas hoy que sin ellos no estarías dónde de estás?

H.J: Al comienzo de la carrera me enamoré de Caravaggio y de Rembrandt, porque los vi en las clases de Historia del Arte. Compré unos libros sobre su obra y miraba las reproducciones todo el tiempo y trataba de copiarlas. Va a sonar a lugar común, pero después me apasioné por Da Vinci, Goya, Picasso, Dalí y Warhol. Y al final de la carrera descubrí a Jasper Johns, Claes Oldenburg, Robert Morris, Bruce Nauman, Richard Serra; porque aparecen en el libro de Krauss que tradujimos.

J.C: ¿Recuerdas haber conocido a algún artista latinoamericano, que no fuese colombiano y que te interesara durante la carrera?

H.J: No. No recuerdo. Me encanta Cildo Meireles, pero creo que lo descubrí mucho después.

J.C: Una vez, revisando los cuadernos de las clases teóricas del pregrado, caí en cuenta de que las clases de Historia tenían muy poco análisis; eran apenas una sucesión de datos e imágenes en serie. Y entre estos datos, apenas encontré el nombre de Hélio Oiticica. Así que, por lo menos, tuvieron que habernos mostrado una imagen de alguna de sus obras. Pero la verdad, no recuerdo esa imagen. Seguramente, debió haber sido de alguna obra temprana, de cuándo él era neo-concreto. Recuerdo que había una electiva, un Seminario de Arte Latinoamericano, pero era imposible inscribirse, a menos que uno durmiera en la cola la noche anterior a la inscripción. Así que en la Universidad yo no aprendí nada de eso. ¿Tú tomaste ese seminario?

H.J: No. Pero sí tomé una electiva de Música Latinoamericana en el conservatorio, con Egberto Bermúdez. Una clase fascinante.

J.C: Y tomaste el de Música Japonesa?

H.J: Sí. También.

J.C: ¿Y el Seminario con Ellie Anne Duque?

H.J: Sí, buenísimo, se llamaba Audiciones Analíticas. Creo que lo tomamos los dos, ¿no? Fue también maravilloso.

J.C: Tomamos esas clase porque era imposible meterse a las que todos los demás se metían: la de Arte Latinoamericano y la de Fotografía, veinte cupos peleadísimos, para trescientos estudiantes.

¿Recuerdas haber visto una exposición que te haya marcado durante tu formación?

H.J: Como hasta la mitad de la carrera empecé a ir a exposiciones. De las primeras que vi, recuerdo una individual de Lorenzo Jaramillo que me encantó. Ahí estaba su serie Talking Heads. También recuerdo mucho, una exhibición fascinante de grabados de Roda, en el Museo de la Nacional, con sus perros amarrados y con sus monjas muertas. Y una muestra en el Banco de La República con linóleos de Félix Valloton, increíbles, un maestro del alto contraste. ¿Y tú qué exposiciones recuerdas?

J.C: La primera vez que entré al Museo de Arte de la Universidad Nacional, fue para ver La historia de la serigrafía en Colombia, armada con piezas de su colección. Me tomó mucho tiempo decidirme a entrar, porque pensaba que no me iban a dejar por ser “primíparo”, o que tocaba pagar; hasta que un día me decidí a preguntar: ¿Cómo se hace para entrar?, y me dijeron: “Si quiere entrar, ¡pues entre!” De esa exposición, aún conservo el catálogo. Y recuerdo mucho una que se llamó 4 maestros latinoamericanos, que se montó en la Biblioteca Luis Ángel Arango con obras de Antonio Seguí, Francisco Toledo, Armando Morales y José Gamarra. Creo que era el año 1987, y en ese entonces, la sala de exposiciones quedaba donde ahora está el área de información de la Luis Ángel. Fui porque me obligaron. Algún profesor nos dijo “tienen que ir a ver eso” y fuimos. Ese día conocí la Biblioteca. Y la primera vez que vi arte contemporáneo, fue en el segundo semestre del año 87, cuando María Morán en la clase de Diseño Básico, nos puso de tarea ir a ver la exposición de Nuevos Nombres de María Fernanda Cardozo; que sinceramente, me dejó en blanco. Fue tan impactante la experiencia, tan traumática, que en ese momento me propuse que algún día, iba a poder disfrutar obras como esas. Pero ese día, no la disfruté, no la entendí. Dicha muestra me generó mucha zozobra. Había como partes de concreto cosido con alambres, y como unos baldes y unas medias de nylon con cemento. Eran piezas muy impactantes y fue la pérdida de mi virginidad con el arte contemporáneo. Pasé de Picasso a eso.

H.J: Tú te metiste como guía, ¿no?

J.C: Pero tiempo después. La expansión del espacio expositivo de la Luis Ángel se inauguró con una exposición de Degas. ¿Tú la viste?

H.J: No me acuerdo. Recuerdo haber visto piezas de Degas, pero no sé en dónde.

J.C: Esa exhibición coincidió con la llegada de Doris a la Universidad Nacional, así que tuvo que haber sido como en 1989. Recuerdo que ella hizo una conferencia sobre los materiales en la escultura, que fue bastante polémica, porque trató frente al gran público los medios de la escultura contemporánea; cuando el gran público, aún estaba masticando con cuidado la escultura moderna.

H.J: ¿Porqué escogiste especializarte en escultura?

J.C: Como te dije, cuando empecé a estudiar pensé que iba a ser pintor; pero desarrollé una fluidez inimaginable en las clases de modelado. Yo podía matarme en clases de dibujo, en clases de pintura haciendo un ejercicio, y obtenía calificaciones por debajo de cuatro; pero en modelado, podía estar trabajando dormido, distraído y sacaba cuatro con ocho. Además, una pitonisa me había dicho que iba a ser escultor.

H.J: Y en escultura conociste a Doris.

J.C: Sí. En mi formación hubo muchos profesores importantes, pero como pasó contigo, Doris realmente reestructuró mi manera de acercarme al arte. Lo interesante de ella, era que le abría completamente las bandas a uno, y así se podía ir en cualquier dirección. Incluso, en la dirección teórica. Eso fue muy estimulante. Ahí fue donde me di cuenta, por primera vez, que realmente yo no iba a ser ni pintor, ni escultor; porque mi mayor motivación, mi verdadera pasión en el campo artístico, está en la palabra. De hecho, hice obras con palabras; pero realmente, es hablando y escribiendo, que creo un vínculo real con el arte; eso lo empecé a descubrir con ella.

H.J: Lo que hacían bajo su tutela era impresionante. Tu grupo llegó a un nivel sobresaliente, a un punto de elaboración tanto conceptual como de transformación de la materia notable. ¿Qué pasó con ese grupo?

J.C: Cuando Doris entró a la Universidad era mucho más rígida, pues estaba tratando de cambiar el paradigma de la escuela, de una manera radical. Y creo que su primera apuesta, fue atacar con todas sus fuerzas, cualquier vestigio de verticalidad en la escultura que tuviera connotaciones verticales, falocéntricas, patriarcales, masculinas, machistas y demás. Los primeros grupos que tuvo, hicieron piezas que eran radicalmente abstractas, profundamente desmaterializadas y completamente horizontales. Como el grupo de Hainer León, compuesto por tres o cuatro estudiantes, que hicieron piezas interesantes y que llamaron la atención en el Salón Cano. Por ejemplo, Hainer hizo una pieza usando aceite; y uno no imagina un material como ese en escultura. No recuerdo muy bien esa obra; pero estaba hecha por diferentes piezas, conjugadas por la fuerza de gravedad, sobre un charco de aceite derramado sobre el piso del Museo. Luego, vino el otro grupo, conformado por gente más joven; un grupo como de cinco personas, que hizo piezas con arena, cal, agua, piezas también muy horizontales. Eso fue generando mucha expectativa: ¿qué pasa en las clases que ella dicta? Cuando llegó al grupo en el que yo estaba, Doris aflojó las riendas. Tal vez, estaba más compenetrada, con el ejercicio de orientar un proceso creativo, paso a paso. Así, logró transmitir muy bien, sobre todo a Ramón Uribe, a Imelda Villamizar y a Silvia Gómez, una metodología de digestión lenta, que avanzaba paso a paso; sin la pretensión de prefigurar nunca cómo sería la obra al final, tratando de recoger de manera ética, rigurosa e intuitiva, toda la experiencia latente en un pedazo de realidad. El primer ejercicio que nos propuso, consistía en buscar un objeto que se pudiera conectar con una anécdota personal, concreta; y luego, plásticamente, explorar esa relación para, de alguna manera, transformarla. En esa exploración, que tomaba tiempo, había que trabajar muchas horas diarias, desmenuzando, modificando el objeto. De tal manera, el proyecto iba desarrollando su propia escala y dimensión, subrayando, tanto una cierta recuperación de la experiencia corporal y material del mundo, a través de la escultura; así como una “complejización” del tiempo de proceso, que la obra podía atestiguar en sí misma. Ahora, lo que ocurrió al salir de la Universidad, es que ellos emergieron en un momento en el cual no existía mercado artístico, y menos para ese tipo de arte. Entonces, ¿cómo se sustenta económicamente una persona que hace obras que demandan tanto espacio y tiempo, sin una salida económica viable? Pues, tuvieron que dedicarse a otro tipo de cosas, sobretodo, a la docencia. Si un grupo como ese surgiera ahora, podría sustentarse sin problema alguno; pues ese tipo de obras, ahora no tiene ningún obstáculo en el contexto del mercado.

H.J: ¿Tuviste algún compañero en la Universidad que haya sido fundamental para ti?

J.C: Jorge González influyó mucho en mí. Él venía de Cereté y estaba un semestre adelante. A él le apasionaba la historia del arte, la historia universal; y a mí me daba mamera todo eso. Pero, como todo el tiempo me hablaba de historia, para poder conversar con él, empecé a ir a clases teóricas y apuntaba todo. En esas clases, me di cuenta que la teoría era lo mío. La primera vez que saqué cinco en una evaluación, fue en una clase de historia. Yo quedé aterrado. Empecé a ir a seminarios, porque le fui encontrando el gusto, y Jorge me fue prestando libros y libros. Así me ayudó a formar mi hábito de lectura, leíamos mucho. Luego, empezamos a ir a exposiciones. Teníamos un día a la semana con pocas horas de clase, y así íbamos a ver galerías en el norte y museos en el centro. Vimos muchas exhibiciones juntos. Entre ellas “Los Hijos de Guillermo Tell”, que me impactó muchísimo. Así mismo, vimos todas las muestras del Museo de la Universidad Nacional. Me gustó mucho la retrospectiva de Luis Camnitzer. Esa fue una exhibición súper impactante, para mí. Así como Escuchar, leer, mirar, una muestra de artistas conceptuales alemanes de los años setenta, sustentados básicamente en el lenguaje, y con Jochen Gerz entre ellos, que es uno de mis artistas favoritos. Pero creo que la que más me impactó, fue la retrospectiva de Beatriz González del año 1990, con obras de esa última década.

H.J: Sus obras como “la Pintora de La Corte”.

J.C: Sí. La muestra empezaba con el televisor de Turbay y llegaba hasta las pinturas de Higuita y de Lucho Herrera. Había una serie de piezas de esa etapa hiperexperimental de Beatriz, como las cortinas de Turbay, y luego todo ese cambio de actitud de ella; fue una muestra maravillosa, muy compleja.  La otra exposición que me impactó, de igual manera, fue la de Las flores del mal de Bernardo Salcedo en la Galería El Museo. El también fue profesor mío.

H.J: Claro, yo también la vi. Él me dio una clase de color, lo cuál era bastante raro.

J.C: Yo vi con él un taller que daba con Libio Robles y con Raúl Cristancho; y se odiaban.

H.J: Cuando fue profesor mío, desafortunadamente yo no tenía idea de lo que hacía; pero recuerdo mucho su sentido del humor, los juegos de palabras y de doble sentido que constantemente hacía. Un día le abrieron la maleta y le sacaron la billetera a un compañero, sin que se diera cuenta. Nos compartió su mal rato en clase, y entonces, Bernardo empezó a comentar lo insegura que se había puesto la ciudad, y nos prohibió llevar mochilas y morrales en la espalda. “Hay que cargarlos siempre al frente, para evitar robos”, dijo. Y un estudiante repuso: “Profesor, no sea tan paranoico”. A lo cual, Bernardo respondió: “Yo no soy paranoico; ¡soy hiperrealista!” Todos nos toteamos de la risa.

J.C: Él era increíble. También me impresionó muchísimo, en el año 91, la exposición Nuevos Nombres-Seguimiento curada por Carolina Ponce de León, donde revisaba el proceso de los primeros participantes en ese programa: Nadín Ospina, José Antonio Suárez, María Fernanda Cardoso, Carlos Salazar y Doris Salcedo. Allí, fue la primera vez, que Doris mostró los muebles con concreto.

H.J: Tú me decías a qué exposición ir o qué libro leer; así lo hiciera o no. Eras mi informante y estoy muy agradecido contigo por eso. Pero también recuerdo que íbamos mucho a cine. En ese momento, habían dos o tres cineclubes buenos en la Nacional. Estaba el de Medicina, el de Arquitectura…

J.C: Y el de Economía. Yo iba a ese a medio día. Y por la noche, iba al de Medicina, que casi siempre proyectaba cine alemán. Allí recuerdo haber visto Effi Briest de Fassbinder, que me pareció la película más aterradora. No sabía que existía un cine que fuera así. Quedé traumatizado, y me volví fanático de Fassbinder. La película es en blanco y negro, y está llena de citas directas al libro de Fontane, del cual parte. Primero aparece el texto escrito en la pantalla, luego los personajes lo leen en voz alta, y casi siempre actúan frente a espejos.

H.J: Recuerdo haber visto en Arquitectura, La hora de la estrella, una película brasilera, basada en la novela de Clarice Lispector. Me encantó. Y en alguno de esos cineclubes, entré varias veces a ver Solaris de Tarkovsky, pues siempre me quedaba dormido.

J.C: Yo vi varias películas de Tarkovsky en el Cineclub del IPRAM, en el Colegio de la Universidad.

H.J: Ahora que hablabas de Nuevos Nombres, me hiciste acordar de Germán Martínez y Manuel Romero. Ellos también hicieron parte, de ese programa de exposiciones del Banco de La República. Yo aprendí mucho de ellos y de Carlos Mery y Mauricio Villamil. Estaban un semestre arriba y hacían cosas maravillosas, se tomaban los espacios, y activaban la energía de una carrera como a punto de caer en el letargo.

J.C: Claro, ellos hicieron una exposición con sus trabajos de clase en el hall del segundo piso de Artes. Carolina fue a verla, allí los conoció, les siguió la pista y por eso los invitó luego a Nuevos Nombres.

H.J: A mi no se me había ocurrido que uno podía pedir un espacio y hacer una exposición semejante. Los trabajos eran increíbles y el montaje impecable. Me impactó que compañeros míos hicieran algo así. Fue una acción ejemplar, tanto como exhibición, como declaración de principios. Y recuerdo, que también intervinieron la copia de la Venus de Milo que está en la entrada del edificio de Artes. ¿Te acuerdas?

J.C: Sí. Acompañados de Olga Lucía García, hicieron una serie de intervenciones a esa estatua. Lo triste es que la directora de carrera, los acusó de vandalismo. La Venus estaba llena de grafitis obscenos y ellos la pintaron de azul. Luego le pintaron estrellas blancas y quedó como una cita a la bandera de Estados Unidos. En la Nacional, hacer eso en aquel entonces, era muy peligroso; porque parecía un acto imperialista. Y a punta de estrellas blancas superpuestas, que iban pintando poco a poco, por las noches, sin que nadie se diera cuenta, quedó de nuevo blanca. Después, le pusieron un laberinto negro cortado en papel Contact. Se sacaron un ojo recortándolo, lo diseñaron para que quedara como expandiéndose desde el ombligo hacia fuera. Luego, la envolvieron en papel Kraft haciendo referencia a Christo Javacheff… en fin, hicieron como siete intervenciones.

H.J: En una de las intervenciones finales pintaron su cuerpo de color piel, la túnica la pintaron de verde quirúrgico, y desde la boca hasta el vientre, pintaron sus órganos internos. Era fantástico.

J.C: Sí. Quedó como si fuera una ayuda médica, un modelo para clases de anatomía. Todo eso fue un trabajo enorme, hecho con muchísimo, muchísimo esfuerzo. Y después los acusaron de vandalismo, con el agravante de que podían castigarlos con la expulsión. Fue una cosa gravísima. Ellos tuvieron que presentar una justificación teórica por escrito, explicando porqué estaban haciendo eso. Manuel y Germán redactaron ese documento, presentando todo ese proceso de intervención como una obra plástica; y afortunadamente, al final desestimaron la acusación.

H.J: Recuerdo que Manuel Romero y Olga Lucía García, también pintaron las mesas de Barbarie, el ya mítico bar de Andrea Echeverri y Héctor Buitrago, en La Candelaria. Y por eso, nos invitaron a su inauguración. Yo no fui, pero lo visité después y fue una experiencia extrañísima. La música, la gente, el ambiente, todo era como de otro planeta. Allí comenzó mi gusto por los bares alternativos. Gracias a Óscar Pinzón y a Efrén Aguilera, compañeros de carrera, conocí el parche de las casetas de discos de la calle 19, donde buscaba y coleccionaba “afiebrádamente” lo que sonara raro. Puedo decir que aprendí cantidades en los bares alternativos, en aquellas tiendas de discos, y yendo de visita a escuchar música donde amigos como Efrén, Óscar y Carlos Mojica. Aquí tengo que compartir una experiencia inolvidable, cuando Mauricio Villamil y Carlos Mojica, invitaron a tocar a La Pestilencia, en 1988, dentro de un ciclo de conciertos gratuitos que ellos producían con el apoyo de Bienestar Universitario. Este toque se llevó a cabo en la entrada de Arquitectura. La Pestilencia no pudo interpretar sino dos o tres canciones, pues los mamertos sacaron a punta de piedra y botella a la banda y a los diez punks que los acompañaban. Y luego se armó todo un debate en La Plaza Ché. Los mamertos decían: “Esa es música del Imperio, es la música del amo y no tiene cabida en la Universidad Nacional”; y nuestros amigos respondían: “La Pestilencia es el grupo más político y crítico que hay en Bogotá en la actualidad, sólo hay que prestarle atención a las letras”. La cosa es que ambas posiciones me parecieron válidas. En ese debate entendí que es bueno desconfiar de aquello que me gusta. Me di cuenta que debía cuestionarme todo, mis valores, mis prejuicios; porque, al fin y al cabo, me han sido inculcados por otros. Me di cuenta del peligro de parcializar la mirada, y volverme un intransigente. Esa tarde, me di cuenta que puedo ser mi propio enemigo. Las cosas no son tan sencillas. Eso es muy duchampiano. Alguna vez me citaste a Duchamp y me dijiste que él soñaba con una moneda transparente que cuando se arroja al aire y cae no es cara o cruz; sino cara y cruz: las dos opciones a la vez. Bueno y malo, blanco y negro, hombre y mujer, vertical y horizontal, arte y no-arte. Todo a la vez.

J.C: El gusto se debe educar. Pienso que uno debe estudiar, analizar con cuidado lo que a uno le gusta. Porque ese gusto es la marca de la ideología que nos domina. Doris me decía que uno de los mayores placeres en la vida era lograr trabajar ese gusto adquirido, expandirlo, complejizarlo, y así tener la posibilidad de disfrutar cosas que de otra manera hubiesen sido imposibles de aceptar.

H.J: ¿Qué aprendiste a disfrutar de esa manera?

J.C: En música a Steve Reich, o a La Monte Young. En cine, a demás de Fassbinder, está la primera película que vi de Peter Greenaway, “Drowning By Numbers”, que me pareció alucinante, absurda y a la vez rigurosísima. La disfruté plenamente. Y disfruté mucho “Corazón Salvaje”, de David Lynch. Esa la vimos juntos en el Teatro Palermo. ¿Te acuerdas? Salimos de clase sobre el tiempo y cuando nos sentamos estaba Nicolas Cage reventándole la cabeza a alguien al ritmo de heavy metal; era un reguero de sesos, y me dije: “Esto va a estar complejo”. Esa película fue como mi marca generacional. Vi “Blue Velvet” después y creo que es una película extraordinaria; pero la que me marcó, realmente, fue “Corazón Salvaje”.

H.J: En cambio yo vi “Blue Velvet” primero. Y fue tal el impacto que salí del cine con mareo, con ganas de vomitar. Me gustó mucho y me desagradó a la par. Mezclaba sin vergüenza lo sublime y lo grotesco, lo cursi y lo aterrador. Era delirante. Jaime, ¿qué tipo de música escuchabas cuando entraste a la Universidad?

J.C: A mi me gustaba únicamente cierto tipo de rock, y de música clásica. Y en la Nacional me puse a escuchar aquello que no quería escuchar para extender mis parámetros; hasta que llegó un punto en el cuál dije: “Ya está. Nadie me puede hacer daño, todo lo puedo disfrutar.”

H.J: Eso puede resumir un poco lo que pasó con nuestra formación.

J.C: Recuerdo que tú llegaste a la Universidad escuchando Mecano.

H.J: Sí. Me encantaba. No puedo negarlo. Y a veces lo vuelvo a escuchar. Y en primer semestre empecé a escuchar a Silvio Rodríguez, obvio.

J.C: Musicalmente fui educado por mis hermanos mayores y conocí a Silvio Rodríguez cuando estaba en primaria. En la Universidad, una década después, lo tenía claro: “Yo ya escuché a Silvio, ya escuché a Mercedes Sosa y eso es del pasado”.

H.J: ¿Te acuerdas en la clase de Audiciones Analíticas cuando Ellie Anne Duque llegó con un casete de Leo Masliah y puso su canción La recuperación del unicornio? Fue buenísimo. Nos reímos mucho. Masliah fue otro de esos descubrimientos increíbles. Minimalista, conceptualista, virtuosísimo y graciosísimo. Es uno de mis músicos favoritos, y lo conocimos gracias a Ellie Anne.

J.C: ¿Qué tal como ella argumentaba la forma sonata, citando a Hegel y la dialéctica? Aquí está la primera línea melódica, aquí la segunda, aquí se juntan las dos, aquí se arma la discusión y aquí está la solución. Hipótesis, antítesis, desarrollo y conclusión. Y luego remataba: “La sonata es una forma dialéctica”. Ellie Anne era muy aguda.

H.J: Tú que has sido también profesor, ¿piensas que se puede enseñar a ser artista?

J.C: Durante un tiempo sentí que me enseñaron a ser artista porque al entrar a la Nacional no tenía idea de qué era eso. Pero, ahora creo que lo que realmente se enseña o se transmite, es la pasión o el deseo de saber y de aprender. Y eso se aplica a cualquier campo. Lo importante es que el profesor de química o de matemática, logre transmitir esa pasión por el saber, por conocer. A mí me impulsaron de una manera tan salvaje ese deseo, que me la pasé años en la biblioteca investigando y descubriendo. En la Universidad mi único interés en la vida, era saber más de aquello, que estaba empezando a conocer.